No era la primera vez que usaba la opción de “auto enviarse” un mail, lo hacía para recordar comprar papel higiénico, comida para perro o tampones, cualquier cosa que podría olvidar al día siguiente. Entendía bien que la incomodaba e inquietaba ver los cuadraditos rojos de notificación sobre el ícono de mail, por lo que siempre revisaba –casi obsesivamente– y ahí aparecían los recordatorios: había transformado, exitosamente, una molestia en algo útil.
Esa mañana revisó su celular como de costumbre, leyó algunas cosas sin importancia, notificaciones y recordatorios varios, terminando en un tipo de mail con el cual no estaba familiarizada: “cuidado con lo que haces”. La sorpresa que le provocó leer esa sentencia, le nubló el juicio unos segundos… pensó que era un error, una broma o alguna promoción muy mal planeada; suspiró y se golpeó ligeramente las mejillas. Buscó la información del mail y acabó verificando la dirección del remitente, pegó un saltito del sillón cuando remitente y emisor coincidían, era ella. Si bien olvidaba con facilidad y usaba los mails para recordar, no era posible que se escribiera “cuidado con lo que haces”, no tenía sentido, no decía algo concreto, sugería cautela y la asustaba. Dejó su teléfono a un lado, se levantó del sillón, y caminó hasta el patio pensando en que un poco de aire fresco le haría bien.
El patio, en ese momento, era el único lugar en el exterior en que podía sentirse a gusto; el mundo se había vuelto loco de un año a otro. Por la televisión y el internet sabía que las personas de la ciudad vivían un infierno, que estaban confinadas en edificios de departamento, que no podían reunirse, que los niños no podían salir a jugar a los parques, que la gente se moría en cantidades preocupantes todos los días. El infierno estaba lejos, muy lejos de ella, porque el pueblo en que vivía estaba a tres horas de distancia de la ciudad más cercana; aunque la paranoia que manifestaban sus vecinos parecía equivalente a los que estaban encerrados en la ciudad. Sabía bien que en un pueblo nada podía cobrar un carácter catastrófico, eso la había mantenido confiada de que esto, como todo, pasaría sin mayores consecuencias. Si bien se sentía tranquila, sentía rabia cuando pensaba en las restricciones que existían en el lugar; su patio se había transformado en su lugar feliz. “Cuidado con lo que haces”, las palabras en el mail irrumpieron con la calma que le infundía su lugar feliz. Miró al cielo y comenzó a preguntarse si debía hacer caso a la advertencia, ya había abandonado la idea de averiguar el origen del mensaje o cuestionar la información de remitente y destinatario; vivía en un pueblo ¿qué era lo peor que podría pasar? Calma ante todo: bajo la sombra de los árboles frutales, percibiendo en la piel los cálidos rayos del sol y esa brisa suave que le acariciaba el pelo, le resultaba imposible mantener por más tiempo una sensación de malestar. Suspiró, cerró los ojos un momento y dio un paso atrás.
Un ruido –que no logró identificar– la sacó de un estado casi hipnótico en donde había logrado un pensamiento feliz: ese mensaje en su mail era algo absurdo. Ya había decidido ignorar la advertencia, cuando el sonido la obligó a mirarse los pies. Un charco de sangre oscura y algunos huesos pequeños embarraban su calzado. Desvió la mirada y se apresuró a buscar algo con qué deshacerse de aquellos restos de animal que había pisado, se le ocurrió quitarse la zapatilla y dejarla a un lado, ir a buscar un balde, sacar un poco de agua de la piscina, tomar la zapatilla y sumergirla completamente. Respirar, calmarse, dejar de pensar en aquello tan desagradable que se había encontrado en su patio; por mucho que intentó, no pudo dejar de pensar en animalillos muertos. Pensó en pájaros, gatos pequeños, ratones e, incluso, conejos. Pensó que era un mal día y lo que acababa de suceder lo arruinaba aún más, maldijo aunque no acostumbraba hacerlo. Respira y mira al cielo, otra vez encuentra un pensamiento feliz, agarra la zapatilla empapada –con la punta de dos dedos– y la tira al fondo del patio. Un animal grande sale corriendo hacia ella. Ella se asusta y espanta tanto que corre hacia la puerta, pero va con una pie desnudo y pisa, de nuevo, la sangre del animal, además se le enganchan algunas ramitas secas mientras continúa corriendo. Por el miedo que siente, no puede detenerse aunque la asquea imaginarse al animal muerto embarrado en su pie, sigue corriendo y los dedos ensangrentados se le tuercen al chocar contra una saliente, grita por el dolor y termina vomitando cerca de la puerta que tanto ansiaba cruzar. Mira hacia el fondo del patio y el animal grande que vio antes no está.
Cálmate, cálmate por favor –se repetía en voz alta–, el animal ya no está, no hay que temer. Con esfuerzo consigue sentarse en el suelo y comienza a examinarse el pie: le tiemblan las manos, siente la pierna caliente, tiene los dedos del pie hinchados y una cruz de ramas de rosal enganchada en la ropa, cerca del tobillo. “Cuidado con lo que haces” se había transformado en una advertencia fiable –pensó–.
III Mundial de escritura - 2020
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