Un gato y un oso están sentados en el sillón, pienso que tiene una manía extraña porque cuando intento ocupar el sillón o dejar mi mochila encima, siempre se enoja y me dice que ese sillón es del gato y el oso; si no está de ánimo para retarme, se levanta de donde esté sentada, toma al gato y al oso, y los deja en otro sillón que esté desocupado. El gato tiene un rostro aniñado, ojos negros brillantes de perlitas plásticas, nariz rosa, bigotes y pestañas de un celeste pálido, lleva puesto un pijama morado: es un gatito bebé antropomórfico. Cuando apareció en la casa, por supuesto le pregunté de dónde había salido y me contó que la polola de su hermano se lo había enviado desde Kiev, Ucrania. Aún sabiendo que ese gatito fue confeccionado a mano –a croché– en un país del otro lado del mundo, no me parecía que mereciera su propio sillón en esa casa; tampoco venía de una persona querida, sino de la polola de su hermano (con el cual no tenía buena relación); tampoco era algo extraordinario, sólo un gatito bebé que había sido hecho en Kiev y enviado a otro continente. Con el oso me parecía más convincente que tuviera un espacio reservado en esa casa. Sabías que era un oso pardo por el color café de la cara y las orejas que sobresalían de su casco de astronauta, el resto te lo tenías que imaginar porque llevaba una réplica exacta de un traje espacial, unos estampados del traje sugerían cierta importancia: una bandera de Estados Unidos, un logo de la NASA, uno del Apollo 14 y uno de la “Smithsonian Institution” (y una etiqueta bastante llamativa que mostraba un sol amarillo en fondo celeste, además de recalcar que el oso astronauta había sido comprado en la “Smithsonian Institution”). El oso salió de una feria de las pulgas, estaba en muy buen estado, excepto por el frente del casco; era un plástico estropeado por el maltrato hacia el peluche. Ella se llevó el oso a casa y le quitó el plástico descosiéndolo del peluche, la cara del oso se enfrentó al exterior por primera vez y ella acarició ese rostro suave. Un oso del Apollo 14 de nacionalidad estadounidense y un gatito bebé que nació en Kiev: no, aún no me parecía que esos dos peluches merecieran un sillón para ellos solos.
Siempre me llamó la atención su manía con los peluches, juguetes y objetos pequeños de otros países, me parecía aún más extraño porque yo sabía que odiaba viajar. Le gustaba también tener recuerdos de otros países –a los cuales no había ido–: el refrigerador de la casa estaba lleno (de arriba hasta abajo) de figuritas magnéticas adheridas. Cinco peluches: dos conejos idénticos con corbatín azul, un tigre, un mono azul de Plaza Sésamo y un M&M verde con labios pintados. Recuerdos de lugares turísticos que no conoce: un autobús lleno de gatos de Kiev, un antiguo automóvil rojo de Cuba y una flor celeste y rosa de Isla de Pascua. Gatos negros en posición de juego (de goma), cuatro Vespas alineadas (de metal), dos pancitos con rostro (de espuma) y un montón de imanes de librerías, ferias del libro, retratos de gatos antropomorfos, frases en pro del orden de la casa, ilustraciones de creadores locales.
No, no hay caso. Decía que le molestaba que la gente dijera “me apasiona viajar”, porque creía que no era cierto. ¿Cómo era posible que a la gente le gustara quedarse fuera de su casa, con todas las incomodidades que eso significaba? ¿por qué se aguantaban horas y horas de viaje sentados para estar un par de días en algún lugar extraño? ¿para qué viajar a otro lugar cuando podías ver todo el mundo (y el espacio) desde tu computador? Ella no lo entendía, yo no la entendía a ella.
III Mundial de Poesía - 2020
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