miércoles, 14 de diciembre de 2011

Las extrañas noches de la revoltosa Joanne [1]

Joanne al estilo de las viejas persecuciones, ella caminando a paso inseguro, ella y sus piernas cansadas de llevarla por las noches a recorrer la ciudad. El gran ojo del cielo está abierto y el máximo de luz sobre la ciudad consigue darle un poco de seguridad, pero vendrán a por ella de todos modos. Hay pocas características que la distinguen como una mujer y es que Joanne aprendió a ocultarse, a desaparecer de la vista de cualquiera que se atreviera a mirarla a los ojos -rojos, tristes, temerosos. Sentía que la seguían, cruzó corriendo algunas calles e intentó perder, a quién estuviera siguiéndola, entre callejones y esquinas. Llevaba una pequeña caja entre las manos, cerrada y cubierta con avisos de “peligro”, su contacto tenía algunas manías con las entregas de mercancía, especialmente con “la cosa rosa”, aquella que venía recibiendo de las manos sudorosas de Joanne, el mismo objeto que intercambiaban cada jueves, a las doce de la noche en punto, en la intersección de Saint Muerte y Alabastro. Luego del extraño sonido -un chasquido-, un par de tipos salidos de la nada intentaron tumbar al destinatario, la “cosa rosa” voló sobre sus cabezas, Joanne se lanzó al suelo y pudo amortiguar con su cuerpo la caída del objeto, pero algo alcanzó a filtrarse. Se había lanzado a abrazar lo desconocido ¿acaso moriría al ver el misterioso contenido de la caja? debía proteger la caja y entregarla, o su contacto la mataría si es que lograba escapar con éxito del par de sujetos que habían intentado interceptarla. Al abrir sus ojos, Joanne pudo ver un resplandor rosa escapando de la caja, todos sus miedos desaparecieron y una sensación de extraña inquietud comenzaba a saturar cada centímetro de su piel. Su mente se adormecía con la densa nube rosa que se escapaba de la caja y se introducía a su cerebro. Saint Muerte se presentó en persona y comenzó a bailar rodeándola, haciendo piruetas de cuando en cuando, evitando tropezar con sus pies ataviados con largas trenzas de cabello rojo, Joanne sentía el insistente tintineo de los cascabeles cosidos directamente sobre su piel, en los retazos desnudos de su cuerpo. Alabastro ¡el tremendo Alabastro! quejándose de no poder volar, aleteando inútilmente, de allá para acá, saltando, corriendo, agitando las alas ¡ay Alabastro! el maestro tremendo Alabastro. Joanne enferma de inquietud, Saint Muerte bailando y sudando, Alabastro aleteando sobre la calle. Joanne mirando la “cosa rosa”, Joanne tragando la “cosa rosa”, Joanne escapando de la intersección de Saint Muerte y Alabastro.

domingo, 11 de diciembre de 2011

Cortas memorias de una acumuladora


Noviembre/23:49. Una perra sentada, mis manos iban llenas, la basura de día sábado es especialmente abundante. Una perra blanca sentada, arrinconada por otros tres perros, tengo los nudillos fríos, me duelen las manos, llevo un par de contenedores plásticos de olor avinagrado. Una perra intentando ser montada por un perro negro, intenta hacer que la perra se levante y así penetrarla, apuro el paso y cambio de acera, aquellas escenas no deben distraerme de mis actividades nocturnas, no deben interponerse entre los contenedores y yo. La perra se quejaba, se escuchaba su llanto lastimoso, di un pequeño vistazo atrás y allí estaba el perro negro contorsionando sus caderas al ritmo de la necesidad, miré adelante, la curiosidad ya me fastidió el horario. La perra estaba resignada, el perro negro no alcanzó a acabar cuando otro se estaba montando, eran tres y faltaba uno pequeño, bastante sucio, seguí caminando hasta que no pude escuchar su llanto, mis manos estaban adormecidas, iba atrasada, ya no recordaba de qué color eran sus pantalones.

lunes, 5 de diciembre de 2011

La teoría del viaje zigzagueante

Hablaba cierta vez con un tipo, un tipo común y corriente, con pantalones ajustados y esa actitud de saber el porqué pasan todas las cosas, vientre abultado –demasiado tiempo leyendo decía él, demasiado tiempo rascándose los sobacos decía yo–; siempre parecía pensar, era la eterna reflexión interna poco coordinada con las funciones motoras básicas (una mirada al cielo, preguntándose si los marcianos tendrían sus propias enfermedades sexuales marcianas y se le arrancaba un pedo bastante sonoro que intentaba “cubrir” dando unos pasos adelante). La cuestión era que, aunque tenía todas las respuestas estaba constantemente dificultando mis decisiones con sus dudas acerca de todo lo que hacía, me enfermaba cuando me preguntaba por qué no tomaba provecho de esto o de aquello, que era mi deber sacar ventaja del engaño y la mentira… realmente era agotador tener una conversación con él. Seguí caminando sin hacer mucho caso de nada, los satélites estaban activados ese hermoso e inusual día de octubre. El tipo preguntaba y lo único que yo podía escuchar (de sus labios brillantes y perfectamente cuidados) era un murmullo insoportable; me detuve, giré hasta quedar de frente a él y le dije, apenas moviendo mis labios, que los satélites sabían lo que nosotros estábamos pensando, que le fulminarían apenas se le ocurriera algo indebido o, incluso, aunque él solamente pensara que tenía la certeza de que pensaba algo indebido; la muerte estaba aseguraba. ¿Satélites? ¡por el amor de Dios! pero qué dices –soltó él como reprochando algo sin importancia, debía de tener muchos cojones porque el jodido satélite estaba sobre nuestras cabezas. Vete de aquí –le dije haciendo un pequeño ademán con la mano derecha–, solo pensaba que si él no me hacía caso me vería obligado a poner en práctica la T.V.Z. (la teoría del viaje zigzagueante), no es una técnica depurada, no está lista ¡maldita sea!. El tipo retrocedió algunos pasos, quizás mi rostro no era tan tranquilizador, quizás sabía algo de la T.V.Z. y los satélites leerían mi plan de escape a través de su mente. TVZ: recorrer unas cuadras cambiando de dirección al finalizar alguna de ellas, de esquina a esquina siguiendo un patrón oblicuo a través de la ciudad, una esquina luego a la izquierda, luego de frente y de nuevo a la izquierda.¡Paf! el sujeto se desplomó cuando yo estaba cambiando de dirección justo a una cuadra de distancia de él, la T.V.Z. había sido descubierta, el próximo blanco sería yo con mis delirantes ideas sobre viajes zigzagueantes. [A,1] caminé rápido, sin mirar al sujeto que aún se retorcía humeando. [B,1] un gota de sudor recorrió mi frente, saló la comisura de mi labio. [B,2] miré arriba y allí estaba, seguía sobre mi cabeza. [C,2] la soledad de aquella calle me permitió apurar el paso. [C,3] me sentí cansado, inspiré profundo, solté el aire tan rápido que mis pulmones quisieron manifestarse por el esfuerzo y una punzada del lado izquierdo me distrajo dos segundos. [D,3] rayo, rayo mortal a pocos centímetros de mi pie derecho ¡ay! mi pie está muy caliente, probablemente quemado. [D,4] no podía permitir que me alcanzara, mi teoría no era perfecta, pero la había estudiado bien. [E,4] el satélite no está arriba, luego del séptimo cambio de dirección en mi trayectoria ¡el satélite desaparece! mi vida está a salvo, tengo cautela al seguir mi camino zigzagueante, otro satélite puede aparecer. 

[A modo de editorial en Revista Literaria Escarnio N°23 / Octubre 2011]

jueves, 17 de noviembre de 2011

Me limpio el chocho con billetes de mediana denominación


Con un paso en falso mi rostro va a dar cerca de la taza del baño, de rodillas el olor ácido del vómito llega a mi nariz, me levanto y una arcada alcanza a deformar mi rostro. Me bajo los pantalones tratando de no dejarlos caer al piso y bajo mis bragas, tengo prisa.  Me equilibro cerca de la taza, me da asco que mis piernas toquen algo que ha estado en contacto con otras miles de piernas -piernas de señoritas con urgencias urinarias. Largo el chorro rápido, con mi trasero lejos de la taza, acabo. Busco en mis bolsillos algo para limpiarme, solo encuentro un pequeño rectángulo rojo con un rostro apático, bueno -me dije-, después de todo es papel.

martes, 15 de noviembre de 2011

*** [Segunda parte]


Nicolás, un nombre absurdo para un ser imposible, ya es extraño que esté vivo, aún, tras escapar de mi hogar y enfrentarme al mundo exterior desnudo y deforme. Mi padre no quiere saber nada de mí, me envía dinero y una carta con unas cuantas palabras que jamás cambian «No regreses, no quiero verte jamás», supongo que me envía dinero porque así no tengo excusas para volver a casa, para volver y colgarme de los cálidos brazos de Ana. No le culpo, hace lo que le dicta su humanidad.

domingo, 30 de octubre de 2011

*** [Primera parte]

    I.- Nicolás nació bajo el signo de géminis una noche cálida de luna menguante, la luz se filtraba a través de los vidrios azules de los ventanales, las pequeñas hojas del ficus que adornaba una parte del jardín proyectaba sombras en la paredes contiguas a la ventana, las figuras oscuras parecían insectos caminando sobre los objetos de la habitación. Nicolás deslizaba sus dedos entre los cabellos de su madre, ambos descansaban sobre una cama desordenada. Anaís cantaba y a Nicolás le pareció que un ángel susurraba a su oído, una pequeña señal de que él estaba demasiado cansado.
     La madre de Nicolás notó algo extraño en el cuerpo de su hijo apenas lo recibió de manos de la partera, ambas mujeres se miraron inquietas y decidieron guardar silencio. El padre de Nicolás lo vio algunas horas después cuidadosamente envuelto en varios pañales de tela blanca, apenas asomaba un poco de fino cabello negro coronando su cabeza, el padre emocionado intentó con sus dedos descubrir el rostro de su hijo dejando entrever un poco su pecho, mientras lo hacía la terrible mueca de dolor en su rostro describió sin palabras el trato que recibiría Nicolás el resto de sus días.
Ana, la madre, se sentía inquieta cuando tenía que cargar a su hijo recién nacido, había en él extrañas taras que parecían más evidentes cuando ella se dedicaba a observarle, un agujero cercano al cuello del niño le producía una terrible sensación de vacío, varias veces no pudo contener el impulso de introducir su dedo queriendo descubrir cual sería el límite del agujero provocando el llanto incontrolable de Nicolás. La enfermiza curiosidad de Ana por el cuerpo de su hijo la convirtió en una esposa esquiva, totalmente dedicada a los cuidados de Nicolás; luego de arreglar para ella una cama al lado de la cuna del niño, comenzó a hacer dibujos de él. Las observaciones y varios esbozos de la figura de su hijo la llevó a descubrir inusuales formas que se iban acentuando a medida que pasaban los meses; una protuberancia poco pronunciada sobre sus hombros se convirtió en una joroba que inclinaba su cuerpo al dormir, lo que parecía ser un pequeño pie escapando desde su pierna izquierda desarrolló dedos bien definidos incluyendo uñas y un movimiento inquietante, el brazo izquierdo bifurcándose llegando a diferenciarse en dos manos iguales del mismo lado del cuerpo, el brazo derecho rígido terminado en un muñón indiferenciado se convirtió en una extremidad de nueve dedos asomándose.
Nicolás era, como primogénito, el único heredero de la familia; la madre no quería embarazarse a pesar de los intentos de su esposo por convencerla, ella amaba demasiado a Nicolás y no permitiría que otro hijo le restara valioso tiempo a las observaciones y cuidados del niño. El padre jamás perdonó el rechazo de Ana, por lo que relegó a ambos a un par de habitaciones alejadas de la suya, cada año encargaba a sus sastres de confianza tres trajes a la medida para su hijo, además de un par de zapatos y un reloj de bolsillo. Al poseer diez relojes, Nicolás preguntó por la razón del distanciamiento de su padre, su madre guardó silencio un par de minutos y comenzó a llorar amargamente, abrazándolo y mojando con sus lágrimas el cuello de su hijo. Muy cerca del agujero que tanta curiosidad le causaba a Ana cayó una lágrima, Nicolás sintió un ligero escozor y Anaís dio su primer signo de vida.
La obsesión de Ana iba más allá de todo lazo afectivo con su hijo, el mundo giraba alrededor de las necesidades de su amado Nicolás. El cuerpo del joven podía sostenerse por sí mismo, aunque le había costado años aprender a mantener el equilibrio sobre sus piernas ayudado por un bastón coronado por un pomo de ámbar y contra todo pronóstico había aprendido a escribir. Su madre le acompañaba en sus paseos nocturnos por los jardines aledaños a la casa, su padre no consentía que otras personas le vieran, así su vida se desarrollaba principalmente a partir del anochecer. Ana descubrió en Nicolás el amor que con su esposo había perdido, además de una juventud que recién florecía con las primeras erecciones que experimentaba con curiosidad su hijo y que en ella despertaban un deseo incontenible. Cuando Nicolás cumplió los dieciséis años preguntó a su madre sobre las reacciones que tenía su cuerpo, la mujer optó por aprovechar la curiosidad de su hijo y utilizar su propio cuerpo como ejemplo, desnudándose y provocándole para que dejara a su instinto actuar. Ana cayó de espaldas a la cama, excitada, sintiendo la mirada de su hijo sobre su pecho desnudo, Nicolás se acomodó sobre su madre, con dificultad podía mantenerse sentado sobre su vientre, observándola atento, escuchando los jadeos de la mujer y, por primera vez desde su nacimiento, sentía asco por verse enfrentado a un cuerpo tan hermoso siendo él un ser extraño e incompleto. Nicolás no comprendía las intenciones de su madre, no sabía bien qué debía hacer en aquella situación, se sentía confundido, excitado, fuera de sí. Al ver la mujer cierta duda en el rostro de su hijo le miró con ternura y lo tomó con fuerza, empujándolo para cambiar de posiciones sobre la cama. Nicolás se sintió bien, su cuerpo tumbado no le significaba grandes esfuerzos, Ana tocó a su hijo como su esposo solía hacer con ella, provocando pequeñas contracciones en las extremidades de su hijo.
    Ana intentó reconciliarse con su marido luego de la huída de Nicolás, pronto encontró la muerte de la mano de un abrecartas. Después de cinco años de relaciones incestuosas con su hijo, ella sintió la culpa a flor de piel cuando Nicolás se fue a conocer el mundo que su padre le había negado de pequeño.

"Robalibros" boys of San Pedro street.

Maldecir, beber hasta vomitar… continuar bebiendo. Fumar tabaco enjabonado, tabaco de colillas olvidadas en callejones, de cigarrillos olvidados en pabellones de emergencia ¡ja!, todo en pipa; aparatos saturados de nicotina, alquitrán tibio empastando las paredes interiores de las boquillas, cada pipa espejo de un muchachito perdido en la lluvia. La brisa llevándose el humo, los anillos formados por una boca juguetona y el aliento caliente de las bocanadas que apenas pueden separarse de la tos frecuente en ellos en los meses de invierno. Caminatas interminables, temores confundiéndose con los peldaños del mar, el frío, las plazas vacías, la humedad de la madrugada adornando el cabello extraño que jamás peinan, zapatos desgastados y la marca de las vías del tren a sus espaldas. Orquídeas, inflorescencias monstruosas y el rabioso brillo de la luna llena, el pie ensangrentado de quién no se soporta a sí mismo,  las manos retorcidas sosteniendo la pluma viva y ¡oh el deseo de continuar sosteniendo el papel hasta el ocaso en tierra!. Un buen día de beber, de aspirar la tarde, caminan por la calle San Pedro y se detienen ansiosos, pocas veces miran a los transeúntes, pocas veces se encuentran y se permiten compartir sus vicios, cuando hablan lo hacen bajo el nocturno brillo plateado, en bosques desconocidos, en playas ocultas, bajo techo son la generación de nombres olvidados entre los anaqueles polvorientos de las bibliotecas, en la última página en blanco el registro escrito rápidamente por una mujer despreocupada, los nombres de jovencitos deseosos, anhelando el áspero olor de las páginas envejecidas, los amarillentos mapas que albergan la palabra, la palabra deseada, la palabra oculta, el delicioso sabor del secuestro de un libro olvidado. Las encargadas tomando café y mirando el minutero del reloj, la biblioteca y el polvo, los muchachitos palpando la vejez atrapada en un libro, excitación, el fino arte de la prestidigitación frente a ojos ciegos al espectáculo, caminar de vuelta y beber, caminar descalzos sobre las hojas mustias y la sucia agua de las piletas que adornan los parques. Y los perros ¡sí! perros babeando, olisqueando tras las huellas de los muchachitos: pequeños, algunos rabiosos, sarnosos, perros por dentro secos y delicadas mascotas creyendo entender por qué siguen los pasos de un trío de desconocidos, jadeos, dientes, el perfume de la calle ¡el desprecio del muchacho suicida, del muchacho loco, del muchacho custodio! inmundo embustero de apariencia tierna que apareces en forma de perro desamparado ¡¿qué haces animal?! ¿buscas la tierna flor de la locura? ¿el adorado destello del caos? ¿el triángulo castaño que jamás poseerás?… ¡qué más da!, a nadie importas, a nadie ladrarás. Sigue el reloj a cuenta acelerada, en la solapa lleva una orquídea, el hombre de gabardina saca un libro del bolsillo interior y lo hojea con cuidado, acaba de secuestrarlo de la biblioteca de la calle San Pedro, décadas después de que los muchachitos caminaran por sus calles. Los perros siguen durmiendo a sus pies y el último verso proclama… el hombre cierra el libro y enciende un cigarrillo/ se levanta y acaba bebiendo en un bar cercano/ está solo/ en una ciudad desconocida.

[Editorial Revista Literaria Escarnio N°20 - Julio/2011]

lunes, 5 de septiembre de 2011

Beber es un ciclo de tener el control y perderlo

El insistente timbre del celular me despierta, al responder me sorprende la voz de mi madre, ¡feliz cumpleaños! -me dice-, ella es la primera que me desea un feliz cumpleaños. Siempre agradezco su saludo, pero no deja de molestarme el hecho de que cada año, sin falta, me llame a las siete de la mañana.
Birdo y Yoshi, mis gatos, maullan de hambre. Son gatos viejos, tienen cerca de trece años, algunas personas dicen que es un milagro que aún estén vivos y sanos, yo digo que la buena vida que han tenido es la causa de su extraordinaria longevidad. Me levanto, pues no consigo volver a dormir, además Birdo comienza a rasguñar mi pijama.
Vivo en un departamento en el primer piso de un edificio, me fascina la vista, a pesar de no gozar de altura. Estiro mi cuerpo a medida que recorro el departamento y voy abriendo todas las ventanas mientras acomodo detalles que a mis ojos están fuera de lugar, giro una pequeña figura que representa una llama, golpeo algunos cojines que parecen aplastados y recojo un montón de papeles que olvidé sobre la mesa. Mis gatos caminan rapidamente a las ventanas que dan al balcón y se acomodan en el jardín que luce acogedor, sirvo comida y agua para ellos, dejo los recipientes cerca del balcón, así pueden comer cuando quieran. Voy al baño y me arreglo un poco. Enciendo la radio y voy a la cocina, tengo en mente preparar un desayuno especial, después de todo, hoy es mi cumpleaños.
Vivo hace unos cinco años con Jennifer, la conozco hace más de veinte años. Me ofreció una habitación y la acepté, como no tengo un trabajo estable, en vez de pagarle el alojamiento me hago cargo del departamento. Ella es Psicóloga y siempre está muy ocupada con su trabajo, solamente la veo muy temprano en la mañana y muy tarde por la noche. Le preparo desayuno, almuerzo -que se lleva al trabajo-, y por la noche, la espero para comer algo. 
[...]
Es una vida bastante agradable y relajada, estoy feliz de vivir con Jennifer, ella siempre me ha apoyado y de algún modo se ha hecho cargo de mí. Solo me quejo de mi salud mental, pero Jennifer siempre soluciona mi vida, por eso no me preocupo.
Termino de preparar el desayuno y recuerdo que Jennifer tiene el día libre, aunque sé que no le gusta que la molesten mientras duerme, decido despertarla para el desayuno. 
¿Estás ocupada? -me pregunta-, le digo que no se preocupe de nada. Mientras tomo una ducha escucho la radio acompañada del suave sonido de cambio de página. Salgo del baño y la veo husmeando en mis papeles, tiene esa costumbre de revisar cada cosa que escribo, además de emitir una opinión sea o no de mi agrado. Esta vez se reserva el comentario, pero a cambio dobla algunos hojas y las mete en sus bolsillos. Me dice que en media hora estará "lista" y saldremos a celebrar mi cumpleaños. Ya son las nueve de la mañana y estamos tranquilamente disfrutando un café acompañado de medialunas, conversamos un poco y me cuenta que el amor ha tocado su puerta. Estoy un poco enfadada porque cada vez que tiene un amorío, termino relegada al olvido. Yo nunca he tenido suerte en el amor, de hecho hace mucho me di por vencida, realmente me molesta la gente que se acerca a mí con intenciones amorosas, incluso los amigos muy "pegotes" me desagradan. Finalmente termino preguntando quién es el afortunado. A la hora del almuerzo compramos un par de dulces y jugos, la idea es armar un picnic. A media tarde me comunica su decisión de vivir con su nuevo amor, además de insinuarme que soy una molestia para la relación. Esa misma tarde decido arreglar mis cosas y volver a vivir en mi automóvil, no es la gran cosa, pero si pude vivir un año allí, supongo que puedo volver a hacerlo. Mis gatos sufren más que yo con todo el cambio, pero no me queda otra alternativa por el momento.
Lo más importante si vives dentro de un automóvil es tener poca ropa y ese, desde luego, no es el problema, el gran problema es que tengo más escritos de los que puedo guardar. Por el momento dejo mis ideas de fuga, me iré en la mañana, hoy disfrutaré lo que me queda del feliz cumpleaños.
Ya de noche llegamos al departamento, minutos después comienza el movimiento, Jennifer ha invitado a varios de sus amigos a mi fiesta de cumpleaños. Mientras la gente se sienta, Jennifer sirve unos tragos que prepara con mucha dedicación, casi con amor. No me agrada que medio mundo esté sobre mí, haciendo preguntas y tratando de enviarme a algún sueño alcohólico, por eso me voy a la cocina y abro una botella de cerveza tras otra. Siento que todo a mi alrededor da vueltas y me agrada, así no tengo que lidiar con esa angustia que me viene siguiendo hace algún tiempo. Dejo de sentir ruido y salgo de la cocina para ver qué sucede.
Cuando despierto veo a Jennifer enfrente de mí, ella tiene un rostro triste. De pronto se me viene a la mente un flash de imágenes, recuerdo bien haber golpeado a un tipo que no conocía.
¿Por qué siempre tiene que ser así? -me dice-, yo pido disculpas, no quiero herirla. Ella habla de una pelea, de que golpeé a su novio y algo sobre una botella de cerveza. La miro directamente a los ojos y me siento fatal, ella no deja de llorar. Va a la cocina y cuando vuelve trae una bolsa de hielo con ella. ¡Quieta!, esa palabra sale de su boca a la vez que deja caer sobre mi cabeza la bolsa de hielo. Grito una palabra malsonante y cierro los ojos.
Duérmete, yo cuidaré de ti -me dice- miro el reloj y comprendo que aún falta tiempo para al amanecer, cierro los ojos y caigo en un sueño profundo.
Estoy acostada y mis gatos me hacen compañía, me levanto con pocos ánimos, hoy es martes trece de septiembre, apenas ayer cumplí 35 años. A pesar del dolor de cabeza que padezco a raíz de un botellazo, me siento feliz. Recuerdo la pelea con lujo de detalles y sonrío, agradezco que esas cosas inusuales pasen los "doce de septiembre", me encantan los doce de septiembre, me encanta como suena esa fecha, me gusta porque ese mismo doce de septiembre Jennifer, mi amiga del alma, lloró porque el imbécil de su novio me golpeó con una botella, me encanta porque ese doce de septiembre fue inolvidable.

[Original:Septiembre/2009]

sábado, 16 de julio de 2011

Madrugada vagabunda


Para Fernando Vargas
 Hélas! la bague était brisée

Guillaume Apollinaire


I.- Soy la amargura del café, del sexo. El calor del fuego del atardecer en los trópicos; el polo sexual de la tierra. Soy fuego, soy fuego en tu bosque ciervo.                                        .

II.- Caminar en la oscuridad como alguien que ha perdido sus ojos en el camino ¡y allá van rodando calle abajo!.

III.- Las flores del sombrero jamás murieron tan pronto, los pétalos y las manos colgaban mustios.

IV.- ¿Por qué le pides más que semillas a la Amapola?, la solitaria flor del fumadero.

Paraíso rojo

"Altruismo sexual: se produce cuando una persona por su minusvalía, temor a la pérdida o el abandono del objeto amado, se subalterniza a los designios eróticos de éste aunque no los sienta o comparta."
[Leer rápido]

Y regresa por cuarta o quinta vez –no lo recuerdo–, se sienta y se levanta, camina por la casa, intenta entablar una conversación conmigo ¿es que no entiende que ya no lo quiero cerca?, no deja de moverse, saca una copa y baila con ella, busca la botella que traía consigo bajo el brazo cuando golpeó a mi puerta, la copa va a dar contra la pared ¡está derramando el vino sobre su cabeza! se mueve lentamente, abre un poco su boca y bebe lo que cae en ella, tiene los ojos cerrados ¡maldita sea! la botella vacía se rompe al tocar el suelo, la soltó porque se acabó el vino, se desnuda sin prisas, ya no puedo aguantar todo esto ¡la última vez te largaste porque no querías usar las cuerdas! ahora estás cubierto de licor y una gruesa cuerda cuidadosamente amarrada alrededor de tu cuerpo se tiñe de burdeo, intento contener el deseo que impulsa mi cuerpo, pero es inútil.                                         
Cuando todo termina desato cada nudo que mantiene la cuerda tensa sobre su cuerpo, escucho un sollozo y conozco la razón; la última vez se quejó de todo, de mi cuerpo, de mi olor, de las cuerdas con las que intenté atarle, del vino, de la botella, de la copa y de la cama. Se fue, pero regresó pronto, no quiso someterse esa última vez, pero no le quedó alternativa al regreso; si quieres algo, obtenlo a cualquier precio.

Justificando un poco el mal del mundo [Segunda versión]

¡Número sesenta y cinco! –hace un llamado en voz alta una señorita detrás del mesón–, ¡por favor el número sesenta y cinco! –alza la voz y levanta la vista para intentar hacer contacto visual con su próximo cliente. Sus ojos parecen más grandes, se sorprende al ver a una muchacha exactamente igual a ella acercarse a su mesón, con un papel entre los dedos que tiene un número sesenta y cinco impreso en color rojo. La mujer intenta mantener la calma mientras la otra muchacha, de traje y tacones con un pequeño bolso colgando de su hombro derecho, se acerca lentamente al mesón, sus miradas se encuentran un par de veces y el nerviosismo de una se traduce en una mueca de burla en la otra. Aquel lugar está lleno de mesones y mujeres atendiendo pacientemente a más de cien clientes que llegan a diario; niños llorando, ancianas reclamando por lo bajo, hombres sobrepasándose con su tono de voz. Las personas que esperan sentadas su turno no parecen notar que el “número sesenta y cinco” es una copia delicadamente acabada de “la señorita del mesón“, todos ignoran los posibles alcances de aquel encuentro, siguen ensimismados en sus preocupaciones. El número sesenta y cinco llega al mesón, coloca su pequeño bolso delante de ella y solicita un documento  para suplantar identidad. La señorita detrás del mesón busca la forma, su nerviosismo hace que sus manos se humedezcan y sus codos golpeen los anaqueles. El número sesenta y cinco comienza a impacientarse, debe llegar a una cita en quince minutos. Luego de llenar la forma debe entregármela, de cinco a diez minutos su solicitud estará procesada y podrá suplantar la identidad de la persona que usted individualizó en el documento, muchas gracias por preferir nuestro servicio –la señorita del mesón estaba bastante nerviosa, todas aquellas instrucciones habían salido de su boca con tanta fluidez que le parecía imposible haberlas pronunciado. El número sesenta y cinco sacó una pluma de su bolsillo y comenzó a llenar los espacios vacíos que había en el documento, acabó rápido, con un delicado movimiento de su muñeca firmó el documento y lo entregó a la señorita del mesón. La señorita del mesón intentaba calmarse cuando, desde el otro lado, recibió el formulario completo y firmado, una pequeña lágrima se deslizó a través de su rostro cuando leyó su nombre en el documento, aquella persona pretendía suplantar su identidad y ella, recibiendo ese documento, lo había aceptado e incluso le había facilitado el trámite. Es la hora, ya nada de esto es tuyo cariñito –dice el número sesenta y cinco sacando un revólver de su bolso, apuntando a la cabeza de la señorita del mesón y, finalmente, disparando. El cuerpo de la señorita del mesón cae del lado izquierdo de su silla, con los ojos abiertos y vidriosos, el pequeño agujero en medio de su frente comienza a desbordar sangre. El sonido del disparo quedó en el aire por algunos segundos, las personas que esperaban su turno no levantan la cabeza más que para ser atendidas. La mujer del revólver se sienta detrás del mesón, felizmente llegó a tiempo a su cita. En dos horas y media más se acaba su turno.

Dulce Amanda


Amanda luce un vestido de ondas azules, en el muslo se puede ver un brillo metálico que puede corresponder a un arma afilada, sus ojos son de un brillo particular, hermosa, despierta y atenta a todos los estímulos que puede recibir de su entorno, le encantan los lugares amplios, calientes y solitarios, Amanda lleva un cuchillo en las bragas porque sabe que alguien la persigue, un hombre que se acercará a ella con la intención de acabar con su vida; ella lo espera y siempre el cuchillo rasguña la piel de su muslo derecho. Cuando Samuel se le acercó y la invitó a caminar, ella lo miró de pies a cabeza y no pudo comprender que un hombre sano, de piel ligeramente enrojecida por el sol y perfectamente formado, quisiera caminar a su lado, deduciendo segundas intenciones directamente relacionadas con sus observaciones, ella lo identificó como el asesino que toda su vida había estado esperando. La excitación le dio al pálido rostro de Amanda un rubor febril que asustó un poco a Samuel, pero la invitación ya estaba hecha y sonriendo esperaba que ella se decidiera a caminar para igualar su paso y comenzar la caminata. Amanda comenzó a sentir un cosquilleo desesperante entre las piernas, un pulso que generaba su cuerpo desde algún punto detrás de su vagina, al mover las piernas para comenzar a caminar sintió que se humedecían sus bragas, algo parecido a un gemido acompañó a la brisa que agitó un poco el vestido que cubría su cuerpo hasta las rodillas. Samuel intentó cubrir la erección que en ese momento abultaba la entrepierna de sus pantalones azules, el gemido de la mujer provocó que su corazón se paralizara un momento, la brisa le permitió observar brevemente las blancas piernas de Amanda, además de vislumbrar un brillo metálico que le pareció inquietante. Ella buscó desesperada un punto de apoyo en una pared cercana, la excitación le quitó estabilidad a sus piernas y, estando a punto de caer, su espalda hizo contacto con algo, dos muros que se encontraban perpendiculares le permitieron conservar el equilibrio y tomar el cuchillo de entre sus ropas. Samuel alzó ambas manos, extendiendo cada dedo y alzando los brazos en señal de rendición, él comprendía los riesgos de intentar siquiera alguna acción y decidió correr lo más lejos posible de aquel lugar. Amanda dejó caer el peso de su cuerpo y se deslizó hasta el suelo, seguía excitada. Desafortunadamente el asesino que tanto había esperado era un maldito cobarde, ella se sintió decepcionada y es que ya nada podría sucederle de ahora en adelante. Amanda vio a otra mujer algunos metros más allá, el vivo reflejo de su imagen y hasta el vestido de motivos florales le evocaban recuerdos de ella misma minutos atrás. Aquella mujer se contoneaba mientras se movía a cuatro patas sobre el pasto, un perro la montó de pronto y al instante un hilo de orina recorrió su pierna cambiando de dirección obedeciendo al movimiento fuerte y repetitivo de las penetraciones. Amanda miraba la escena perdida en cada pequeño detalle, ella misma se orinó sobre el pasto mojando su vestido, sus piernas, su mano que buscaba la entrada de su vagina; pensó que sus dedos, incluso su mano, no era suficiente para saciar el hambre que parecía invadirla, acabó introduciéndose el mango del cuchillo repetidas veces. Cuando sintió un líquido mucho más caliente escurrirse hasta el pasto abrió sus ojos y no había allí ningún cuchillo, ella no sangraba. Esa extraña visión realmente la había excitado, su cuerpo se movía impulsado por alguna fuerza que no parecía menguar. Sus manos estaban abiertas una junto a la otra sobre el pasto, su cuerpo se sostenía de manos y rodillas. Sintió que su cuerpo recibía una y otra vez un cuerpo extraño, algo abultado que entraba y salía de entre sus nalgas, intentó mirar sobre su espalda y alcanzó a ver a un perro jadeando, sintió las uñas de las patas del perro enterrarse en su espalda. Una mujer viendo su muerte a través del filo de un cuchillo que introduce repetidamente en su vientre, la visión de un perro perdido intentando penetrar a una mujer perdida, éxtasis. Y en el oscuro ojo del perro podía verse a dos mujeres muriendo por las raíces de sus entrañas cercenadas, el brillo oscuro preguntándose si ellas siempre estuvieron ahí.

Asuntos inusuales [Parte I]

Para Daniel Cortés

Las flores tienen mirada de niño y
boca de viejo -inocencia y sabiduría
reunidas, los polos de la vida se
tocan, círculo cerrado de lo divino.
Malcolm de Chazal

I.- Amapola quiso ser un insecto y no permitió que sus pétalos cayeran ¡enhorabuena! ya tenía alas.

II.- Margarita arrancó uno a uno sus pétalos, quería saber su suerte en el amor y acabó calva.

III.- Doga extendía sus dedos al cielo, los dedos de miles de brazos sedientos del agua del cielo.

IV.- Quintral saltando encima de su enemigo fue por su venganza y recibió una puñalada en el espinazo.

V.- Capachito en pequeñas cabezas de pequeñas señoras colgadas de pequeñas cuerdas.

VI.- Azulillo centro de la galaxia, seis dedos azules en constante expansión ¡hecatombe!.

VII.- Palqui ofrece cigarrillos a caminantes y vagabundos al borde de las vías del tren.

VIII.- Mitrún semillero seco estremecido por la brisa, resuena el pequeño cascabel.

Bernardette


A Bukowski                                                      

Rubia cabello largo
loca como tantas
puta como otras tantas
jodida mujer casada 22 años

enano-
manicomio
                       homosexual-
                       manicomio
                                            dos críos-
                                            manicomio

ella deja empalmado a un poeta
él mete el chisme en un cuello de cristal 
errar y sangrar recordando a Bernardette.

domingo, 1 de mayo de 2011

Sempiterno blanco

Las muchachas de blancos vestidos en manos de sus amorosos padres entrando al templo, caminando en dirección al altar. Las cúpulas sagradas sobre sus cabezas inocentes, sobre sus suaves cabezas de cordero. Vestidos blancos impecables, rodillas limpias, dedos preciosos tocando levemente los bordes de sus vestidos ¡blancos! ¡blancos!, el resplandor de la pureza en cada hilo de sus vestidos, en cada hebra negra de sus largos cabellos. Libres del mal del mundo ¡libres de los pecados del hombre!. 
 
   –Hemos traído a nuestras hijas a esta iglesia para protegerlas del mal, hemos venido a despejar las dudas que comienzan a nublar los corazones puros de nuestras hijas ¡de nuestras amadas hijas oh señor! –decía un hombre mientras alzaba los brazos y empuñaba las manos en alto.
   –Todos ustedes han traído a sus hijas –decía otro hombre mientras apuntaba a algunos de los asistentes– han venido a este lugar a recuperar la pureza que los cuerpos de sus niñas están olvidando, la bendición de los ángeles caerá sobre sus cabezas, sobre sus cuerpos en transformación ¡alzad las manos hombres impuros! reciten los versos y acaricien las suaves piernas de sus amadas hijas.

   Los hombre alzan los impecables vestidos de sus hijas, los hombres tocan las piernas de sus hijas, los tobillos, rodillas, la joven piel. Pequeñas y temblorosas manos intentan bajar las faldas de los vestidos, los padres siguen subiendo los vestidos de sus hijas, de sus amadas hijas ¡las lágrimas de las niñas más pequeñas! y sus miradas avergonzadas, miradas culpables.

   –No hemos hecho lo suficiente ¡oh señor! nuestras hijas están perdiendo su pureza, no miran al cielo, no están dejando de lado sus deseos terrenales.
   –Padres, las ropas de vuestras niñas son objetos que sobran en esta comunión, deben despojar a sus hijas de todo vestigio terreno ¡abran los corazones de las niñas y dejen que los ángeles se deleiten con sus cuerpos! ¡no hay mancha en ellas! ¡no hay temor! regocíjense con sus lágrimas –decía mientras se paseaba a través de los asistentes al templo.

   Las niñas bajan las miradas, los hombres rasgan los vestidos blancos, sssth sssth, listones en el suelo, las niñas llorando ¡las pequeñas niñas llorando por sus cuerpos!, una corriente fría erizando la piel de las niñas desnudas, el vestíbulo repleto de cuerpos desnudos que se juntan con otros, se frotan e intentan conservar el calor de sus cuerpos, intentan mitigar la vergüenza, la inocencia. Ellas no entienden las plegarias, los rezos, los gritos implorando la transformación ¿por qué deben verse desnudas? ¿por qué deben ver desnudas a otras niñas?.

   –¡Oh señor! ¡oh señor! ¡oh señor! –gritan todos los hombres alejándose de sus hijas.
   –Mis hermanos, la plegaria es escuchada y sus hijas se purificarán, vuestras hijas renacerán como hijas de ángeles y de hombres, hijas del templo y de sus sagrados rituales.

   Un estruendo se oye desde fuera del templo, las nubes se arremolinan sobre el templo, se oyen las trompetas que anuncian el despertar de los ángeles dormidos, los ángeles atrapados en piedra. Los vidrios tensos en sus marcos vibrando con un zumbido proveniente de todos lados a la vez, gritos agudos de niñas temiendo que el cielo se caiga sobre sus cuerpos. Los hombres esperan la transformación, ellos sienten en lo profundo de su espina dorsal que se induce un orgasmo, el placer de quien descubre una inspiración con aromas de cuerpos vírgenes. Las imágenes del templo abren los ojos, los ángeles cobran vida por escasos segundos ¡las nubes entran por las grietas! y la densa bruma envuelve a las niñas. El fuego, que se mantiene gracias a los cirios, se vuelve un espiral de fuego que se extiende hasta las niñas ¡gritos! ¡gritos! ¡gritos! un penetrante aroma negro embota los sentidos de los hombres, satura los pequeños cuerpos de las niñas.

   –¡Oh señor! la plegaria al fin ha sido escuchada, las niñas renacerán, todas ellas renacerán puras, eternas, sagradas.
   –Deléitense con la comunión, vuestros ojos humanos centellearán por la visión de los ángeles, de estas maravillosas creaturas celestiales.

   Más dedos en manos alzadas, el dolor de ver crecer en ellas algo que jamás habían visto. Las rodillas al suelo, las piernas dobladas, cada hueso transformado en hierro ardiente. El globo ocular derritiéndose dentro de su cuenca, cayendo en lágrimas. El peso del templo en sus cuerpos transformados, la figura absurda de las hijas de los hombres, de las hijas de todos los ángeles.

   –Madre, me he convertido en ángel ¡en bendito ángel amante de los cielos! –dijeron las niñas al unísono interrumpiendo los rezos– el cielo ha descendido sobre mi cuerpo, las cenizas de mi cuerpo quedarán en este lugar.

   Vi el renacer de las niñas en medio del éxtasis, los remolinos de fuego alzarse por sobre las cabezas de los santos olvidados, por sobre las cabezas oscurecidas de los hombres.

   –¡Oh señor! apiádate.
   –¡Oh señor! acaba de una vez con toda esta visión de caos.
   –Hija, mi querida hija ¡devórame y acaba con tu cometido de ser divino!.

   Las hijas absurdas, las hijas que se abalanzan sobre sus padres mortales. Las hijas de las plegarias se alimentan de cabellos, de carne, de sangre, de huesos. Los últimos gemidos mirando al cielo, contemplando los vidrios cayendo en esquirlas, el paso de la luna sobre su cabeza, sobre las nubes, sobre las niñas convertidas en seres divinos. Las niñas en el suelo, arrodilladas, los dedos contorsionados, las palmas de las manos reflejando el cielo, los brazos rectos, tensos. Descalzas, desnudas. Las cuencas de los ojos copas vacías, quemadas, muertas, puras, eternas, sagradas.