jueves, 26 de abril de 2012

Mórbido


Podía caminar, sí. Podía moverse, aún. Todavía su abdomen de contenido descontrolado podía cubrirse con un pantalón de tela de buzo con un elástico gastado sujetándolo (ojalá no se rompiera dejando a su suerte la prenda, sobre el suelo, las bocas se elevarían al cielo mientras su ombligo entristecería). Un cinturón fue insuficiente, todo su torso se derramaba sobre el eje central de lo que serían sus caderas; nacimiento de unos muslos gordos, abundantes en grasas y líquidos retenidos hace semanas, meses. No había caso, las singularidades mórbidas son difíciles de ocultar, el optimismo de los hijos no era suficiente, después de todo ellos no estaban aumentando su tamaño asquerosamente, no perdían la forma de sus cuerpecitos tersos, sus abdómenes “colgajo de carne” no ocultaban sus jóvenes genitales; no tenían nada de qué quejarse. No había pies si miraba el piso, quizás ya estaban gordos como sus manos, agrietados por la carne que su piel no podía contener. El día en que su abdomen comenzó a hablarle sugiriendo curiosas formas de cocinar un cerdo, un trozo de carne o papas, no pareció importarle, ya le hablaba el azúcar y cada objeto de la cocina, más tarde comprendería que aquellos objetos quería hacerle un daño inmenso, matarla, rebanarla con sus hojas afinadas, cortarla en láminas, si lo hubiese permitido, ahora sería parte del regusto delicioso de una cena abundante en grasas, servida en vísperas de navidad, o mejor, servida mientras los fuegos artificiales de año nuevo estallaban sobre los techos de las casas de sus hermosos hijos, jóvenes que comen a su madre asada en sus propias grasas.

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