Agenda
ocupada (Lunes-Martes): Mi trabajo,
en cómodos turnos de dos por dos, me permiten asistir a personas que lo
necesitan. Con medio pan en la boca y una mochila llena de insumos médicos,
cierro la puerta de mi casa.
Hoy
la señora María me dijo que su hijo se había quebrado un dedo, por fortuna sólo
era un esguince, en poco tiempo se mejora todo. La señora Marta –viuda desde
hace diez años–, se recupera de una herida infectada; la falta de atención a su
salud y un amor inmenso a los gatos, casi le cuesta un pie. Marquitos, Mauricio
y Laurita llegan del jardín en algunos minutos, los espero y los llevo a casa
para cuidarlos durante la tarde: su madre me los entrega mientras me susurra un
par de advertencias: “Laurita se cayó hoy en el jardín” “parece que un
compañero de Marquitos tiene piojos”; se aleja corriendo para alcanzar a llegar
a su segunda jornada de trabajo, fríe papas y prepara completos en el local más
popular del barrio. Un muchacho muy delgado se acerca cuando la madre de los
niños desaparece tras la esquina, es Álvaro –un sobrino de la señora Cote–;
otra vez ha olvidado dejarle almuerzo y me pide que lo deje pasar el tiempo en
mi casa mientras llega su tía. Los niños comen, yo debo organizar mi tiempo
mientras lo hacen. Marquitos no tiene piojos. Laurita tiene la rodilla con
tierra y sangre, llorará cuando la limpie. Álvaro necesita algunos libros que
debe leer en el colegio, le paso los que tengo y prometo conseguirle el resto.
Agenda
ocupada (Miércoles-Jueves): Primer día de trabajo de la semana. Oculto una
cajita de analgésicos entre mi ropa y le pido a Jenni que me traiga un café, le
doy un chocolate en agradecimiento, no siempre puedo preparar mi propio café.
En el trabajo, don Renato vuelve por una constante
sensación de vértigo que lo desespera, me dice que se levanta y debe quedarse
quieto, me cuenta que su madre –que en paz descanse– también pasaba mareada; le
digo que no se enoje, que no pase rabias. Hay una joven hospitalizada desde el
viernes pasado, llegó con una hemorragia, en las afueras del hospital hay
decenas de carteles pidiendo donadores de sangre; apenas salga de mi turno,
seré donante para esa pobre chiquilla. Al llegar a mi casa, debo ir al almacén
de la esquina; dentro, la Yoli no puede fijar un anaquel en la pared, acabo
sosteniendo y fijando lo mejor que puedo, mientras a ella se le caen un par de
monedas al piso, al rato también saco las monedas perdidas debajo del mesón de
atención. De regreso a casa, José tiene problemas con la acera y su silla de
ruedas, lleva años así, pero jamás aprendió a pasar de un lado a otro de la
calle; empujo y cargo mi peso sobre la parte trasera de la silla, con las
rueditas delanteras levantadas y José cargando su cuerpo en el sentido
necesario, ambos estamos en la acera correcta. Un tímido Roberto se acerca
mientras retomo mi camino a casa, necesita mi ayuda para sacar las aguas
servidas de su deteriorado baño, no tiene dinero para renovar lo que está roto
y de vez en cuando se sale de control el cauce de las aguas sucias. Recuerdo
que prometí a doña Lucero el último número de la sopa de letras, la visito y me
quedo con ella por si necesita que le busque la última palabra mientras me
enumera las excusas de su hijo para no visitarla. En casa y por cuarta o quinta
vez en los últimos meses, Lía me deja a su bebé: otra vez debe ayudar en la
panadería, con el bolso vienen varias mamaderas llenas de leche tibia, eso
quiere decir que son varias horas las que se ausentará.
Agenda ocupada (Viernes-Sábado): Llevo meses planificando. He arreglado todo para que cada uno de ellos encuentre en otro un modo de apoyo y compañía. Dejaré este lugar en una semana. Me faltan un par de respuestas que recibir, un par de libros que regalar y algún otro encargo que finiquitar.
A Marquitos, Mauricio y Laurita los cuidará su abuela
después del jardín. Convencí al hijo de doña Lucero para que la visite más
seguido. Di instrucciones a doña María para que cuidara su salud y la de su
hijo. Ayudé a Maira a desmalezar su patio, le regalé semillas para su huerto en
casa y conseguí un par de plantitas para el huerto comunitario. Compré todos
los números de rifa que quedaban disponibles para ayudar a don Carlos con su
operación. Preparé completos para la peña en la junta de vecinos. Les puse
desparasitante a los siete gatos de la señora Marta. Espero que todo funcione
como lo planeé.
Los rumores corren más rápido que el
agua con las lluvias invernales. De ventana en ventana, detrás de todas las
puertas y en cada cocina se oyen murmullos que continuarán replicándose durante
unos meses. “No sabí na…”. Cada vecino imbuido en su baño roto, en su ropa
descosida, su muñeca esguinzada,
los niños con piel enrojecida, los perros callejeros y los gatos en celo. “Oye,
supiste…”. Las palabras se le escapan a la anciana con las semillas echas polvo
en bolsitas de papel. Las piezas rotas de un televisor, estropeado por los
niños sin supervisión, quedan en los patios con basura que el camión no se
lleva. La última gota de un frasco de maquillaje es expulsada una mano
estropeada para ocultar un párpado reventado, el hombre desempleado levanta la
mano cuando su comida es servida fría. “Este cabro…”. La mujer que compra
pierde una moneda bajo el mesón y nadie la alcanza. Hay un producto más barato
porque no se refrigeró y es que nadie supo reconectar la vitrina enfriadora
después del corte de luz. Nadie tampoco compra y la chica que vende no puede
pagar la luz. Con tanto que hacer ha olvidado a su sobrino en el jardín a dos
cuadras de la casa. La tía la reprocha y el crío se ha meado encima. La que
compra pide un fiado, la que vende le pasa margarina. El niño meado se resfría
y contagia a otro que grita en medio de la calle. “¡Mamá, todavía me quedan
números y nadie me quiere comprar!” es lo último que se oye después de las
siete, mientras una señora le da un mordisco a su pan con margarina rancia.
Agenda
ocupada (Domingo): Ya casi había olvidado quién era, tampoco recordaba su
nombre. Lo único en su mente era un recuerdo de las tardes que pasó en su casa,
esperando a que su tía llegara. Dos o tres años y pocos se acordaban del
enfermero. La casa había sido vendida, su ayuda había sido reemplazada por
abuelos cuidando de nietos, reuniones en la junta de vecinos y tardes de juegos
con todos los niños de la calle. Ya había olvidado su nombre cuando escuchó su
voz.
-¿Álvaro? ¿eres tú?
-Sí –respondió tímido.
Álvaro miró todo el tiempo al suelo, haciendo evidente
la vergüenza que sentía, no recordaba el nombre el enfermero, y su ánimo fue
decayendo más y más al recordar todas las pestes que se hablaron en el barrio.
Álvaro nunca dijo nada al respecto, nunca se atrevió a defender al único vecino
que le abría la puerta y le permitía quedarse porque su tía jamás se acordaba
de prepararle el almuerzo. Llegó un punto en que no pudo contener el llanto,
recordó la caja con libros que le regaló cuando se fue.
-¿Estás bien? No llores –dijo el enfermero, viendo a
su amigo cabizbajo y secándose los ojos con la manga del polerón–. ¿Me
acompañas?
Álvaro sólo asintió con un breve movimiento de cabeza.
Mientras seguía de cerca al enfermero, intentando olvidar la culpa y recordar
su nombre, se inventó razones por las cuales el enfermero había abandonado el
barrio; todas las que se le ocurrieron tenían que ver con el egoísmo.
Todo alrededor indicaba que se acercaban a la ribera
del río y para Álvaro fue evidente que el enfermero se había transformado en un
ser egoísta, una de las razones que imaginó se ajustaba a lo que en ese momento
sucedía: se alejaba de todo y dedicaba su tiempo estar solo en un lugar poco
concurrido. Los vecinos tenían razón y él estaba seguro de que no tenía razones
para sentirse avergonzado. Todo, todo lo que sucedió después era culpa del
hombre que tenía al lado. La muerte y el desastre, que su tía se olvidara
completamente de la comida y las obligaciones, que vendiera los libros y lo
tratara como si fuera idiota; que la amiga que le gustaba estuviera embarazada
de un delincuente; que un virus matara a todas las guaguas nacidas ese año; que
los gatos se comieran la cara de la dueña cuando murió, porque ella estaba sola
en casa; que al vecinito lo alcanzara una bala perdida mientras jugaba en la
calle.
Los pensamientos atropellados se vieron interrumpidos
por la voz suave del enfermero y acabó alzando la vista lo suficiente para ver
a un montón de niños gitanos correr hacia ellos. El enfermero tocó el hombro de
Álvaro y le dijo: ellos me necesitan ahora, tienen hambre. Los niños se
abalanzaron sobre el enfermero, tirándose encima desesperados. Álvaro no pudo
seguir mirando y echó a correr en dirección contraria.
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