sábado, 9 de octubre de 2021

Olvidos cotidianos - Día IX

No fui una niña “problema”, tampoco una guagua problema o una adolescente problema… quizás jamás fui un problema para nadie: ninguna queja de mi familia, tampoco de ningún profesor, de ningún pediatra o dentista, de ningún compañerito. Si bien no era yo un problema, tampoco era una niña extraordinaria que destacara por alguna habilidad sobresaliente: notas promedio, comportamiento promedio, estatura promedio, escritura promedio, salud promedio. En cambio –y en contraste- las amiguitas que me hice en el colegio sí destacaban de alguna u otra manera; recuerdo que una terminó castigada porque había atacado a un compañerito de clases con un lápiz portamina, terminando el niñito con un fragmento de mina debajo de la piel (su madre no la retó y no le importó que la profesora la mandara llamar porque mi amiga explicó el ataque diciendo que el niño víctima, minutos antes, le había tocado el trasero y ella sólo se defendió). En alguna otra oportunidad, alguna otra amiga, lanzó una mochila por una ventana abierta del aula –desde el patio- porque no había alcanzado a dejarla dentro y tampoco deseaba pasar el recreo con la mochila al hombro; se llevó un reto, pero su madre tampoco la retó pues no entendía que las aulas mantuvieran la puerta cerrada en horario de clases (aunque fuera durante el recreo). Con esas amigas me tocó reír y llorar mientras crecía, porque los retos y los llamados de atención se los llevaban ellas (cada madre sabía lidiar bien con cada problema de su niña y cada niña problema) y, como yo era parte del porcentaje de niñitas bien portadas, mi madre cada tanto me decía: “no te juntes con tal o cual niñita, son mala influencia”, razón por la cual lloraba mucho y acababa haciendo llorar a mis amigas también porque mi madre hacía patente su rechazo hacia esas actitudes tan poco de niñita. Un día, cuando ya estaba harta de oír a mi madre decir eso, decidí –por primera vez- actuar saliéndome del promedio, desencasillarme de esa actitud que mi madrecita tanto admiraba de “niñita bien”: como consecuencia de un insulto que una compañerita de curso profesó contra mí, de regreso le tiré una pelota de básquet en pleno rostro. En el momento no fue para tanto, me sentí liberada de ese promedio bien portado y ese comportamiento que me situaba dentro de la media, dentro del promedio que no llama la atención, sin embargo, pasados los minutos, un montón de niñitas salían del baño y me decían que a la niñita -a la cual le llegó el pelotazo- no dejaba de sangrar: en cinco minutos había pasado de una sensación de alivio a sentir culpa, a los diez minutos sentía miedo y a los quince me había salido tanto del promedio que las niñitas me decían que me iban a echar del colegio. Pasar de ser la niñita-bien-portada-promedio a la mala influencia por quebrarle la nariz a una compañerita de curso destrozó a mi madre, vivíamos solas y yo era su única alegría; ya no podría jactarse de tener en casa a la niñita perfectamente tranquila, todo el colegio (e incluso mucha gente ajena al colegio) ya sabía lo que había sucedido y a mí me miraban con rostro de desaprobación –cosa que noté, pero que poco afectó mi autoestima-, pero mi madre pasó una buena temporada mirando al suelo, con la cara enrojecida por la vergüenza, cada vez que se encontraba de frente con alguna apoderada, padre, madre o profesora.

Creo que nunca te recuperaste de eso y, aunque no tengo forma de saberlo, lo noté; ya ni recuerdas aquello y yo te lo cuento como si no hubieras estado ahí, como si no lo hubieras vivido –le digo, esbozando una sonrisa apenas perceptible por una comisura del labio ligeramente más alta que la otra-, no tiene sentido que te siga contando esto, termino de beberme esto y me voy.  

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