La pregunta se mueve en la oscuridad de la habitación,
lenta como la brisa veraniega, rodeada de la magia propia que le confiere la
imaginación de la cría. La madre es la reina silenciosa en el trono móvil con
cuatro ruedas, apuntando siempre en la misma dirección. Su madre es tan
silenciosa como las flores del jardín que tanto admira, detenidas en un punto
temporal absurdo entre la madrugada y la marchitez permanente; con gotas de
rocío sobre el pelo, con las manos agrietadas simulando tallos resecos, las piernas
mustias colgando porque se han reducido a delgadas raíces y ya no alcanzan el
suelo. Las ventanas –de día o de noche– permanecen abiertas, las cortinas
parecen fantasmas guardianes que, además, aconsejan a la madre cuando la cría
habla, cuando la cría pregunta: Mamá ¿puedo salir a jugar? Siempre la misma
pregunta, siempre la misma respuesta. El trono detenido y las cortinas
agitándose para engalanar la respuesta de la madre. Aunque Mamá jamás habla,
aunque Mamá jamás mira a otro lugar, levanta un dedo de su mano y lo mantiene
rígido, ese único dedo apuntando al exterior; el gesto no puede significar más
que el permiso para salir. La cría se detiene a observar ese dedo huesudo que
le brinda autorización para ir a jugar.
Recuerda bien sus propios sueños y los que tiene para
su madre. Sabe que Mamá no puede levantarse, sabe que Mamá no puede hablar. De
pequeña imaginaba que su madre conversaba con las flores del jardín y por eso
no tenía tiempo para hacerlo con ella. De pequeña también creía que su madre
era la reina y por eso no podía dejar su hermoso carruaje de cuatro ruedas –dos
grandes y dos pequeñas–. ¡La Reina Madre sólo levanta un dedo de su mano para
dar un permiso! Su madre continúa sobre su trono quieto; no se mueve, no
duerme. Una mujer mayor –mucho mayor que su madre– se encarga de todo: de la
cría que no es pequeña y de la madre que es muy vieja. No podía saber si su
madre estaba enferma o loca, si su madre no podía hablar o había escogido
guardar silencio, si había sido víctima o parte de algún hecho terrible: se le
habían acabado las explicaciones, se habían agotado las ganas de preguntar
esperando una respuesta que jamás llegó en su infancia y tampoco llegaría en su
adolescencia. Ella sale cuando el dedo de su madre se levanta y apunta hacia la
ventana. Las cortinas no se han movido aunque la pregunta sigue palpitando
entre ella y su madre: Mamá ¿puedo salir? Comienza a perder la paciencia y es
que, con los años, la respuesta de su madre se ha hecho demasiado lenta. La
decisión de no esperar la respuesta de su madre, coincide con el gesto
replicado a diario. El dedo tembloroso que baja inmediatamente y vuelve a
levantarse apenas, una señal intermitente de que puede salir, una señal de que
su madre la escucha y le brinda permiso.
Sabía que su madre no le hablaría, su madre no
respondería más que con su dedo apenas levantado. Se había cansado de preguntar
y perder el tiempo hablándole a una inútil enferma, su madre no la entendía,
simplemente comunicaba un vago “sí” con un reflejo involuntario a su presencia,
ya estaba cansada de todo. En medio de la rabia y un monólogo inútil
interpretado por su mente, pensó que todo era una situación extraña, un mal
cuento en el que su madre era un mal personaje. Madre en carruaje de cuatro
ruedas, inmóvil y con los ojos abiertos todo el día y la noche, los años. Madre
mirando al jardín y su pelo no crece y su cuerpo no se mueve y su dedo
levantado cuando ella preguntaba si podía salir. Madre viviendo en silencio,
Madre sobre un trono, Madre una reina, Madre con una hija que podía ser una
princesa del reino silencioso, madre y trono y su hija. Silencio. Abrió ambos
brazos e intentó rodear el torso de su madre por completo, no recordaba la
última vez que había abrazado a su Madre, quizás no lo había hecho jamás.
Aunque sabía que la única respuesta de su madre sería
el dedo indicando el exterior, ya fuera por respuesta o ausencia, aun así le
pareció necesario preguntar: ¿Puedo irme de esta casa? Detrás de su madre, la
mujer que cuidaba de ambas detuvo sus labores y se levantó. Caminó lento y
arrastrando los pies, se detuvo muy cerca de ella –tan cerca que podía escuchar
su respiración profunda–, tomó su mano y la jaló en dirección a un sillón
cercano. Tenemos que hablar –sentenció la mujer y parecía que jamás la había
visto de cerca pues no había notado los labios carnosos, la frente estriada,
los ojos oscuros y una boca gris resguardando dientes cobrizos–. La mujer lamió
sus labios antes de continuar, sobándose el envés de una mano con los dedos de
la otra. «Yo cuido de ti, no de tu madre; jamás fue necesario que cuidara de
ella.» Al terminar, la mujer se levantó y alzó la mano tan alto como se lo
permitía su cuerpo ancho, imprimió fuerza al retroceso y la palma abierta fue a
quedar justo en medio de la espalda de su madre.
Madre Reina silenciosa, de
su trono cae sobre el suelo y los brazos van a dar lejos, las piernas continúan
pegadas a la silla y el torso se agrieta luego de emitir un sonido hueco,
dejando libre una cabeza que lleva pegada una peluca. El vestido queda
enganchado a un lado de la silla y es mecido por el viento, soltando polvo en
cada vaivén. Los miembros descoyuntados, impregnados de serrín, parece que
hierve cada trozo cuando las termitas escapan en tropel.
Le había tomado cerca de un mes volver a recrear cada
miembro, poco le sirvieron las piezas a medio devorar por las termitas. Otro
tanto en armarla como estaba, vestirla, tejer una peluca y descubrir el
mecanismo para levantar su mano. “Madre ¿puedo salir?” –continuaba haciendo la misma
pregunta–. La respuesta se tardaba un poco en hacerse visible, tirando de un
cordel atado a una columna de metal, dentro de un brazo de madera, anudado
–desde el interior– a un dedo huesudo que ahora se veía más saludable. Le
gustaba abrazarla mientras mantenía el dedo indicando al exterior, no podía
imaginar un nuevo día sin el perfecto gesto de la Madre Reina Silenciosa en su
carruaje.
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