Mi abuela nació en un pueblo que ya no existe y vivió la mayor parte de su vida en un pueblo que también desapareció. Trabajó desde muy joven para familias extranjeras: cocinaba, lavaba, limpiaba y se encargaba de todo en esa casa ajena. Se fue a un pueblo lejano con una maleta llena de sueños –literal–; cuando abandonó su pueblo natal, ella no tenía posesiones. Vivió más de cuarenta años en ese lugar. Trabajó para muchas familias. Alguna vez le ofrecieron salir del país y seguir trabajando como nana en Canadá, ella rechazó la propuesta. Conocí a mi abuela apenas nací, su casa y la de mi familia estaban frente a frente, separadas por una calle de un par de metros de ancho. Los números de las casa eran “D-208” y “E-208”.
Cuando mi abuela se jubiló, comenzó a visitarnos a diario: llegaba a las 8:00 de la mañana y se iba pasadas las 20:00. Cada día de mi infancia la vi, cada vez que nos visitaba me traía embelecos.
Mi abuela era una persona odiosa en cierto sentido, muy terca y entrometida. No había objeto de la casa que no tomara o cambiara de lugar; si había algo escrito, lo leía; si había algo cerrado, lo abría; si había algo apagado, lo prendía. Era como si viviera subordinada a un impulso invisible que le impedía quedarse quieta y permitir que las cosas estuvieran en alguna posición que ella no había determinado. A pesar de que no se movía rápido, cuando sonaba el teléfono, se esforzaba para llegar y contestar: deseaba saber quién llamaba, para qué y a quién; no podía quedarse con esa duda. Lo mismo con los visitantes, aunque si no alcanzaba a llegar a la puerta, ella miraba por cualquier rendija que le quedara cerca y oía las conversaciones (aunque duraran horas).
Según recuerdo, mi abuela veía a gente desconocida rodeando su cama; a menudo gritaba y pedía ayuda porque había otras personas con ella y no sabía quiénes eran. Eran alucinaciones, nadie entraba a la casa más que la familia directa y cercana. Se le diagnosticó demencia senil. En casa la ignorábamos cuando gritaba porque sabíamos que nada era cierto: no había hombres robando sus joyas, no había hombres en el patio, no había hombres intentando llevarla a otro lugar. Nadie podía cuidarla en el estado en que estaba, no podía ponerse de pie, no podía comer por sí misma, no podía asearse o discernir entre algo real y algo imaginario.
Yacía inmóvil sobre la cama. La cabeza reposaba sobre una almohada baja –cuando jamás había podido dormir con el torso alineado con la cama–, una trenza larga descansaba a un lado y le llegaba hasta el hombro; el resto estaba cubierto con una manta a cuadros. Gran parte de su cuerpo había desaparecido, los meses que pasó postrada le habían quitado, al menos, veinte kilos de encima. Tenía la piel del rostro pegada a los huesos, jamás la había visto tan delgada y, en ese momento, se parecía a mi abuela materna… sí, era obvio, por el peso de más no se notaba la similitud, pero ambas eran medio hermanas. En la muerte se parecían mucho, el rostro era el mismo.
En el cementerio, metieron el cajón en un lugar erróneo y mi tía lo notó, tomó la palabra y dijo en voz alta: “se equivocaron, el nicho está en otro lugar”. Mi padre la miró y dijo: “suspicaz, la vamos a dejar en el nicho definitivo más tarde”. Una hora después, cuando todos se habían ido, abrimos el cajón, sacamos algunas mantas enrolladas (que se habían puesto para mantener el cadáver quieto) y metimos a mi bisabuela forzando un poco las piernas de mi abuela, acomodando ambos cuerpos para que pudiera cerrarse el ataúd. No hay más espacio en los cementerios, hay que aprovechar los nichos y, muchas veces, se ponen dos o más muertos en el mismo cajón. Mi bisabuela tenía el tamaño de una niña de siete años, llevaba décadas muerta. Se había encogido hasta quedar como una figura diminuta, sólo los huesos dentro de un saco de piel seca; se momificó el cuerpo, a causa de la posición en altura del nicho. Nos dijeron que era extraño que pasara, pero fue una forma justa para enterrarlas en el mismo lugar.
III Mundial de Escritura - 2020
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