martes, 12 de octubre de 2021

Totora y sangre - Día XII

Antes de saber bien a qué dedicaría el resto de mis días –o buena parte de ellos-, estuve un tiempo en la universidad, poniendo todo mi esfuerzo en la prometedora carrera de enfermería; me gustaba la carrera, me agradaba pensar en lo que me convertiría cuando saliera y me hacía ilusión pensar en mí como una profesional útil y que siempre sería valiosa para mi entorno. Comencé contándote que no sabía bien a qué me dedicaría, pero también te conté que estaba estudiando; quizás comencé por el lugar y tiempo equivocado.

Después de unos meses como estudiante, acostumbrándome a la vida universitaria y a tener compañeros de carrera mucho más aptos y preparados que yo -de aquellos que ya eran profesionales técnicos o que habían trabajado en el área de salud-, quizás no estaba tan convencida de lo que había elegido, pero me prometí finalizar ese primer año y, en diciembre, decidir si continuar o abandonar definitivamente. Parece que tampoco estoy contándote lo que quiero que sepas de esta historia.

Ya al finalizar el primer año, decidí –sintiendo muchas dudas- que debía continuar, pero necesitaba compartir espacio de estudio con alguna compañera. Durante el verano pude convencer a una amiga de que compartiéramos pieza y así los gastos se reducirían a la mitad, además de ayudarnos para continuar avanzando en la carrera. Si bien no me sentía segura del todo, compartir espacio con una persona conocida me ayudó a sentirme mejor. No, en definitiva no te estoy contando lo que quiero contarte.

Quizás no fue la mejor decisión compartir habitación con una chica pueblerina –no quiero referirme a ella con un tono despectivo, pero ella efectivamente venía de un pueblo muy pequeño- y me tomó trabajo percatarme de aquello, pues atribuí algunos hechos y comportamientos extraños al cansancio o el stress, algunas veces sólo los ignoré o dejé de pensar en ellos hasta que me olvidaba. Quizás en este punto dabas recordarme qué es lo que me preguntaste, así podría contestarte mejor.

Recuerdo alguna que otra cosa y es porque esos detalles llamaron mi atención y, a la vez, despertaron mi curiosidad. Las medallitas que cayeron al suelo cuando sacudió un bolsito que acostumbraba dejar sobre la mesita que usábamos de escritorio, el ruido metálico leve y repetido muchas veces –incluso varios a la vez-, llegando a mis oídos para orientar mi vista hacia esos tesoros redonditos anudados con una cinta roja: ella me explicó que, por gusto, iba a la maternidad del hospital a regalar medallitas a cada nueva madre que se le cruzaba. Un momento, esto se acerca, pero no es.

Un día traje una ramita con espinas enredada en el pantalón; apenas crucé la puerta de la habitación, me senté y pude notarla, ahí sonreí porque sentía algo en el pantalón, pero no sabía qué me molestaba, de pie no podía ver la ramita. Al quitar la ramita, una espina rasguñó mi dedo índice; tiré la ramita y un par de gotas de sangre se fueron junto a la ramita, justo debajo de la cama en que dormía. Me disgustaba que era ramita estuviera en el suelo, así es que me tiré de guata al piso y miré debajo de la cama: había un muñequito hecho de totora, vestido con prendas muy similares a las que yo vestía, agarrando la rama con una manito y bebiendo las gotas de sangre que acababan de salir de mi dedo. Tomé al muñequito, pero no pude moverlo; ya había lianas de vegetación creciendo debajo de él. Creo que esto tiene que ver, pero no es lo que quiero que escuches.

Las lianas cubrieron el piso y se enrollaron alrededor de los zapatos que tenía puestos, subiendo rápido sobre el pantalón y la blusa, llegando a la cabeza, incluso dentro. Ah, intentaba contarte cómo es que terminé en esta habitación quebrada por el tiempo.

lunes, 11 de octubre de 2021

Santa mierda - Día XI

Les escribo para despedirme, para enfrentar -de una vez- a los que no creen en nosotros; este mensaje es para todos ustedes: amigos, enemigos, extraños, conocidos, familia, geeks, necios e iluminados.

Los novatos en estos asuntos nos denominan “neopaganos” o “namastés”, nos persiguen constantemente y nos insultan, hacen videos burlándose de nosotros, de nuestras creencias y lo que decimos, de los reels que subimos y de los que se esfuerzan por acercar nuestras creencias a las nuevas generaciones usando efectos de tiktok ¡para despertarlos! para abrirles la conciencia a esas mismas personas que se burlan de nosotros… si supieran, sin tan solo supieran.

Escribo ahora porque ya llevo más que bastante tiempo en esto, leyendo, meditando, desintoxicando mi cuerpo, respondiendo a cada mal comentario con un golpe de sentido común cósmico, diciéndoles a las personas que deben, no, que necesitan despertar; ahora mismo, escribo porque siento que mi vida se acaba y deseo pedirles –desde el fondo de mi súper consciencia- que puedan despertar también, decirles que no temo a la muerte porque con mi muerte mi consciencia se liberará de este cuerpo poco evolucionado y se reunirá con las almas liberadas de aquellos creyentes que amamos tanto, los que pudieron transformarse, los que ahora habitan cuerpos transdimensionales más allá del espacio e infinito siquiera imaginado por el ser humano.

Mi nombre es Alan, Beta para los amigos de las rrss. Saludos extraterrenos.

 

Alan programó su blog y cerró su cuenta, se estiró un poco alargando su cuerpo tanto como le daban brazos y piernas, apagó su computador e intentó dormir acomodándose sobre la cama. La entrada que acababa de escribir se autopublicaría en algunos meses más, en su blog -si es que nada lo evitaba (incluido él mismo)-. Horas atrás recibió los resultados de los exámenes que confirmaban una forma agresiva e incurable de cáncer, después de llorar en el baño de su habitación, había decidido despedirse de buena forma de su millón de fieles seguidores. En el fondo de su corazón iluminado y bendecido, sentía que era capaz de salir bien parado del diagnóstico; a la vez, y con la opinión profesional de dos oncólogos, también sabía que moriría en unos cuantos meses. La amalgama de sensaciones contradictorias lo había desorientado al punto de hacer todo como si fuera a vivir y a morir simultáneamente: por un lado había decidido despedirse (convencido de que los médicos tenían razón) y, por otra, había decidido meditar para acelerar el proceso de reencarnación (porque de algo debían servir los cursillos de meditación que había pagado los últimos diez años). A pesar de sentirse cansado, no pudo conciliar el sueño y decidió salir a caminar pensando que un paseo corto lo sacaría de su estado de ánimo (nada favorecedor) para la meditación que practicaría por la noche. A pocos metros de la puerta de su casa, un conductor somnoliento que le daba like al blog “Despertar cósmico con Beta” perdió el control de su vehículo y se estrelló de lleno contra el mismo Beta; el conductor reconoció a su bloguero favorito y se sacó una selfie con él antes de llamar a una ambulancia (ignorando el mal estado en que se encontraba Beta después de volar metros sobre el jardín de la casa vecina): Beta falleció a los minutos de llegar al hospital. Curiosamente los pensamientos de Beta fluyeron hacia la idea de reencarnación, lo había estado pensando durante horas ese mismo día y fue el primer pensamiento que tuvo un niño, que en ese mismo segundo, cruzaba el canal vaginal de una mujer que profesaba maldiciones contra el personal médico que la atendía. Al niño lo alzó una matrona y lo dejó sobre el pecho de la mujer. Beta reconoció inmediatamente el rostro de su madre aunque hacía décadas que no la veía, se odió por haber pensado en la idea de reencarnación y pensó “mierda”.

domingo, 10 de octubre de 2021

Siesta - Día X

El día comenzó del peor modo y soy de esos que no creen en los dichos (o los encuentra poco atinados para estos tiempos), eso de levantarse con el pie izquierdo me parecía absurdo hasta que vi sobre el velador -del lado que le correspondía a mi pareja- una llamativa figurita de origami en donde se alcanzaba a ver una palabra: “léeme”… ese velador estaba del lado izquierdo de nuestra maravillosa cama tamaño King, comprada en algún cyberday, a precio de huevo. Me acerqué reptando hasta alcanzarlo porque aún me sentía adormilado y creía, todavía creía, en que ella me amaba tanto como el día en que decidimos comprar esa cama para dormir juntos el resto de lo que nos quedara de vida. La figurita representaba un elegante elefante rojo –símbolo importante hasta ese momento, porque cuando le pedí matrimonio, el anillo que le ofrecí estaba oculto dentro de un elefantito rojo (que me pareció adorable y único)-, un elefante rojo precioso que me pareció lindo hasta ese momento, porque al abrir la figurita de origami, la palabra “léeme” fue la única palabra linda en ese papel cuidadosamente plegado. No decía mucho en realidad, pero lo que destacaba por sobre todas las palabras malsonantes fue “odio”, en particular “te odio”. Sostuve el papel atiborrado de pliegues sobre mi rostro, lo sostuve hasta que mis brazos se cansaron y giré con mi cuerpo para poner pie en el suelo… el primer pie que tocó el piso frío de lo que fuera nuestra habitación, fue el izquierdo. Nada pasó a continuación, no me resbalé con la alfombrilla rosa que ella mantenía de su lado de la cama, tampoco se torció mi tobillo al intentar dar unos pasos lejos de la cama, tampoco me golpeé la cabeza con algún objeto colgante o perdí el equilibrio cuando las gatas (que ella había adoptado de todos modos, aunque a mí no me gustara) salieron corriendo desde debajo de la cama; nada fuera de lo habitual y eso me molestó ¿qué pasaba con eso de levantarse con el pie izquierdo? ¿acaso no sucedería algún accidente que me borrara de esta –nueva- existencia solitaria?

En la cocina todo estaba limpio y ordenado, la caja de cereal estaba llena y la de leche perfectamente fría en el refrigerador, las latas en el contenedor para reciclar aluminio y las tazas colgadas donde correspondía, los platillos de las gatas llenos a tope y el agua tan fresca que me dieron ganas de probar para corroborar que estaban a la temperatura perfecta para que bebiera con gusto un gato. Cada cortina de cada ventana de la casa estaba descorrida, justo la iluminación perfecta para alguien que comienza a desperezarse –como era mi caso-; lo preciso para pensar en que todo era mejor que cuando estaba ella sentada mirando su libro e ignorando las necesidades de las gatas, ignorando mi alegre “buenos días” de cada mañana, ignorando las cortinas cerradas y la tetera silbando sobre el quemador más grande. No, no se trataba del pie con que me había levantado esa mañana, sino la paz que alcanzaba a respirar en esa casa, en mi casa. Por primera vez, en décadas, pude sentarme y admirar el paisaje que me había perdido todos esos años y me gustó lo que vi, me gustó tanto que salí al patio y continué caminando hasta más allá del límite de la propiedad, llegando al lecho del río que tanto me gustaba de niño, deseando ir más y más lejos, primero con el agua hasta las rodillas y, luego, apenas mojándome la planta de los pies; ahí me sentí realmente feliz y decidí continuar durmiendo con el sonido del agua, viendo el cielo.

Desperté con gritos de alerta y no tardé en ubicar a las personas que emitían aquellos gritos, los rostros que vi me parecieron tristes o preocupados –no pude definir exactamente qué tipo de emoción estaba viendo-; me preguntaron si estaba bien y yo les respondí que estaba tomando una siesta, que necesitaba dormir un poco más.  

sábado, 9 de octubre de 2021

Olvidos cotidianos - Día IX

No fui una niña “problema”, tampoco una guagua problema o una adolescente problema… quizás jamás fui un problema para nadie: ninguna queja de mi familia, tampoco de ningún profesor, de ningún pediatra o dentista, de ningún compañerito. Si bien no era yo un problema, tampoco era una niña extraordinaria que destacara por alguna habilidad sobresaliente: notas promedio, comportamiento promedio, estatura promedio, escritura promedio, salud promedio. En cambio –y en contraste- las amiguitas que me hice en el colegio sí destacaban de alguna u otra manera; recuerdo que una terminó castigada porque había atacado a un compañerito de clases con un lápiz portamina, terminando el niñito con un fragmento de mina debajo de la piel (su madre no la retó y no le importó que la profesora la mandara llamar porque mi amiga explicó el ataque diciendo que el niño víctima, minutos antes, le había tocado el trasero y ella sólo se defendió). En alguna otra oportunidad, alguna otra amiga, lanzó una mochila por una ventana abierta del aula –desde el patio- porque no había alcanzado a dejarla dentro y tampoco deseaba pasar el recreo con la mochila al hombro; se llevó un reto, pero su madre tampoco la retó pues no entendía que las aulas mantuvieran la puerta cerrada en horario de clases (aunque fuera durante el recreo). Con esas amigas me tocó reír y llorar mientras crecía, porque los retos y los llamados de atención se los llevaban ellas (cada madre sabía lidiar bien con cada problema de su niña y cada niña problema) y, como yo era parte del porcentaje de niñitas bien portadas, mi madre cada tanto me decía: “no te juntes con tal o cual niñita, son mala influencia”, razón por la cual lloraba mucho y acababa haciendo llorar a mis amigas también porque mi madre hacía patente su rechazo hacia esas actitudes tan poco de niñita. Un día, cuando ya estaba harta de oír a mi madre decir eso, decidí –por primera vez- actuar saliéndome del promedio, desencasillarme de esa actitud que mi madrecita tanto admiraba de “niñita bien”: como consecuencia de un insulto que una compañerita de curso profesó contra mí, de regreso le tiré una pelota de básquet en pleno rostro. En el momento no fue para tanto, me sentí liberada de ese promedio bien portado y ese comportamiento que me situaba dentro de la media, dentro del promedio que no llama la atención, sin embargo, pasados los minutos, un montón de niñitas salían del baño y me decían que a la niñita -a la cual le llegó el pelotazo- no dejaba de sangrar: en cinco minutos había pasado de una sensación de alivio a sentir culpa, a los diez minutos sentía miedo y a los quince me había salido tanto del promedio que las niñitas me decían que me iban a echar del colegio. Pasar de ser la niñita-bien-portada-promedio a la mala influencia por quebrarle la nariz a una compañerita de curso destrozó a mi madre, vivíamos solas y yo era su única alegría; ya no podría jactarse de tener en casa a la niñita perfectamente tranquila, todo el colegio (e incluso mucha gente ajena al colegio) ya sabía lo que había sucedido y a mí me miraban con rostro de desaprobación –cosa que noté, pero que poco afectó mi autoestima-, pero mi madre pasó una buena temporada mirando al suelo, con la cara enrojecida por la vergüenza, cada vez que se encontraba de frente con alguna apoderada, padre, madre o profesora.

Creo que nunca te recuperaste de eso y, aunque no tengo forma de saberlo, lo noté; ya ni recuerdas aquello y yo te lo cuento como si no hubieras estado ahí, como si no lo hubieras vivido –le digo, esbozando una sonrisa apenas perceptible por una comisura del labio ligeramente más alta que la otra-, no tiene sentido que te siga contando esto, termino de beberme esto y me voy.  

viernes, 8 de octubre de 2021

La señorita de los chocolates - Día VIII

Alguien, una mujer, gritaba "¿aló?" desde más allá del antejardín, a medio pasaje y a unos metros de mi casa. Lo que parecía ser la voz de una señorita seguía resonando en la calle, gritando "¿aló?", deteniéndose cada pocos pasos y mirando la puerta de las casas vecinas. Me asomé porque quería saber qué deseaba la señorita, qué andaba buscando o si podía ayudarla, venía en dirección a mi puerta por lo que decidí esperarla; antes tuve que ir a mi habitación a buscar una chaqueta, ya atardecía y comenzaba a correr un vientecillo frío. Me puse la chaqueta, salí y ya no estaba, pero apenas me vio en la puerta, se acercó. ¿Hay alguna mujer en esta casa que fume? -preguntó en tono cómico y muy alto para mi gusto-, yo levanté la mano a la vez que decía "¡yo!"... de inmediato metió la mano en una mochila y sacó una caja de almendras confitadas cubiertas de chocolate; ella me estaba regalando una caja de chocolates prácticamente porque había contestado "sí" a su pregunta; yo no podía creerlo ¿en serio era en agradecimiento por ser mujer y fumar y abrirle la reja para que me hiciera unas cuantas preguntas? Sonreí. Le dije que encantada respondía su encuesta, porque después de pasarme la caja con chocolates me dijo que debía responderle algunas preguntas. 

-¿Cuántos cigarrillos se fuma a diario?
-Pues 20, más o menos.

-¿En dónde los compra?

-En la avenida (un centro de llamados) y aquí cerca (en un almacén).

-¿De cuáles fuma?

-Lucky rojo, Dunhill rojo, ¿algún otro? Latino rojo.

-¡Ah, tú le das con todo! 

Con esa última exclamación de su parte, yo sonreí bobamente porque lo tomé como un cumplido. Le pregunté si había terminado con las preguntas y me respondió sacando una cartilla plastificada, en ella había impresas pequeñas imágenes de cajas de cigarros a todo color, de todas las marcas y variedades; de nuevo comenzó con preguntas mientras yo miraba -fascinada- la cartilla. 

-¿Conoces todas las marcas?
-Sí, aunque este ya no existe, le apunté las imágenes de Viceroy.
-No importa, algunas personas aún lo piden así... -continuó- ¿Con cuál estás menos familiarizada?
-Con los verdes, odio los mentolados.
-Ok, eso es todo, gracias por responder. Dime tu nombre y dame tu teléfono.

La señorita de los chocolates me indicó qué decir en caso de que alguien me llamara preguntando por la encuesta y yo pensé mientras ella se alejaba: "por esa caja de chocolates digo lo que quieras". Quizás diez o quince años después estaba yo sentada -y muy cómoda- en un sillón rojo, dentro de un bar de moda en pleno centro de una ciudad distinta y en medio de muchas personas que apenas estaba conociendo. Pasadas algunas horas, llegó un grupo variopinto de personas y algunas de ellas se sentaron compartiendo la misma mesa; cuando me saludó no capté al segundo de quién se trataba, pero mientras más y más la oía hablar, más preciso se volvió el episodio y más segura estaba de haberla oído antes y en que circunstancias nos habíamos visto... Era la chica de los chocolates. No pude aguantarme preguntarle por aquella pega tan poco lucrativa, le costó un poco recordar lo del chocolate, pero llegó un momento en que la vi notoriamente avergonzada y, minutos después, ya dejaba el bar con la cara tan roja que apenas se le notaban los labios.

martes, 5 de octubre de 2021

Arcos y fuego - Día V

No debía existir nada tan molesto como vivir en un lugar con una ventana grande y ser pequeña, tanto que le costaba alcanzar todo lo que estaba a mayor altura que su modesto metro diez de estatura; tenía un banquillo de quince centímetros en algún rincón de cada habitación de la casa y, a veces, le tocaba arrastrarlo con los pies algunos metros para poder alcanzar algo: siempre teniendo cuidado de no tropezar o pisar mal, no fuera a torcerse un tobillo o doblarse un brazo ¿quién cerraría las cortinas de la ventana más grande de su casa o le alcanzaría los condimentos que guardaba en un anaquel alto que no adquirió por gusto, sino porque le gustaba hasta que descubrió que era muy alto para usarlo cómodamente. No era de pedir ayuda, le resultaba molesto sentir que dependía de otros para alcanzar tal o cual cosa -por pequeña o importante que fuera-, tampoco deseaba que la vieran como alguien inútil o incapaz de solucionar asuntos de su propia casa o jardín o lugar de trabajo o vehículo; tenía por regla importante no poner "rostro de esfuerzo", aunque en serio le estuviera costando hacer algo. 

Sobre las circunstancias, pues por la tarde con el sol metiéndose en el mar -para no sonar poético ni típico- viendo a través de la ventana más grande de la casa, esa que se elige para sala principal o para habitación propia; dependiendo del gusto de quien la habita. Viéndola caminar de un lado a otro, siempre teniendo banquillos diminutos a la vista o alcance, me hizo gracia: más gracia que cuando la conocí y nos hablamos la primera y la centésima vez, cuando se decidió a permitirme acompañarla a casa, cuando esperé paciente a que preparara la cena subiendo y bajando del banquillo de la cocina, pensando y deseando -incluso- acercarme y alzar el brazo para alcanzarle un frasco, luego devolverlo a su sitio, sacar platos o vasos, luego ponerlos sobre la mesa; sabía bien que aquello de la ayuda desinteresada sería interpretado como algo totalmente opuesto, casi una afrenta o un insulto; me quedé al margen, cruzando los brazos sobre mi abdomen porque apoyar los brazos sobre la mesa con los codos, me habría hecho ver como un palillo mal doblado ocupando espacio importante sobre la mesa, incluso debí acercar las piernas lo más que pude a mi cuerpo, porque también estirarlas significaba ocupar un espacio indebido debajo de la mesa que albergaba el banquillo de la cocina. Por fortuna, fue más desesperante esperar a que cocinara sin prestar mi ayuda porque el tiempo de comida -en sí- estuvo libre de pensamientos de inferioridad o gestos que podrían malinterpretarse: a pesar de las diferencias físicas notables entre ambos, en el sencillo acto de comer fuimos similares y nos acercamos más, hasta besarnos. No puse atención al paso desde la cocina al comedor, tampoco desde la sala a la habitación; ahí pensé que quizás estaba siendo impertinente porque la emoción me había llevado a tomarla desde los sobacos y levantarla como se hace con una niña, dejándola sentada sobre la cama, a la expectativa de su reacción, sabiendo que podría sentirse herida con aquella acción y nada; me miró y me preguntó si sabía de qué forma se apareaban las libélulas, le respondí que no sabía ni me lo podía imaginar tampoco. Me describió un aro en que dos seres perfectamente similares deben contorsionarse para acoplar genitales y volar juntos; se rió porque se imaginaba la misma contorsión -que debía yo hacer-, pero la razón era la diferencia entre ambos: no íbamos a volar juntos a ningún otro lugar, pero le hacía gracia que tuviera que imitar un arco con todo el cuerpo para tener sexo y, a la vez, mantener mi rostro cerca del de ella. 

lunes, 4 de octubre de 2021

Cartas de sobremesa - Día IV

Sacaban los comodines de la baraja porque les interrumpía el juego si aparecían. A uno se le iba el pensamiento en esa carta que servía para ganar o perder -si era bien o mal usada-, la idea no era disminuir el tiempo de juego, sino alargarlo lo más posible para que esa partida fuera la única. Aún sacando los comodines, la partida se volvía breve; dos horas de espera y una partida dilatada hasta en los más básicos movimientos, jugadas y acciones, era necesario en cierta medida pues no solo la partida debía durar lo que más se pudiera, también la taza llena de café de cada uno. No había posibilidad de levantarse o cambiar de posición, ningún movimiento más violento que cruzar las piernas por debajo de la mesa o tamborilear levemente los pies, quizás levantar la taza y dejarla, apenas sorbeteando lo mínimo para que perdurara un poco menos de dos horas.

No había sentido tal aletargamiento... aunque pensándolo bien, en la sala de espera de su última terapia, sí que había sentido sueño y aburrimiento, las manos adormiladas, ganas de salir corriendo, gritar y agitar las manos hasta que pudiera salir del mundo mismo, eso pensaba, eso deseaba hacer y ahí permanecía, en una partida que se le hacía eterna, que debía esforzarse en hacer eterna porque cada uno estaba haciendo su mejor esfuerzo para conseguirlo; dejarlo ahí, perder los estribos o hacer ruido con cualquier otra cosa sería echar por tierra meses de esfuerzo y quedaban dos horas, dos horas y la partida de cartas que más se había alargado para cada uno, con el esfuerzo de cada uno. Los minutos, la taza y los bostezos que se contagiaban, levantar la taza para, apenas, besar el líquido amargo y tocar con la lengua las gotas que refrescarían la boca unos minutos más, lo justo para juntas las cartas de la mano y volver a disponerlas, evitar mirar el rostro constreñido en un bostezo de alguien al otro lado de la mesa porque también querrías bostezar y beber café, y a ese paso no duraría lo que debía, una partida eterna de dos horas y contando, contando con el minutero que rompía la misma espera.

Habían sacado los comodines porque también les recordaba el fracaso, la pena y las desdichas, las terapias sin terminar y las que apenas habían dado frutos sin forma ni sustancia; esperar dos horas con las manos sosteniendo cartas y, a disposición inmediata, una taza de café frío y amargo, podían ser lo único tolerable, lo más cercano a la sensibilidad que podían palpar.

Cinco minutos para que se cumplan las dos horas, alguien lo hace notar con el sutil gesto de levantar la barbilla en dirección al reloj de pared; los demás lo notamos, yo porque también pensaba en hacer el mismo gesto. Las cartas fueron a dar a la mesa, las tazas que aún contenían unos sorbos de café quedaron sobre la mesa y en la superficie aparecían círculos concéntricos consecuencia del movimiento apresurado, pero preciso, de cada uno de nosotros levantándose para tomar las antorchas apagadas y caminar hacia la calle.

domingo, 3 de octubre de 2021

Cuchinatta - Día III

Es difícil recordar a la Cuchinatta después de 18 meses en que ya no está sobre esta tierra. En diciembre de 2019 -un día antes de navidad- fue enterrada en el patio (junto a dos gatitos de la misma camada), apenas cumplidos los cinco meses de vida. Ni el veterinario supo decir qué condición anómala presentaba el animalito: lo miraba desde arriba y desde abajo; le tomaba las patitas y revisaba una y otra vez cada parte peluda del torso; observándole la piel del cuello hincharse y recogerse como una bolsa; viéndole la patita delantera normal cuando la examinaba, pero doblada cuando caminaba; sorprendiéndose al comprobar que la barriga estaba tan hinchada como un globo a punto de reventar solo de gases que no eran expulsados oportunamente. Algunas chicas que trabajaban junto al veterinario se sacaron fotografías con el curioso ejemplar de gato que resultó ser La Cuchinatta, tenía cuatro meses y no medía más de quince centímetros -aunque tenía la inteligencia y el interés por el juego de un gatito de su edad-, su cabeza pequeña y ojos saltones la hacían digna de cada "aw" o "uu" que se permitían emitir las personas que alcanzaron a conocer a La Cuchinatta.

La camada era de tres o, quizás, más gatitos; sólo encontré tres por mucho que busqué en los alrededores. Los tres tenían el cordón umbilical prendado del abdomen y estaban cubiertos de algo rojizo, algo húmedo que podría ser sangre o rocío nocturno, mezcla de ambos incluso. Asumir que fueron abandonados por una gata o un ser humano no cambiaba mucho el panorama, decidí en cambio recurrir a alguien cercano y, luego, iríamos a visitar a una experta en gatos, perros y niños abandonados: tenía alrededor de 20 gatos en casa (desde gatitos de semanas, hasta gatos con décadas encima), cinco perros ciegos y uno muy amigable -que cuidaba incluso de algunos gatitos entregándoles calor- y tres nietos que fueron abandonados por los progenitores. El único gatito que sangraba sobrevivió las primeras dos semanas, fue reconocida como hembra y nombrada "La Cuchinatta" por un capricho de fin de semana. Pude comprobar algunas semanas después que un gatito de menor edad le doblaba el tamaño y comprendí que, quizás, esa gatita había sido abandonada por la madre porque padecía de algún trastorno que hacía difícil que algo de su tamaño sobreviviera por sí mismo o, con mayor probabilidad, un ser humano botara a los gatitos recién nacidos porque eran tres idénticos y, además, hembras. No planeaba nada con ningún gatito de la camada, los ofrecí a quienes se me ocurrió que podían querer un gatito; nadie aceptó de buenas y tampoco a primeras. Al notar que La Cuchinatta tenía ciertos atributos extraños, comencé a pensar en quedármela, aunque mi gato adulto de diez años la odiara y acabara empujándola escalera abajo como ya había hecho con otros gatitos de meses que fueron a dar a la casa por error.

Quizás, en primera instancia, no debí recoger a esos gatitos; hacer como si no oyera los maullidos y pasar de largo como hicieron muchas otras personas. Al recogerlos extendí un poco una vida corta, pero fue al menos algo más significativa porque mi corazón se conmovió y ese gatito pudo vivir un par de meses más. Tan de sorpresa como llegó, se fue.

sábado, 2 de octubre de 2021

Ella y Ella - Día II

Fue nombrada Ella, como una y eran dos, no una; Ella, una ele por cada una, compartiendo el mismo nombre porque no cabía la posibilidad de estar separadas ni un segundo del día o de la noche. Ella nació como niña, como una sola niña que fue nombrada al minuto de nacer por quienes la recibieron; el nombre que la madre había pensado para ella se olvidó apenas salió y se dejó ver por completo; Ella la nombraron porque la madre olvidó el nombre y no pudo recordarlo y tampoco pensaba que le quedaba el nombre escogido, se quedó con Ella, una ele por cada una de ellas.

Ella miraba a la madre y la madre miraba a Ella y, al segundo, a Ella; una mamando y la otra mirando al lado opuesto, por turno debían compartir la misma teta y ser pacientes, desde recién nacidas Ella y Ella viviendo lo mismo unos minutos una y más tarde la otra, lo mismo, lo mismo, una y otra, una acción y la repetición, primero en Ella y después en Ella. Al año Ella ya emitía sonidos y la voz predominaba en sus modos; Ella, a la vez, movía los dedos de las manos y parecía jugar a tocar un instrumento musical muy pequeño de piezas diminutas: Ella en la voz y Ella tocando un instrumento. Ella -a los dos años- ya cantaba aunque no podía decir palabras completas, mientras Ella juntaba las manos con más ritmo que desatino acompañando a Ella con la voz y acompañando a Ella con sonidos.

A los cinco años Ella cantaba sobre un cajón de té en alguna intersección de calles céntricas, en alguna ciudad que no era la propia; Ella la acompañaba con aplausos y pisadas -a falta de algún instrumento-. Ella sonreía cada vez que alguien les tiraba alguna moneda sobre el cajón, al lado de los pies; Ella también sonreía aunque no tenía sentido que lo hiciera porque solo una sonrisa se veía a la vez y era siempre la de Ella.

A los doce Ella cantaba donde le permitieran estar y Ella donde le permitieran entrar. El escenario, la mayor parte del tiempo, era una mesa acomodada justo en el centro del lugar porque así Ella cantaba y sonreía a la mitad de los presentes, mientras Ella tocaba y sonreía a la otra mitad de los presentes; desde abajo, cómodamente sentados, podían ver a Ella hacer algo espectacular y podían tirar monedas cerca para también pasar otro rato gracioso viendo a Ella agacharse para recoger las monedas y mientras más lejos las tiraban, más graciosa se veía Ella intentando alcanzar las monedas y más disfrutaba el público mirando y lanzando más monedas cada vez más lejos hasta que Ella se perdía más allá de la entrada, de regreso a la calle, intentando recoger lo que las personas tiraban con fuerza como intentando que las monedas alcanzaran la puerta y la sobrepasaran y rodaran calle abajo lejos del lugar; las risas perseguían a Ella calle abajo.

A los quince de Ella, su madre había muerto. Ella recibió una invitación para unirse a una gira y un contrato, con el dinero y el viaje venía un cartel de dos metros de alto con la imagen de Ella a todo color; Ella jamás se había visto retratada en una imagen a color y Ella tampoco se había visto retratada como una mujer atractiva. Ella miraba el cartel que la mostraba y Ella miraba también el cartel, enamorada de su propia imagen en colores, de dos metros y con grandes letras anunciando su presencia.

Ella no alcanzó a subir al escenario en su primera presentación ante un público nuevo en un nuevo continente, ella no alcanzó ni a levantarse aquel día. Ella temía estar respirando mientras su hermana Ella había dejado de respirar; exactamente lo que pasó por unos minutos mientras el rostro de Ella se desfiguraba por el horror de sentir a su hermana muerta a su lado.  

viernes, 1 de octubre de 2021

Los Años - Día I

Cuando Anette dejó la casa, las demás éramos muy jóvenes para recordar detalles y muy bajitas para alcanzar a abrir solas el portón metálico que nos separaba de la calle. Sabíamos del mundo colorido más allá del hogar porque a través de las ventanas de las habitaciones se alcanzaba a ver parte de la calle y, a lo lejos, otras casas, muchas de ellas  idénticas a la nuestra, pero sin niños que se asomaran a curiosear o flores reconocibles en los jardines. Anette dejó la casa en otoño o decimos que fue en otoño cuando no es otoño, porque recordamos los árboles sin hojas; cuando es otoño decimos que Anette se marchó en invierno porque aquellas hojas que no están en los árboles tampoco están en el suelo, los jardines o las calles, las hojas que desaparecían en el otoño de los recuerdos también borraban más los recuerdos de Anette. No decíamos que se había ido en verano o primavera porque en ningún recuerdo Anette mostraba algo de piel más que la del rostro y las manos. Anette no se habría marchado en verano y tampoco en primavera, no sabemos si en otoño o invierno, pero nos gustan las estaciones frías y nadie se cuestiona que Anette escogiera irse con el viento y las hojas que desaparecieron de los recuerdos y las calles, de los árboles y los jardines. 

Por mucho que nos preguntemos qué fue de Anette, cada una recuerda que se marchó un día, pero no sabemos quién era Anette: ninguna recuerda el color del cabello de Anette, tampoco de qué color tenía los ojos, qué tipo de ropa usaba o qué tipo de manos tenía; ¿era pelirroja de ojos verdes y manos alargadas? ¿era morena de ojos miel y manos pequeñas? ¿era simétrico su rostro? ¿era linda la ropa que usaba? ¿quién era Anette? ¿su nombre significa algo más que letras olvidadas un otoño o un invierno? 

Al caminar por el pasillo principal -el que dirige a cada puerta de cada habitación-, hay una puerta rosa que tiene una gran "A" pintada en verde agua y aquella era la puerta de la habitación de Anette o podría ser de Aretha o Anel; la puerta no tiene marcas visibles y tampoco modo de abrirla, ninguna manilla de lado del pasillo y esa letra grande pintada es una letra que nos recuerda que alguien tenía un nombre que comenzaba con la letra "A". Quizás no era Anette la que vivió detrás de esa puerta, sino Aaron o Abel, quizás era un chico alto que vestía con camisas de franela y jardineras, quizás tenía rizos rubios y tenía dedos largos con uñas cuidadas. Quizás Abel sí se marchó en primavera o en verano, porque recuerdo las flores en el jardín, los pétalos en la calle y otros niños saliendo del hogar rumbo a algún otro lugar; supongo que lejano, supongo que mucho más allá de lo que se podía ver desde la ventana de la habitación.

Salí al pasillo dejando detrás de mí la única puerta de la casa que escondía detrás una habitación, la puerta del frente apenas se sostenía de la bisagra superior. No era invierno u otoño, no habían árboles a los cuales pudiera observar, tampoco corría brisa o el sol estaba en el cielo para saber si el clima era bueno y decir que me fui de casa en verano. No llevo prendas encima, son innecesarias. No llevo nombre tampoco, a donde voy los nombres no pueden ser dichos. 

martes, 12 de enero de 2021

Día XII: Seduce a la presa.

La fragancia aquella vez era la misma que ahora, Paco Rabanne. Luigi la olió por primera vez en la casa de la zona universitaria en la que su mamá lavaba ropa dos veces por semana. El nombre se lo había puesto su madre, porque era la única familia que tenía; trabajaba tanto que apenas la veía un par de horas al día; además de lavar, realizaba muchas labores que le quitaban el tiempo que debió usar en su hijo; Luigi, en la adolescencia, comenzó a buscar lo que su corazón anhelaba de otras personas. 

En la calle, con amigos, a veces veían fotos de chicas con poca ropa; uno de ellos contaba con un teléfono y dinero, pagaba para que esa chica le enviara una foto sin sostén, esta otra le mostrara las nalgas y a esa otra se le viera la entrepierna rasurada. Era imposible hacer evidente el resquemor por el cuerpo desnudo que mis amigos miran con lascivia, en cambio, guardo silencio y decido que usaré el mismo medio para obtener algo que necesito, aquello por lo cual mi madre no está en casa.

La ventana era pequeña, estaba cayéndose a pedazos, las termitas se habían comido el marco de madera desde dentro y, en algunos agujeros, pequeñas bolitas cafés se escurrían hasta el suelo,  el color verde deslavado del marco le daba un aire de nostalgia, apenas dos bisagras sostenían las piezas móviles, cuatro vidrios sucios y pequeños a cada lado. Tenía el brazo colgando en el marco de la ventana y medio torso fuera, sudaba por el calor de la madrugada caribeña. Su rostro estaba a metros de la calle, se mantenía con la mirada baja y pensaba que podía vender la imagen de su cuerpo desnudo, pero no contaba con medios para hacerlo; no tenía a quién pedir ayuda, menos conseguir un cómplice. 

Escuchó un click que provenía desde algún lugar cercano, levantó la mirada y los ojos verde ópalo buscaron el origen del sonido o algún atisbo de presencia humana, pero no pudo distinguir más que sombras proyectadas o superpuestas en la calle, los irregulares adoquines perlados y la luz vacilante de las farolas dispuestas en algunas ventanas de casas vecinas. Mientras intentaba enfocar su atención en la búsqueda, pudo percibir una fragancia que le pareció familiar; cerró los ojos, concentrándose en retener ese olor en la nariz, y pudo identificarlo como Paco Rabanne. Un brillo tenue salió desde unas escalerillas cercanas, otro click –esta vez más nítido–. La fragancia era tan intensa ahora, que parecía impregnar todo el espacio que lo separaba de esa cámara fotográfica. 

Saltó a través de la ventana y quedó de pie sobre la calle, comenzó a caminar. Deseaba ver  a quien sostenía el lente, un intruso que capturaba su imagen mientras él mismo no podía hacerlo. Escuchó otro click. El brillo desapareció tras otros sonidos –un cierre, un broche y una correa–; de seguro, ese extraño, estaba guardando la cámara. Se quedó tieso un momento, inmóvil. Llenó los pulmones de aire, corrió y gritó al mismo tiempo; no alcanzó siquiera a ver el rostro del extraño. Lo jalaron del brazo desde la oscuridad y lo golpearon hasta aturdirlo.

Un click más y el último que oyó, provenía desde muy cerca, quizás justo encima de su cuerpo. Sintió que le tiraban algo cerca de las manos. Se incorporó y acomodó su ropa, entre el sudor y la sangre, fue difícil cubrirse. Lo que le habían tirado, se había quedado pegado al suelo a causa de la humedad, aquello por lo que su mamá estaba poco en casa.

lunes, 11 de enero de 2021

Día XI: Hay otras conmigo.

Mi abuela nació en un pueblo que ya no existe y vivió la mayor parte de su vida en un pueblo que también desapareció. Trabajó desde muy joven para familias extranjeras: cocinaba, lavaba, limpiaba y se encargaba de todo en esa casa ajena. Se fue a un pueblo lejano con una maleta llena de sueños –literal–; cuando abandonó su pueblo natal, ella no tenía posesiones. Vivió más de cuarenta años en ese lugar. Trabajó para muchas familias. Alguna vez le ofrecieron salir del país y seguir trabajando como nana en Canadá, ella rechazó la propuesta. Conocí a mi abuela apenas nací, su casa y la de mi familia estaban frente a frente, separadas por una calle de un par de metros de ancho. Los números de las casa eran “D-208” y “E-208”.

Cuando mi abuela se jubiló, comenzó a visitarnos a diario: llegaba a las 8:00 de la mañana y se iba pasadas las 20:00. Cada día de mi infancia la vi, cada vez que nos visitaba me traía embelecos.    

Mi abuela era una persona odiosa en cierto sentido, muy terca y entrometida. No había objeto de la casa que no tomara o cambiara de lugar; si había algo escrito, lo leía; si había algo cerrado, lo abría; si había algo apagado, lo prendía. Era como si viviera subordinada a un impulso invisible que le impedía quedarse quieta y permitir que las cosas estuvieran en alguna posición que ella no había determinado. A pesar de que no se movía rápido, cuando sonaba el teléfono, se esforzaba para llegar y contestar: deseaba saber quién llamaba, para qué y a quién; no podía quedarse con esa duda. Lo mismo con los visitantes, aunque si no alcanzaba a llegar a la puerta, ella miraba por cualquier rendija que le quedara cerca y oía las conversaciones (aunque duraran horas). 

Según recuerdo, mi abuela veía a gente desconocida rodeando su cama; a menudo gritaba y pedía ayuda porque había otras personas con ella y no sabía quiénes eran. Eran alucinaciones, nadie entraba a la casa más que la familia directa y cercana. Se le diagnosticó demencia senil. En casa la ignorábamos cuando gritaba porque sabíamos que nada era cierto: no había hombres robando sus joyas, no había hombres en el patio, no había hombres intentando llevarla a otro lugar. Nadie podía cuidarla en el estado en que estaba, no podía ponerse de pie, no podía comer por sí misma, no podía asearse o discernir entre algo real y algo imaginario.    

Yacía inmóvil sobre la cama. La cabeza reposaba sobre una almohada baja –cuando jamás había podido dormir con el torso alineado con la cama–, una trenza larga descansaba a un lado y le llegaba hasta el hombro; el resto estaba cubierto con una manta a cuadros. Gran parte de su cuerpo había desaparecido, los meses que pasó postrada le habían quitado, al menos, veinte kilos de encima. Tenía la piel del rostro pegada a los huesos, jamás la había visto tan delgada y, en ese momento, se parecía a mi abuela materna… sí, era obvio, por el peso de más no se notaba la similitud, pero ambas eran medio hermanas. En la muerte se parecían mucho, el rostro era el mismo. 

En el cementerio, metieron el cajón en un lugar erróneo y mi tía lo notó, tomó la palabra y dijo en voz alta: “se equivocaron, el nicho está en otro lugar”. Mi padre la miró y dijo: “suspicaz, la vamos a dejar en el nicho definitivo más tarde”. Una hora después, cuando todos se habían ido, abrimos el cajón, sacamos algunas mantas enrolladas (que se habían puesto para mantener el cadáver quieto) y metimos a mi bisabuela forzando un poco las piernas de mi abuela, acomodando ambos cuerpos para que pudiera cerrarse el ataúd. No hay más espacio en los cementerios, hay que aprovechar los nichos y, muchas veces, se ponen dos o más muertos en el mismo cajón. Mi bisabuela tenía el tamaño de una niña de siete años, llevaba décadas muerta. Se había encogido hasta quedar como una figura diminuta, sólo los huesos dentro de un saco de piel seca; se momificó el cuerpo, a causa de la posición en altura del nicho. Nos dijeron que era extraño que pasara, pero fue una forma justa para enterrarlas en el mismo lugar.


III Mundial de Escritura - 2020

domingo, 10 de enero de 2021

Día X: Recuerdos del suelo

La primera vez que vi algo que no podía explicar, tenía diez años. Vivíamos en medio del desierto, en un pueblo minero rodeados de tortas de relave color rojo –cerros artificiales con cúspide plana hechos de rocas desechadas por las refinerías de cobre–. Con mi hermano nos mandaban a tirar la basura a un contenedor a un par de cuadras de la casa, por la tarde, cuando ya no había luz natural. Cada uno llevaba una bolsa negra, a veces chorreando líquidos percolados, del tamaño justo para que las cogiéramos y las desplazáramos dos cuadras. Siempre era una aventura salir de noche, porque no nos dejaban jugar afuera después del atardecer. Ese día, nos asustamos porque vimos luces de colores en el cielo a muchos metros sobre los cerros detrás de los relaves: amarillas, rojas, verdes y azules que titilaban entre las nubes, agrupadas sobre algo que parecía estar flotando sobre el desierto. Habíamos visto hacía poco la película “Encuentros cercanos del tercer tipo” y teníamos en la mente la imagen de la nave que sale casi al final, lo que vimos se parecía mucho. Corrimos casi las dos cuadras de regreso a casa y nos cruzamos con un muchacho sin rostro, creo que gritamos y seguimos corriendo más rápido hasta llegar a la puerta de la casa. Nuestra madre nos abrió la puerta, supongo, o quizás nos esperaba de pie en el antejardín. 

La vida en el lugar era muy aburrida; había centros recreativos a los cuales nunca fuimos, porque éramos muy niños para ir (“Arcoíris Center”) o el lugar estaba destinado a los hijos de otro tipo de trabajador (“Chilex Club”). La primera vez que me escapé de casa tenía doce, me subí al automóvil de un primo del amigo que me había invitado. Pedí permiso, pero no hice caso a la negativa de mi madre; salí corriendo de casa y me subí al auto, le dije al primo que nos fuéramos. Esa fue la primera vez que entré en el Chilex y no me gustó, no era un lugar para mí: dentro había piscina, salón de baile, restorán, canchas de tenis, fútbol y salones para reuniones. Mi padre me había advertido que no fuera a ese lugar porque no nos correspondía usarlo, no debí ir. Volvía a casa y me pegaron en la cabeza, con la palma abierta, por el escape: jamás volví a huir de casa y tampoco a pedir permiso para actividades de ocio. 

Mi niñez pasó mientras jugaba con mi hermano, nos subíamos a cohetes o barcos hechos de chatarra metálica y restos de camiones mineros. Había un parque dispuesto en cuatro mesetas, con un camino serpenteante que unía cada lugar: arriba estaban los juegos pequeños para niños (columpios bajitos, carruseles, figuras a las cuales te podías montar con facilidad); abajo estaban los juegos para adolescentes (resbalines altísimos, sube y baja largos, columpios con cadenas de más de tres metros). 

Viví en aquel lugar desde mi nacimiento hasta mis dieciséis años. Viví año y medio en una ciudad a veinte minutos al sur: un lugar seco y con un viento tan fuerte que podía levantar la tierra del desierto, en total abandono y con un futuro que sería similar a cualquier pueblo minero. Luego, me fui a vivir a una ciudad a dieciséis horas al sur, con clima mediterráneo, a media hora de la playa (yendo al occidente) y a media hora del valle (yendo al oriente).


III Mundial de Escritura - 2020

sábado, 9 de enero de 2021

Día IX: Esa verdad.

Sí, este caso se resolverá rápido. Me ganaré un buen dinero, obtendré excedentes, estaré todo un mes viviendo relajadamente y, además, me alcanzará para poner los pies sobre mi siguiente caso. Quisiera decir que soy un buen sujeto, un ser humano que se gana la vida de buen modo, uno que resuelve casos, pero no soy así: decir siempre la verdad, pero ocultar las pruebas; resolver casos, pero ocultar evidencias; cobrar por lo que hice, pero mentir sobre los costos. 

La última vez que estuve con alguien –en serio–, descubrí la causa de un dolor en los pies que ella sentía hacía años y que los médicos no habían sabido explicar. No se lo dije de inmediato, aunque mi primera hipótesis resultó siendo acertada. Después de conocer su historia familiar, conversar con sus padres y visitar un columpio que disfrutó durante su infancia; comprobé que se trataba de un duendepie. Ya me había pasado muchas veces en el pasado, la gente no me creía, por lo que ideé una forma de “decir-sin-decir-la-verdad”, inventarme algo convincente, pero creyendo en la versión que ocultaba con celo, estando seguro de las pruebas que había conseguido, archivando todo y leyendo mis propias vivencias como historias de fantasía. Me fue fácil conseguir pruebas del duendepie; ella, a veces, dormía en mi casa y tenía el sueño pesado. Cuando confirmé mi hipótesis, me dispuse a conseguir pruebas y una noche cualquiera, esperé a que se durmiera y puse papel entintando sobre el cubrecamas, tiré harina sobre el suelo de la habitación y me senté a esperar tan quieto y en silencio como pude. Si estas cosas se vieran, todo el mundo las creería; como no se ven, hay que poner trampas. Con la luz tenue del amanecer, pude ver con claridad las marcas dejadas sobre el suelo (las fotografié) y algunas impresiones palmares en el papel entintado. Guardé el papel y barrí la harina. Me acosté y fingí despertarme con ella. Le conté que mi abuela también padecía de dolores en los pies, pero que se habían acabado cuando comenzó a dormir con los pies cruzados, le expliqué que era producto de la mala circulación y bla bla bla; le costó acostumbrarse, pero terminó haciéndolo y ya no le dolieron. Ella terminó conmigo porque, en un momento de debilidad (e intenso enamoramiento), empujado por unas copas, se me salió lo del duendepie y las fotos y las impresiones y todo se fue al carajo. Me acusó de mentirle, me dijo que era un sicópata egocéntrico. Es difícil saber que sostienes la verdad con verdad, pero no puedes siquiera acercarte a lo cierto: no se ven, sencillamente no se ven, yo no los veo, no sé su forma, no entiendo a ese organismo, no entiendo qué hacen encima de las personas, no alcanzo a comprender si son parásitos o seres vivos, si son algo… ¡algo! Explicarlo, mostrar las pruebas, ponerles nombre, registrar, buscar, resolver problemas, tener relaciones fallidas y quedar de mentiroso, sicópata, enfermo. Con dos pepas de analgésicos me olvido de la verdad.

El caso era fácil, el caso se acaba hoy. Cito a la dama en un café, llega puntual. Después de darle un sorbo al café, me acerco a ella con actitud y tono confidente. Le digo que se cambie de ciudad, que deje ese hogar viejo, que esa casa le hace mal; una sugerencia que no tiene que ver con el caso, por supuesto. Le digo que he atrapado a quien la sigue durante el día, que yo lo había resuelto para ella y que cada peso pagado, valdría la pena. Salgo del café y camino tranquilo, tengo en el bolsillo a la rata que seguía a la dama. Esta vez no la dejaré escapar, es la misma que pillé cosiendo vestidos apolillados a principio de año; claro, jamás es la rata, jamás es algo que se vea. No es la rata, es lo que obliga a la rata a coser.


III Mundial de Escritura - 2020

viernes, 8 de enero de 2021

Día VIII: Incapaz.

Una señora de mi edad no debería hacer filas de ningún tipo. Claro, hay filas preferenciales y trato especial para mi grupo etario –viejos quejicas–, pero es indigno que una mujer como yo deba moverse de su casa para estar mucho tiempo de pie esperando que la atiendan. Hemos hecho mucho por este país, luché por mi familia y mis hijos, ahora por mis nietos; no soporto tener que estar de pie haciendo de tonta en la calle, con el sol en la cara y otros viejos murmurando detrás y delante de mí. Los jóvenes tienen que hacer filas, ellos pueden hacerlo perfectamente y la vida no se les va de las manos. No acostumbro maldecir, pero ¡diantres!

Llevo más de una hora de pie, la fila no avanza y comienzo a contar las razones para seguir ahí y las razones para dejar de estar ahí; al final del conteo, gana la opción de abandonar. Me salgo de la fila sin decir palabra, camino al centro, quiero un helado o algo dulce para que se me quite la rabia. A medio camino me encuentro con una amiga, una que no veía hacía mucho. La abrazo y me cuenta que llamó a José, de nuevo. Me cuenta que es la décima vez en el año, esto viene desde hace décadas; me revienta que no sea capaz de decirle siquiera una palabra a José. Yo conocí a José hace décadas, cuando aún nos tratábamos como “adultos” y no como “viejos”, lo presenté con mi amiga y ella se enamoró de inmediato. Si bien salieron por un tiempo y estoy casi segura de que tuvieron algo muy íntimo, dejaron de verse porque ambos eran adultos casados; decidieron continuar con la familia y por los hijos. Me tiene harta, me desespera con su lloriqueo, le dije mil veces que debía hablarle cuando lo llamara, pero no, no es capaz de decir una palabra. Me interrumpe un sonoro estornudo que sale de ella como si fuera una explosión, ella tiene los ojos llorosos y siento pena por ella; se ve como una niña a quien le han quitado un juguete. El estornudo fue un último intento de ocultar la tristeza, siguió contándome la historia que yo conocía, pero le agregó un detalle más. Se sonó la nariz. No le habló –como de costumbre–, pero esta vez se alegró de que estuviera vivo. Yo la miré y fingí que debía ir a otro lugar, me despedí y me fui murmurando. Salir de una fila para terminar en un drama sin solución posible me había provocado ira, sentía un vacío en el estómago y lo único que deseaba era poder sentarme a comer un café helado. 

Un local céntrico, una mesa vacía. Pido mi café helado y todo continúa mal. El muchacho que me atiende no entiende lo que le pido, me pregunta si deseo un café y un helado, le digo que no, que es un “café helado”; termino pidiéndole a una señorita que tome mi pedido. Se demoran, las personas en las otras mesas comen y disfrutan mientras yo sigo sentada esperando mi café helado. Cuando la señorita llega con mi pedido, el chocolate está chorreando fuera de la copa larga y el plato, la cuchara está pegajosa; la crema se cae por los bordes y el helado se hunde de a poco en el café, las galletitas están molidas y el aspecto es desagradable. Pienso que si está rico, poco importa que el aspecto no sea lindo. Nada, nada está bien en ningún lugar. Las galletitas están húmedas y no crujen en la boca, la crema tiene sabor a refrigerador, el helado está rancio y el café no tiene azúcar; el mal sabor de cada ingrediente y el amargor del café provocan que arrugue más el rostro –si es que eso es posible, tengo ya setenta años–. Me levanto enojadísima, le reclamo a la cajera y pongo los billetes sobre la mesa, me voy sin recibir boleta y tampoco palabras de nadie. Camino iracunda, me subo al primer colectivo que pasa; el chofer intenta entablar una conversación conmigo, ni le contesté, ni lo miré en todo rato. El sujeto se detenía cada par de cuadras, subían y bajaban personas, estuve media hora sentada dentro esperando a que el chofer recordara que yo estaba dentro. No pude contenerme: ¿Este colectivo para en algún momento o estamos yendo todos a tu casa? El chofer se detuvo y me dijo que mejor caminara, me dejó a cinco cuadras de mi casa. Me fui murmurando y gritando cada par de pasos, era el colmo; ese había sido un día terrible. 

Al llegar, mi nieto sale corriendo para recibirme, me abraza y me dice: “ñaña, te quiero”. Tiene tres años, apenas habla y acostumbra llamarme ñaña, me gusta. Mi otro nieto sale detrás del pequeño, tiene quince y está en la edad difícil, no me abraza, pero me gusta que sea capaz de oírme aunque no sienta un mínimo interés en mis historias de vieja quejica. “¿Qué te pasó, ñaña? Otra vez te tragaste la rabia, tienes la frente muy arrugada”. Sí, le digo, muevo un poco la cabeza, sé lo que va a decirme. Ñaña ¿hace cuánto que no luchas? ¿por qué no dices lo que piensas?

jueves, 7 de enero de 2021

Día VII: El sol y el silencio.

Una vez al mes, con algunas amigas, nos juntamos en lo que hemos denominado con cariño “Noche de Chicas”. La Noche de Chicas es una reunión nocturna, en donde cada una de nosotras se permite tiempo en que somos mujeres sin pareja a la cual acompañar, sin hijos a los cuales atender, sin trabajo pendiente que entregar, sin familia a la cual rendir cuentas, sin compromisos ni obligaciones; decidimos que necesitábamos una noche para nosotras, para conversar y reír lejos de casa. 

A media hora de la ciudad, ya estás dentro de un valle precioso. Un río que corre cristalino al costado del camino, un sol precioso que jamás se oculta, la brisa cálida que te acompaña –justo para disfrutar y no sentir frío– y convenientemente cerca de la ciudad, lo que nos permite ir durante la tarde, pasar la noche allá y volver temprano a la mañana siguiente. Esta vez nos juntamos más temprano que de costumbre, a las 15:00, después de almuerzo; se acercaba vertiginosa la semana de vacaciones de invierno y queríamos un momento a solas antes de comenzar a pensar en los paseos familiares y cómo entretener a los niños durante catorce días. Nos juntamos temprano porque queríamos pasar al río antes de llegar a destino. 

Puse algunas cosas en la mochila, objetos cotidianos más algunos otros que consideraba cuando íbamos al valle; mi traje de baño y un pareo, una toalla colorida; ropa delgada para pasar la tarde y alguna más gruesa para la madrugada; una botella de vino y algunos dulces; una cámara para sacar fotografías análogas; un libro que no podía dejar en casa.  

Si no fuera por mis amigas, no saldría de casa. Trabajo y vivo en el mismo lugar, cuido a mis hijas y acompaño a mi madre, me ocupo de un jardín minúsculo que me ha brindado una ocupación relajante, me encargo de que todo esté limpio y sea un lugar agradable para vivir; no es un mal lugar, pero a veces me agota. 

El viaje se me hizo corto, el tiempo vuela si conversas con alguien de confianza. Llegamos al río alrededor de las 15:50. Sacamos las mochilas del automóvil y bajamos al río, encontramos un lugar limpio y muy agradable. El brillo parpadeante que sale del agua me molesta, decido recostarme y cubrir un poco mi rostro con un sombrero de ala ancha; las demás están chapoteando en el agua. No siento sueño y tampoco me dormiría ahí. Pienso en lo tranquilo que está todo, si no fuera por las risas (y, a veces, carcajadas) de mis amigas, hubiera pensado que no existía otro tipo de vida en el lugar. Parpadeo y pienso en que debería estar escuchando algún zumbido o el trino de algún pájaro, nada. Silencio y risas, chapoteos. 

Bostezo y veo a mis amigas acercarse, se secan, cambian su ropa y comienzan a buscar los termos para servirse algo caliente; llevamos té, café, mate y aguas de hierbas. Me levanto y pienso en comer algún dulce, le pego un mordisco a un alfajor. Converso con ellas, me río también. Ya pasadas un par de horas, oímos maullidos e intentamos buscar a los animalitos; pensamos que quizás serían una camada que acabó abandonada por ahí. Las mujeres sentimos debilidad innata por todo ser vivo pequeño e indefenso, las mujeres estamos preparadas para hacernos cargo de un animalito abandonado o, incluso de una guagua ajena, hace falta que las circunstancias junten a un mujer con un bebé humano o animal. Encontramos a unos gatitos en medio de un montón de pasto que parecía un nido, decidimos llevarlos con nosotras porque no vimos a ningún gato adulto en los alrededores. Eran tres gatitos, nosotras cuatro amigas; una conducía y las otras teníamos un gatito en brazos. 

Llegando a la cabaña, acomodamos a los gatitos dentro de una canasta y los tapamos con una chaqueta. Lo demás fueron conversaciones y risas, como siempre. Bebimos el vino lentamente y la botella nos acompañó un par de horas. Ya era de madrugada y decidimos ir a dormir, una de nosotras se haría cargo de los gatitos. Los movimos un poco para asegurarnos de que estaban calentitos; maullaron un rato y después se durmieron. Verifiqué que la puerta estaba cerrada y también cada ventana, me acosté y la lámpara de mi velador fue la última en apagarse. 

Oí gritar a alguien desde la habitación contigua, un grito de sorpresa o susto; no lo supe en el momento porque estaba medio dormida. ¿Qué pasó? –dije en voz alta– ¿estás bien? Desde la otra habitación escuché un traqueteo y unos pasitos rápidos que se acercaban. Oye, un gato con corbatín está golpeando la puerta –me dijo Ana–, es verdad, no te rías; oí un golpeteo, como de uñas sobre una mesa, me acerqué a la ventana y vi al maldito gato golpeando la puerta, cuando grité el gato me miró y le vi el corbatín. No pude contener una carcajada que casi me dejó sin aire, las demás ya se habían levantado, habían escuchado la historia y también estaban a punto ponerse a reír. Nah ¿un gato golpeando a la puerta? ¿acá tan lejos, golpeando la puerta y con un corbatín? –pregunté intentando contener la risa–. Ana tenía la cara roja de rabia, ella era la amiga con la piel más propensa a colorearse, podías verle escrito “no te burles” en la frente; yo era la amiga escéptica, me costaba cree en algo sin verlo. Ayleen y Camila intentaban ahogar las últimas risitas que se les escapaban cuando un golpeteo se oyó claro. Hacía un momento Ana estaba roja de rabia y ahora tenía los ojos muy abiertos. Ayleen y Camila eran más bien miedosas, y quizás el instinto fue el que les dictó que tomaran a los gatitos, resguardándolos de cualquier cosa que podría pasar de madrugada. Les voy a demostrar que no hay nada que temer –les dije mientras me dirigía a la puerta con las llaves en la mano–. 

Al abrir la puerta, vimos al gato con corbatín, de pie. Nos habló en un tono muy calmado y amable, nos pidió que, por favor, le devolviéramos a sus cachorros.


III Mundial de Escritura - 2020

miércoles, 6 de enero de 2021

Día VI: Viajeros.

Un gato y un oso están sentados en el sillón, pienso que tiene una manía extraña porque cuando intento ocupar el sillón o dejar mi mochila encima, siempre se enoja y me dice que ese sillón es del gato y el oso; si no está de ánimo para retarme, se levanta de donde esté sentada, toma al gato y al oso, y los deja en otro sillón que esté desocupado. El gato tiene un rostro aniñado, ojos negros brillantes de perlitas plásticas, nariz rosa, bigotes y pestañas de un celeste pálido, lleva puesto un pijama morado: es un gatito bebé antropomórfico. Cuando apareció en la casa, por supuesto le pregunté de dónde había salido y me contó que la polola de su hermano se lo había enviado desde Kiev, Ucrania. Aún sabiendo que ese gatito fue confeccionado a mano –a croché– en un país del otro lado del mundo, no me parecía que mereciera su propio sillón en esa casa; tampoco venía de una persona querida, sino de la polola de su hermano (con el cual no tenía buena relación); tampoco era algo extraordinario, sólo un gatito bebé que había sido hecho en Kiev y enviado a otro continente. Con el oso me parecía más convincente que tuviera un espacio reservado en esa casa. Sabías que era un oso pardo por el color café de la cara y las orejas que sobresalían de su casco de astronauta, el resto te lo tenías que imaginar porque llevaba una réplica exacta de un traje espacial, unos estampados del traje sugerían cierta importancia: una bandera de Estados Unidos, un logo de la NASA, uno del Apollo 14 y uno de la “Smithsonian Institution” (y una etiqueta bastante llamativa que mostraba un sol amarillo en fondo celeste, además de recalcar que el oso astronauta había sido comprado en la “Smithsonian Institution”). El oso salió de una feria de las pulgas, estaba en muy buen estado, excepto por el frente del casco; era un plástico estropeado por el maltrato hacia el peluche. Ella se llevó el oso a casa y le quitó el plástico descosiéndolo del peluche, la cara del oso se enfrentó al exterior por primera vez y ella acarició ese rostro suave. Un oso del Apollo 14 de nacionalidad estadounidense y un gatito bebé que nació en Kiev: no, aún no me parecía que esos dos peluches merecieran un sillón para ellos solos. 

Siempre me llamó la atención su manía con los peluches, juguetes y objetos pequeños de otros países, me parecía aún más extraño porque yo sabía que odiaba viajar. Le gustaba también tener recuerdos de otros países –a los cuales no había ido–: el refrigerador de la casa estaba lleno (de arriba hasta abajo) de figuritas magnéticas adheridas. Cinco peluches: dos conejos idénticos con corbatín azul, un tigre, un mono azul de Plaza Sésamo y un M&M verde con labios pintados. Recuerdos de lugares turísticos que no conoce: un autobús lleno de gatos de Kiev, un antiguo automóvil rojo de Cuba y una flor celeste y rosa de Isla de Pascua. Gatos negros en posición de juego (de goma), cuatro Vespas alineadas (de metal), dos pancitos con rostro (de espuma) y un montón de imanes de librerías, ferias del libro, retratos de gatos antropomorfos, frases en pro del orden de la casa, ilustraciones de creadores locales.       

No, no hay caso. Decía que le molestaba que la gente dijera “me apasiona viajar”, porque creía que no era cierto. ¿Cómo era posible que a la gente le gustara quedarse fuera de su casa, con todas las incomodidades que eso significaba? ¿por qué se aguantaban horas y horas de viaje sentados para estar un par de días en algún lugar extraño? ¿para qué viajar a otro lugar cuando podías ver todo el mundo (y el espacio) desde tu computador? Ella no lo entendía, yo no la entendía a ella.


III Mundial de Poesía - 2020