Mamá ¿puedo salir a jugar?
La pregunta
se movía en la oscuridad de la habitación, lenta como la brisa veraniega,
rodeada de la magia de la niñez, su madre era la reina silenciosa en el trono
móvil con cuatro ruedas apuntando en la misma dirección. Su madre era tan
silenciosa como las flores del jardín que tanto admiraba, las ventanas –de día
o de noche– permanecían abiertas, las cortinas parecían fantasmas guardianes
que, además, aconsejaban a la madre reina.
¿Puedo?
Reina jamás
habla, reina mira afuera y mueve su mano apuntando al exterior, esa es la señal
para salir a jugar.
¿Puedo salir?
Recordaba
bien sus propios sueños y los que tenía para su madre. Sabía que ella no podrá
levantarse, sabía que ella no podía hablar. De pequeña imaginaba que su madre
conversaba con las flores, por eso no tenía tiempo para hacerlo con ella. De
pequeña también creía que su madre era la reina y por eso no podía dejar su
hermoso carruaje de cuatro ruedas –dos grandes y dos pequeñas–. ¡Sólo levanta
tu mano para que pueda salir! Su madre seguía igual, no se movía, no dormía,
una mujer mayor se encargaba de su madre y de ella desde que tenía memoria,
ella no sabía si su madre estaba enferma o loca, incluso sospechaba de un
terrible sufrimiento que debía de tolerar cuando joven; se le habían acabado
las explicaciones. Ella se limitaba a salir y regresar, a preguntar y cavilar
razones. Cuando se le acababa la paciencia, su madre levantó la mano en
dirección a la ventana, le indicaba que podía salir.
Chao.
Se había cansado
de preguntar y perder el tiempo hablándole a una inútil enferma, su madre no la
entendía, simplemente respondía con un reflejo voluntario a su presencia. Ya
estaba cansada, llevaba un tiempo ahorrando para largarse ¿quien se encargaría
de su madre ahora? ¡daba igual! en un tiempo más se iría. Recordó de repente
que de niña creía ser la princesa en el reino de la mujer silenciosa, acabó
abrazando a su madre.
Tenemos que
hablar.
¿Qué quieres
hablar conmigo? tú cuidas a mi madre.
Según me
especificaron cuando tú eras una cría llorona, mi trabajo se pagaría hasta que
se acabara el monto inicial, aquello correspondía a la herencia que te dejó tu
padre, sin embargo, el dinero se acabó, yo no trabajo más aquí a menos que tú
me pagues el cuidado de tu madre.
No, yo me
largo de aquí mañana, tú puedes hacer lo que quieras.
Pues ven
aquí.
La mujer
caminó directo hacia la pieza de mi madre, se paro detrás de la silla y levantó
las ruedas traseras tirándola al suelo, las extremidades fueron a parar lejos
de su cuerpo, su vestido lo alborotaba el viento. Las caderas de madera
descoyuntadas era la obvia fuente del atroz sonido de la caída.
Aquí termina
todo, no intentes buscarme, no preguntes nada, aquí –en el mono de madera- no
encontrarás nada.
Madre ¿puedo
salir?
Le había
tomado cerca de un mes volver a armarla, dejarla como estaba y descubrir el
mecanismo para levantar su mano naturalmente. La abrazaba antes de salir y
cuando llegaba a casa, no podía concebir un nuevo día sin el perfecto gesto de
la reina en su carruaje.
Publicado en Revista Cultural Musaraña N°127