martes, 21 de julio de 2020

Memorias de una boda falsa


No estás pestañeando, me advierte mi rostro en el espejo. Todos los objetos tienen un aspecto sucio, todo tiene encima una fina capa de polvo, lo suficiente como para notarlo si te detienes a mirar. Hasta el reflejo, la superficie replica de modo impreciso la imagen de mi rostro. El breve paseo que decido hacer por el lugar se interrumpe por sillas, ninguna está cerca de la mesa correspondiente, todas orientadas erróneamente hacia el lugar en que se levantó el ocupante; todas puestas con el frente alineado a la puerta principal. Es desagradable que alguien pueda probar bocado porque todo está sucio, todo tiene un aspecto viejo. Todo aquello que ha sido construido con madera deja rastros de polvo y, en lugares particulares, es algo más que polvo el que cae y se acumula; han sido los pies de los comensales los que dispersan los montoncitos de porquería sobre el suelo. La comida ha sido abundante, lo demuestran los platos sucios apilados uno sobre otro y las manchas de todos los colores posibles evidenciando la posición de cada uno, las veces en que un plato iba demasiado lleno o cuando la copa no podía contener el licor después de acercarse a la boca sedienta de algún invitado. El borde de cada mantel tiene manchas de grasa que no pertenecen a la comida servida en esta celebración, se notan cuando alguien pasa cerca y se mueven apenas, se nota lo sucio que está todo, acartonado y tieso por las sucesivas comidas que han soportado y que seguirán absorbiendo en bodas y bodas y bodas. No puedo soportar más el olor de los restos de comida fría, la grasa se ha endurecido y las copas están opacas. Las personas salen de la casa, hablan casi susurrando hasta que escogen el silencio al segundo de poner un pie fuera. El sudor de la gente saliendo se mezcla con el sudor de los que comienzan a llevarse los platos. El último en salir es el cura que daba vueltas por el lugar recogiendo restos de comida en un plato de cartón. Ella se acerca a una ventana que, por suerte, está abierta y afuera oye murmullos. La boda ha terminado. No le queda más que salir y buscar un lugar para sentarse un momento. No recuerda si alguien la espera o si debe quedarse por alguien, decide quedarse a la espera. Pasa minutos intentando olvidar el olor que despedía la gente y un hombre se sienta a su lado, un hombre grande que debe acomodar un poco su cuerpo para estar a su lado sin rozar su vestido. Ella mira al hombre a su lado y le pregunta por su familia, por sus amigos; él la mira de vuelta y se pregunta lo mismo. ¿En dónde están todos? No quiere herirla, pero la respuesta se vuelve audible porque es evidente, porque no tiene que preguntar para saber, porque ya la oyó y no hay nada que hacer: ambos estamos solos, cariño.

Ella mira su dedo y en donde debiera ir un cigarro encendido, ahora ve un grueso anillo dorado, similar al que llevaba su madre en el dedo; no puede dejar de mirarlo con desconcierto y se pregunta por qué su adorado objeto de vicio ha sido reemplazado por un insípido anillo de compromiso. Él no dice mucho, no mira su dedo ni el de su compañera. No hay signos en ningún dedo excepto en el de ella, un anillo indeseado. Con el índice y el pulgar de una mano, gira el anillo en la otra, juega deslizándolo arriba y abajo, sin quitarlo del dedo por temor a encontrar una inscripción en el envés. Una fecha que signifique algo para el hombre a su lado o palabras que le recuerden lo que ella significa para él. 

El hombre mira al frente y dice que deben marcharse del lugar e ir a otra boda. Antes de levantarse toma la mano de la muchacha y, al ponerse de pie, la arrastra con él unos pasos adelante. Ella se levanta apenas, le pesa el cuerpo y más cuando lleva esos zapatos de tacón grueso heredados de una boda que aconteció hace más de cincuenta años, los zapatos de su abuela muerta. El vestido también es algo odiado porque fue desechado en la casa de su familia, se siente incómoda al caminar y al sentarse. Usó las prendas abandonadas como propias, las bodas eran excusa suficiente.   

Dos personas que se odian conviven en un mismo lugar, están metidos en la misma casa. Irreverente rubio de ciento veinte kilos, quien decide que nada importa; recibir patadas no lo detendrá, recibir insultos no le hace sentir mal. Siempre lleva zapatillas con los cordones sueltos y el pantalón de la talla más grande, las camisas formales le quedan bien. Ella tiene el cabello negro, tiene el cuerpo lleno de rígidos conceptos religiosos, no bebe café, no bebe alcohol ni dice groserías. La muchacha con la ropa prestada no entiende por qué ellos viven juntos, no comprende cómo sus vidas personales han acabado entrelazadas, bóxer y calzón en la misma lavadora, secándose juntos en el mismo lugar. La chica religiosa es una amiga de la infancia, es a ella a quien invitan a las bodas. Él es un amante que cambia un cigarro por un anillo de compromiso, es el que acaba yendo a las bodas porque gusta de comer gratis, es el que acaba comiéndose el trozo de torta de rigor. La chica religiosa no está sola, tiene una familia a la que ama. Él está solo y por eso tiene una muchacha que lleva en el dedo un anillo grueso en vez de un cigarro.

Otra celebración, la segunda del día. Van en camino a la casa de la pareja que se comprometerá, ambos me acompañarán a otra boda, la quince o veinte en quince o veinte años. Ambos se abrazan mientras recuerdan viejos tiempos en que compartían fragmentos de sueños, desde que llevan anillo ya ni sueñan. Miran los desastres que ocurren en las calles, mientras caminan, mientras esperan para cruzar alguna calle o pasar por un pasaje. Ella se pierde unos segundos en el abrazo de gigante del rubio, antes de dejar el calor de su cuerpo le susurra: ya no sientes lo mismo. 

Llegan a una casa de estilo rural en medio de la ciudad. Antes de poner un pie dentro del lugar, el dedo que lleva el anillo se mueve de un lado a otro. Desde la entrada del salón principal se alcanza a ver comida cuidadosamente preparada, muchos de los platos sostienen gelatina. Prueba de todo un poco, nada sabe bien. De los presentes, conoce a pocos y no entiende qué los une a los novios. La celebración se traslada a un patio grande y angosto con suelo de tierra. Muchas otras personas la conocen, sin embargo, ella no los conoce. ¿Quiénes son? Entre las personas que se mueven y conversan, hay uno que la mira, uno, uno que conoce desde hace tiempo. El rubio se queda embobado mirando algunos adornos luminosos y ella queda con el sujeto que conoce, casi obligada a quedarse de pie frente a él. El sujeto le lanza una cebolla blanca, pelada y cruda, rebota en su hombro y cae al suelo. Toma un cuchillo aserrado de una mesa cercana, recoge la cebolla y la corta como haría para lanzarla al vinagre producto del vino rancio que ha quedado de otras tantas bodas. La cebolla no se embarra al caer al suelo, sigue blanca. El sujeto desde su lugar, tira tramos de lienzo blanco. Ella, para deshacerse de la lienza, extiende los brazos y gira en el lugar. El sujeto sostiene la madeja con una mano, con la otra la desenvuelve a tramos y la avienta, ella sigue girando, aquello se enreda en su cabeza y cuello. Lo que el sujeto tiene en las manos es una cuerda gruesa y firme, llega a ella delgada y frágil. Su amado no está. El sujeto sigue hostigando con la cuerda, envolviéndola. ¿Debería sostener un anillo su dedo?

El rubio la envuelve en un abrazo gigante, todo es como antes, él toma el anillo y lo tira lejos, saca un cigarro del bolsillo y lo enciende, acaba el gesto colocándolo entre los labios de la mujer que abraza. Estamos solos cariño, lo único que te pertenece es este cigarro.  

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