miércoles, 2 de marzo de 2016

Memorias de una boda falsa



No estás pestañeando, me advierte mi reflejo en el espejo. Fuera se oyen pocas personas, la boda ha terminado. El cura da vueltas por la casa, recogiendo restos de comida. Las personas salen de la casa. Ella mira al hombre a su lado y le pregunta por su familia, por sus amigos; él la mira y se pregunta lo mismo ¿en dónde están todos? No quiere herirla, pero la respuesta es evidente: ambos estamos solos cariño. Ella mira su dedo, en donde debiera ir un cigarrillo encendido, ahora ve un anillo dorado, similar al que lleva su madre en el dedo. No puede dejar de mirarlo con desconcierto y se pregunta por qué su adorado objeto de vicio ha sido reemplazado por un insípido anillo de compromiso. Él no dice mucho, no mira su dedo ni el de su compañera. Vamos fuera, debemos ir a otra boda –escucho, me muevo pesadamente, sobre tacones gruesos, zapatos de tacón heredados de una boda que aconteció hace más de cincuenta años.
         Dos personas que se odian conviven en un mismo lugar, están metidos en la misma casa. Irreverente rubio de 120 kilos, quien decide que nada importa; recibir patadas no lo detendrá, recibir insultos no le hace sentir mal. Ella tiene el cabello negro, precioso, tiene el cuerpo lleno de rígidos conceptos religiosos, no bebe café, no fuma ni dice groserías. No entiendo por qué viven juntos, no comprendo cómo sus vidas personales han acabado entrelazadas, bóxer y calzones en la misma lavadora, secándose juntos en la misma soga.
         Vamos caminando a la casa de la extraña pareja, me acompañarán a otra boda. Abrazo al sujeto rubio, recuerdo viejos tiempos en que compartíamos parte de nuestros días, mirando los desastres que ocurrían a nuestro alrededor. Me pierdo unos segundos en su abrazo de gigante, antes de dejar el calor de su cuerpo susurra: ya no sientes lo mismo. La mujer coge algunas cosas de la habitación, no luce feliz. Salimos. Llegamos a una casa de estilo rural en medio de la ciudad. En la entrada del salón veo mucha comida, muchos de los platos sostienen gelatina. Pruebo de todo un poco, nada sabe bien. De los presentes, conozco a muchos, pero no entiendo qué los une a los novios. La celebración se traslada a un patio grande y angosto con suelo de tierra. Muchas otras personas la conocen, pero ella no ¿quiénes son? Uno, uno que conoce desde hace tiempo, desde lejos le lanza una cebolla blanca, pelada y cruda, rebota en su hombro y cae al suelo, ella toma un cuchillo aserrado de una mesa cercana, recoge la cebolla y la corta como lo haría para lanzarla al vinagre hecho de vino rancio. La cebolla no se embarra al caer al suelo, sigue blanca. El sujeto desde su lugar, tira tramos de lienzo blanco. Para deshacerse de aquello, extiende los brazos y gira en el lugar. El sujeto sostiene la madeja con una mano, con la otra la desenvuelve a tramos y la lanza, ella sigue girando, se enreda en su cabeza y cuello. Lo que el sujeto tiene en las manos es una cuerda gruesa y firme, llega a ella delgada y frágil como una tela de araña. Su amado no está. El sujeto sigue hostigando con la cuerda, envolviéndola. ¿Debería sostener un anillo su dedo? El rubio la envuelve en un abrazo gigante, todo vuelve a ser como antes, él toma el anillo y lo tira lejos, saca un cigarro del bolsillo y lo enciende, acaba el gesto colocándolo entre los labios de la mujer que abraza. Estamos solos cariño, lo único que te pertenece es este cigarro.   

Publicado en Revista Escarnio N°59 - Edición Hermana Editorial Isidora Cartonera [Diciembre 2015]

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