Una señora de mi edad no debería hacer filas de ningún tipo. Claro, hay filas preferenciales y trato especial para mi grupo etario –viejos quejicas–, pero es indigno que una mujer como yo deba moverse de su casa para estar mucho tiempo de pie esperando que la atiendan. Hemos hecho mucho por este país, luché por mi familia y mis hijos, ahora por mis nietos; no soporto tener que estar de pie haciendo de tonta en la calle, con el sol en la cara y otros viejos murmurando detrás y delante de mí. Los jóvenes tienen que hacer filas, ellos pueden hacerlo perfectamente y la vida no se les va de las manos. No acostumbro maldecir, pero ¡diantres!
Llevo más de una hora de pie, la fila no avanza y comienzo a contar las razones para seguir ahí y las razones para dejar de estar ahí; al final del conteo, gana la opción de abandonar. Me salgo de la fila sin decir palabra, camino al centro, quiero un helado o algo dulce para que se me quite la rabia. A medio camino me encuentro con una amiga, una que no veía hacía mucho. La abrazo y me cuenta que llamó a José, de nuevo. Me cuenta que es la décima vez en el año, esto viene desde hace décadas; me revienta que no sea capaz de decirle siquiera una palabra a José. Yo conocí a José hace décadas, cuando aún nos tratábamos como “adultos” y no como “viejos”, lo presenté con mi amiga y ella se enamoró de inmediato. Si bien salieron por un tiempo y estoy casi segura de que tuvieron algo muy íntimo, dejaron de verse porque ambos eran adultos casados; decidieron continuar con la familia y por los hijos. Me tiene harta, me desespera con su lloriqueo, le dije mil veces que debía hablarle cuando lo llamara, pero no, no es capaz de decir una palabra. Me interrumpe un sonoro estornudo que sale de ella como si fuera una explosión, ella tiene los ojos llorosos y siento pena por ella; se ve como una niña a quien le han quitado un juguete. El estornudo fue un último intento de ocultar la tristeza, siguió contándome la historia que yo conocía, pero le agregó un detalle más. Se sonó la nariz. No le habló –como de costumbre–, pero esta vez se alegró de que estuviera vivo. Yo la miré y fingí que debía ir a otro lugar, me despedí y me fui murmurando. Salir de una fila para terminar en un drama sin solución posible me había provocado ira, sentía un vacío en el estómago y lo único que deseaba era poder sentarme a comer un café helado.
Un local céntrico, una mesa vacía. Pido mi café helado y todo continúa mal. El muchacho que me atiende no entiende lo que le pido, me pregunta si deseo un café y un helado, le digo que no, que es un “café helado”; termino pidiéndole a una señorita que tome mi pedido. Se demoran, las personas en las otras mesas comen y disfrutan mientras yo sigo sentada esperando mi café helado. Cuando la señorita llega con mi pedido, el chocolate está chorreando fuera de la copa larga y el plato, la cuchara está pegajosa; la crema se cae por los bordes y el helado se hunde de a poco en el café, las galletitas están molidas y el aspecto es desagradable. Pienso que si está rico, poco importa que el aspecto no sea lindo. Nada, nada está bien en ningún lugar. Las galletitas están húmedas y no crujen en la boca, la crema tiene sabor a refrigerador, el helado está rancio y el café no tiene azúcar; el mal sabor de cada ingrediente y el amargor del café provocan que arrugue más el rostro –si es que eso es posible, tengo ya setenta años–. Me levanto enojadísima, le reclamo a la cajera y pongo los billetes sobre la mesa, me voy sin recibir boleta y tampoco palabras de nadie. Camino iracunda, me subo al primer colectivo que pasa; el chofer intenta entablar una conversación conmigo, ni le contesté, ni lo miré en todo rato. El sujeto se detenía cada par de cuadras, subían y bajaban personas, estuve media hora sentada dentro esperando a que el chofer recordara que yo estaba dentro. No pude contenerme: ¿Este colectivo para en algún momento o estamos yendo todos a tu casa? El chofer se detuvo y me dijo que mejor caminara, me dejó a cinco cuadras de mi casa. Me fui murmurando y gritando cada par de pasos, era el colmo; ese había sido un día terrible.
Al llegar, mi nieto sale corriendo para recibirme, me abraza y me dice: “ñaña, te quiero”. Tiene tres años, apenas habla y acostumbra llamarme ñaña, me gusta. Mi otro nieto sale detrás del pequeño, tiene quince y está en la edad difícil, no me abraza, pero me gusta que sea capaz de oírme aunque no sienta un mínimo interés en mis historias de vieja quejica. “¿Qué te pasó, ñaña? Otra vez te tragaste la rabia, tienes la frente muy arrugada”. Sí, le digo, muevo un poco la cabeza, sé lo que va a decirme. Ñaña ¿hace cuánto que no luchas? ¿por qué no dices lo que piensas?
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