Podía
caminar, sí. Podía moverse, aún. Todavía su abdomen de contenido descontrolado
podía cubrirse con un pantalón de tela de buzo con un elástico gastado
sujetándolo (ojalá no se rompiera dejando a su suerte la prenda, sobre el
suelo, las bocas se elevarían al cielo mientras su ombligo entristecería). Un
cinturón fue insuficiente, todo su torso se derramaba sobre el eje central de
lo que serían sus caderas; nacimiento de unos muslos gordos, abundantes en
grasas y líquidos retenidos hace semanas, meses. No había caso, las
singularidades mórbidas son difíciles de ocultar, el optimismo de los hijos no
era suficiente, después de todo ellos no estaban aumentando su tamaño
asquerosamente, no perdían la forma de sus cuerpecitos tersos, sus abdómenes
“colgajo de carne” no ocultaban sus jóvenes genitales; no tenían nada de qué
quejarse. No había pies si miraba el piso, quizás ya estaban gordos como sus
manos, agrietados por la carne que su piel no podía contener. El día en que su
abdomen comenzó a hablarle sugiriendo curiosas formas de cocinar un cerdo, un
trozo de carne o papas, no pareció importarle, ya le hablaba el azúcar y cada
objeto de la cocina, más tarde comprendería que aquellos objetos quería hacerle
un daño inmenso, matarla, rebanarla con sus hojas afinadas, cortarla en
láminas, si lo hubiese permitido, ahora sería parte del regusto delicioso de
una cena abundante en grasas, servida en vísperas de navidad, o mejor, servida
mientras los fuegos artificiales de año nuevo estallaban sobre los techos de
las casas de sus hermosos hijos, jóvenes que comen a su madre asada en sus
propias grasas.
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