Era
evidente que el diario relataba algo absolutamente irrelevante, aquellas
palabras no tenían consciencia de ser aburridas o nefastas; no podía saber que
no era el mejor momento, no estaba destinado a hacer diferencia alguna, no se
recordaría más que como una anécdota insignificante; sin embargo, quien
escribía sí estaba muy consciente de aquello. El texto seguía creciendo en
expresiones ominosas, se completaban las páginas con terribles palabras
impregnadas con dolor. Las letras seguían apareciendo sin muchas
interrupciones, el fluir de todo un enmarañado pensamiento que acabaría en
algún rincón olvidado del espacio.
Un
suspiro llegó a convertirse en vapor antes de llegar a la brillante pantalla
azul, la temperatura era muy baja casi todo el tiempo. Envueltas en gruesos
guantes, sus manos se deslizaban torpes sobre el teclado; le había costado
acostumbrarse a llevar los dedos cubiertos, pero había sufrido más viendo sus
manos deformarse por la acción del frío y la ingravidez. Se levantó sin apagar
la pantalla, el brillo tenue le recordaba remotamente una ampolleta encendida.
Miró al frente y vio su reflejo difuso por la escasa luz, estiró ambos brazos
juntando sus manos sobre la cabeza, bostezando y dejando que su cuerpo flotara
rígido en el pequeño espacio aislado. Un suspiro de cansancio y el impulso
provocado con su pie contra el vidrio le permitió medio giro. La mano sobre el
suelo, un dedo que se estira lentamente, el movimiento hizo que volviera a
estar ante la pantalla azul y luego frente al vidrio; si miraba directamente,
evitando su reflejo, podía ver todo el espacio existente: una ruta infinita de
oscuridad manchada con pintas blancas y amarillas, lejanas estelas de astros.
Se acercó a la ventana circular, la sensación de que podía tocar el color negro
del exterior se disipó cuando sus dedos chocaron contra el vidrio, quitó la
mano y acercó el rostro, el vidrio se empañó de inmediato. Acercó nuevamente un
dedo al vidrio y dibujó un círculo que intentaba representar a su planeta, a su
hogar.
Uno,
dos, tres, cuatro. Respondan por favor, respondan. ¿Están ahí? ¡Están ahí!
respondan. Hace calor, 37, 38. Tengo calor. Por favor respondan, respondan. 37,
38, hace calor. Veo fuego. ¡Respondan! ¡Por favor, respondan!
En hogar,
nadie esperaba que la nave regresara. Nadie esperaba saber de un viaje que
alcanzara el perdido paraíso –la Tierra–, pues significaba la certeza de que
era posible y muchas más personas querrían salir y muchas más personas morirían
intentando llegar. Salir del planeta representaba la salvación y todos deseaban
vida para sí, aunque fuera yéndose al espacio, marchándose a buscar una
esperanza, confiando en una cápsula con pocas posibilidades de mantener vida en
el espacio. Buscando una tierra nueva sobre la cual vivir, buscando un lugar nuevo
sobre el cual volver a mirar al cielo sin miedo. Un viaje para quienes sean
valientes, un viaje para quienes no teman morir. Era deber de todos mirar al cielo, cada día.
También se había transformado en un deber bajar la vista cuando veían las cápsulas
estallar, espinas de fuego azul marcando el cielo, arcos que se difuminaban con
las horas junto al pesar de quienes seguían esperando ser testigos de un viaje
exitoso.
Hace
calor. Tengo calor. Por favor respondan, respondan. 44. Veo fuego. Nadie puede
salir, aquí no podremos vivir, nadie podrá jamás salir. Por favor, por favor.
Veo fuego, el espacio se convertirá en la gran tumba del perdido paraíso.
Fuego, fuego. Por favor. Fuego.
Hay
esquirlas brillantes que se precipitan a suelo perforando la atmósfera. Los que
observan se quedan esperando la caída de fragmentos quemados de la cápsula, esa
espina de fuego perdura durante horas fulminando el cielo.
Ella dejó
de gritar un momento. Dentro de la pequeña nave, ella dejó de pedir ayuda porque
entendió que nadie la escuchaba. Las manos se quemaron hasta consumir los
huesos de las falanges que antes sostenían uñas. Las lágrimas quedaron
suspendidas a su lado por segundos, antes de salir encapsuladas al espacio y
quedar vagando a kilómetros de la atmósfera. Las piernas se terminaban en
rodillas calcinadas que permanecían fundidas en cenizas, fragmentos oscuros que
giraron en torbellinos de fuego, desprendiéndose y ensuciando lo que quedó a la
vista. Jamás acabó para ella.
Nadie escuchó el mensaje y ella acabó por quemarse junto a su
nave. Había pasado los últimos tres días de su vida orbitando un planeta que no
podía identificar como el suyo, nada ahí abajo le recordaba su
hogar. Mientras el fuego desintegraba su cuerpo, los restos encendidos
eran guiados por la mano cariñosa, casi maternal de la gravedad.
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