La caja con la “cosa rosa” estaba envuelta en un paño gris anudado justo
entre sus piernas desnudas, Joanne había despertado del peor sueño de su vida
para comenzar a caminar en otro. Un sonoro pedo hizo que girara la cabeza, a su
lado Alabastro se tocaba los cojones mientras balbuceaba algo sobre un patito
de goma azul; Joanne le observó un momento y la imagen del hombre pájaro le dio
náuseas. Un recatado “buen día” le hizo mirar al otro lado y vio claramente a
Saint Muerte medio dormido acurrucado sobre sí mismo, pero hacia atrás, con la
espalda arqueada, nuca con culo, rodeado de lo que Joanne suponía sus piernas;
otra imagen que se le hizo insoportable. Las señales parecían claras, ellas se
había dormido desnuda en medio de dos extraños seres salidos directamente de la
dimensión de la “cosa rosa”. ¿Escapar?.. Saint Muerte podría alcanzarla y el
desaliñado de Alabastro podría engullirla, ambos podrían hacerla desaparecer en
un instante y la “cosa rosa” jamás llegaría a su destino. Joanne miró a Saint
Muerte y le dedicó una sonrisa forzada que él interpretó como sincera, ambos
extendieron sus manos y las estrecharon cuando otro pedo sonó cercano a ellos;
Alabastro extendía una de sus alas y la dejaba caer sobre las manos unidas de
Saint Muerte y Joanne. La “cosa rosa” seguía en el suelo esperando
pacientemente ser entregada por su transportadora, ya existía un retraso de
doce horas ¿cuánto más debía esperar? La “cosa rosa” no tenía conciencia de su
poder, sin embargo, sí era consciente del retraso que la aburría; situación que
la llevó a recordar sus primeras horas de vida. La vaga imagen del beso cálido
de un ser humano bastante desorientado, un sujeto que articulaba una idea
inconexa que contenía las frases “patito de goma azul” “pelota de golf
amarilla” “singularidad cósmica”… y un balbuceado “te amo cosa rosa”. Pensó que
“cosa rosa” sería un nombre aceptable e implantó la idea en las siguientes diez
personas que tuvieron contacto con ella: siete yonkies (uno tras otro en
espacio de media hora), Joanne, un tal “cuatro dedos” y el buen Jimmy. Desde
aquel momento y en un instantáneo salto de tiempo después, la “cosa rosa” era
blanco de todos los que alguna vez habían probado alguna droga en su vida;
recordaba intentos de secuestro, asesinato, violaciones, suicidios, violencia
gravemente deformante a su parecer. Hacía
meses atrás, un yonki pasado de dosis había entrado en el laboratorio 4 de
calle Pavilo, destrozando la mayoría de los implementos allí guardados, sin
embargo, antes de irse se detuvo a mezclar sustancias que le parecieron, en sus
propias palabras, “jugos mágicos”. Algunas horas después una sustancia de color
rosa cobraba vida, arrastrándose fuera del laboratorio hacia un rumbo
desconocido. La “cosa rosa” fue un tremendo error, como otras muchas cosas que
había en la vida de Joanne, pero de alguna manera debía ganar dinero y la “cosa
rosa” significaba dinero, además de insomnio y paranoia, asuntos con los que
había aprendido a vivir.
jueves, 26 de abril de 2012
La estación de la carne
Carne en descomposición, carne que se pudre, sangre que ha perdido sus límites dentro de la
carne, el violáceo profundo de un golpe, sangre que se corrompe en el cuerpo. Conocerla,
oírte hablar de la mujer que había inspirado lecturas y el imprevisto
encantamiento por la literatura, inmiscuirte en su mundo y llenarla de mitos,
de fuerzas que jamás tuvo. Hacía horas el café esperaba sobre la mesita de
noche, no había interés en beber, el cigarrillo se convertía en cenizas que no
te molestabas en sacudir, parecía que las cosas tomaban un rumbo grave y
confuso, los golpes tenían algo que ver en todo esto. Mantener la boca cerrada
llena de sangre debe ser difícil, sonreír con los dientes maquillados carmesí
es una imagen horrenda, escupir no es digno, dejar de hablar porque tu boca se
llena de sangre es imperdonable, tragarla es beberte el amargor de tus días
felices. Importarte de nada, estridente a mediados de semana cuando había dos
personas en la casa, en la misma habitación, odiándose, miran y examinan sus
ojos, se ven reflejados en la pupila del otro y [chaz-crash] el espejo roto, el
admirador de las cosas imposibles se lamenta porque la suerte no le acompañará,
la admiradora de las cosas improbables extrañará la baratija de su abuela que
jamás volverá a tener en sus manos. Las quejas constantes de que hay un pequeño
hilillo de sangre bajando por la frente del enemigo, las lágrimas difuminan las
arrugas, le hacen parecer una niña, se siente como una niña [bam-crash] espejos
rotos. Escaleras, el trayecto en que debes permanecer erguido y firme, bajarlas
dando tumbos, en el penúltimo peldaño luego del descansillo separando los
largos dedos blancos que encarcelan tus órganos maltratados. Al principio no
dolió porque al fin y al cabo el primero jamás se busca. [Bum] Espejos.
Mantenías entre tus dedos los cabellos canos que entrecortaban su cabellera,
estabas tan cerca y saboreabas en el
fondo de tu garganta el agrio olor del semen añejo, siempre estaba escapando de
su entrepierna para acabar impregnado en su cuello, cabello a cabello y no te
importó. [Crash] Espejos, el ojo de la tierra, el ojo de su culo, el ojo en
medio de su frente, pozos estancados de sangre, golpes a mano abierta sobre los
hombros y a puño firme en el vientre. Ojo, ojo de sangre.
Manual de suicida
Las ranuras
en que se han convertido los ojos del gato apenas pueden captar la luz, su
tercer párpado –blanco y venoso– puede verse desde el exterior, a pocos
centímetros del rostro peludo del gato en reposo. Las patas traseras se
contraen bajo el vientre, las patas delanteras se doblan sobre sí mismas para
acoger el torso del animal, el olor acre de sus deposiciones convierten el aire
en una mezcla difícil de respirar, la arena destinada a absorber su abundante
orina con toda seguridad está saturada hasta el punto de dejar las manchas
recientes bien definidas sobre la superficie.
En el baño el agua rancia
proveniente de la ducha se escapa por un agujero imposible de encontrar, el
piso de la ducha está cubierto por una masa compacta de hongos negros –los de más
cuidado según algunos arquitectos–, al abrir la llave (que no provee más que
agua fría) éstos comienzan a liberar sus esporas y el olor parece transportado
de un pantano en los bosques celtas. El agua también se apoza bajo el
lavamanos, también tapado, con la marca gris de la última vez que no se pudo
evacuar el agua, además de la aterciopelada suciedad gris que se pega dentro
del lavamanos: restos de jabón, pasta de dientes, bacterias, caspa, partículas
diminutas de piel que se escapa de las manos frecuentemente. La taza del baño
solo puede contener orina, el rompimiento de esta regla supone que el agua
destinada a limpiar la taza aumente hasta llegar al borde superior e incluso
caiga como una pequeña cascada curva, las burbujas posteriores permitirán que
el agua se largue, lento, paciente como el retroceso de las mareas.
La luz está restringida, a ciertas horas del día no puedes
disfrutar de la luz artificial pues no hay, por las noches la ampolleta
instalada “a la mala” es el único aparato que se nutre de electricidad, no
puedes disfrutar del sonido incansable de una radio.
El desorden el frecuente, el gato deja sus pelos olvidados
allí en donde duerme, en los lugares más extraños, impregnando su olor, dejando
la huella de su pata limpia a salivazos. La bicicleta de color rosa –originalmente–
y ahora de un amarillo pastel muy mal aplicado descansa apoyada en una pequeña
repisa, junto a los aerosoles tóxicos contra arañas y mosquitos varios, una
bolsa de basura olvidada, esponjas sin uso, unos guantes de cuero utilizados en
jardinería, cloro. La ropa sucia, acartonada sobre muslos y tobillos, la
suciedad patente en formas de manchas oscuras: sangre, tinta, orina, almidón,
harina disuelta en agua para el batido frito que se preparó hace un mes. Una
bolsa de almendras abandonado hace tiempo hace presión con mi pierna derecha,
se caen algunas de la tabla en la repisa, pero la bolsa abultada sigue en su
sitio. Basura acumulada, tazas sucias, manchas de café muy azucarado y de té
amargo sin azúcar. Botellas vacías, polvo, cerillas usadas, cenizas de
cigarrillos e incienso barato (vainilla-naranja). El amuleto para la protección
adquirida en un viaje de ayahuasca, las semillas negras y rojas dispuestas como
un rosario, la mandíbula inferior de un carnívoro amazónico reemplaza la cruz
del hombrecito sufriente de sangre falsa; todo colgado de la toma de corriente
inútil, una caja de madera y plástico torpemente pintada de amarillo como todas
las paredes de la habitación.
Editorial Revista Literaria Escarnio N°29
Mórbido
Podía
caminar, sí. Podía moverse, aún. Todavía su abdomen de contenido descontrolado
podía cubrirse con un pantalón de tela de buzo con un elástico gastado
sujetándolo (ojalá no se rompiera dejando a su suerte la prenda, sobre el
suelo, las bocas se elevarían al cielo mientras su ombligo entristecería). Un
cinturón fue insuficiente, todo su torso se derramaba sobre el eje central de
lo que serían sus caderas; nacimiento de unos muslos gordos, abundantes en
grasas y líquidos retenidos hace semanas, meses. No había caso, las
singularidades mórbidas son difíciles de ocultar, el optimismo de los hijos no
era suficiente, después de todo ellos no estaban aumentando su tamaño
asquerosamente, no perdían la forma de sus cuerpecitos tersos, sus abdómenes
“colgajo de carne” no ocultaban sus jóvenes genitales; no tenían nada de qué
quejarse. No había pies si miraba el piso, quizás ya estaban gordos como sus
manos, agrietados por la carne que su piel no podía contener. El día en que su
abdomen comenzó a hablarle sugiriendo curiosas formas de cocinar un cerdo, un
trozo de carne o papas, no pareció importarle, ya le hablaba el azúcar y cada
objeto de la cocina, más tarde comprendería que aquellos objetos quería hacerle
un daño inmenso, matarla, rebanarla con sus hojas afinadas, cortarla en
láminas, si lo hubiese permitido, ahora sería parte del regusto delicioso de
una cena abundante en grasas, servida en vísperas de navidad, o mejor, servida
mientras los fuegos artificiales de año nuevo estallaban sobre los techos de
las casas de sus hermosos hijos, jóvenes que comen a su madre asada en sus
propias grasas.
Visiones del ojo púrpura I
Hyeronimus (como constaba en su acta de nacimiento) tenía
la garganta resentida por ir a fumar mota mientras su gato –macho e
irónicamente llamado Helena– se moría de hambre. Helena, el gato que se había
encontrado vagando en un lugar seco de flores mustias, un lugar de detalles
insólitos, insectos comiéndose la pata herida de un cachorro de pocas semanas
de vida, el gato ni maullaba, era una bola de huesos puntiagudos, parásitos
carcomiendo sobre la piel y bajo ella. Helena, el gato con bolas, quería comer.
Mucho antes de siquiera pensar en vestir su uniforme de trabajo, él
dedicó su tiempo libre a avanzar en la lectura de una novela fascinante, el
mismo libro que descansaba en su repisa, uno de los pocos que le habían
acompañado hasta su nueva vida en solitario. Leer, pasar la página y conectarse
con su sueño (como todo joven listillo y curioso) de convertirse en escritor.
Con aquella novela entre sus manos quería desentrañar los misterios que un
hombre mayor –de gran frente– le había insinuado mientras cavilaba en peroratas
alcohólicas. La primera parte del libro no le aclaró mucho y se sintió
decepcionado, cerró el
libro un poco confundido.
Salir de su pequeña habitación, encontrar a una desconocida dedicada a
pintar la protección exterior de su ventana principal, el comienzo de lo que
sería un día agotador. Teniendo poco más de media hora para llegar a su trabajo
se montó en su bicicleta y partió ciudad abajo sintiendo el cabello alborotado
y el cosquilleo del sudor en la sien. No a mucho pedalear recordó que el plato
del gato seguía vacío. No importa, pensó. Helena estará bien, pensó.
Al caer la tarde, cuando el cansancio le hacía perder el equilibrio, los
olores saturaban su sensible olfato y un gusanillo de corriente eléctrica le
recorría la espina dorsal haciendo que se adormeciera, el trabajo ya estaba
hecho; mientras se quitaba la ropa buscaba nervioso con la vista al chico
Casanova y a Gustav, ellos sí sabrían en qué terminaría la noche, él no
necesitaba pensarlo. Gustav iba enfermo por un muchachito menor que él, y no le
culpo, tenía muy buen gusto en todo orden de cosas. Casanova –a quien jamás se
le escuchó pronunciar su propio nombre– tenía un gracioso gesto en el rostro,
risueño como su fuese un animal despreocupado, alegre y olvidadizo, de
alucinaciones simples y reflejos rápidos. Gustav gozaba de su edad, Casanova de
su simplicidad, Hyeronimus aún pensaba en la razón de despertar a diario.
Tomando una de las bicicletas, Casanova fue a comprar “algo”, le esperamos
sentados fumando, regresó luego con nada la primera vez, la segunda extendió
sobre mi mano dos pequeños sobres de papel blanco cuidadosamente empaquetados
que guardé en mi bolsillo derecho. Había que buscar un lugar en donde liar
cigarrillos. En la plaza había un par de colchones tirados, ignoro la condición
de tales lastres, pero a lo lejos parecían cómodos, no me atreví a mirar de
cerca. Casanova me dio dos papelillos decorados con cerezas maduras, un
olorcillo dulzón activó mi saliva allí donde moría por beber agua. Gustav
recibía de cuando en cuando llamadas de su muchachito deseado. Yo, nervioso,
liaba un cigarrillo delgado y poco fiable, con filtro de papel enrollado.
Aspirar, insinuación de hojas ácidas escociendo la garganta rosada, tos de
Gustav irritado y congestionado, Casanova
al borde del colapso respiratorio. Risas estúpidas, intuición
distorsionada. Percepción deshecha, reordenada, refugio innato de tus confusos
incidentes sexuales. Automóviles pequeños, diminutos juguetes que Casanova
tomaba entre sus dedos mientras recorrían raudos la avenida de doble sentido que nos separaba de
los transeúntes temerosos. Lejos, una calle curva, pequeñas personas saliendo
de un túnel serpenteante, minúsculos y luego de un tamaño normal, cruzando las
calles que no alcanzábamos a ver. Gustav relatando sus alucinaciones, que no
recuerdo, excepto la de unas sombras que al acercarse cambiaban de tamaño, en
sus palabras: la sombra pequeña se hacía grande y la grande se hacía pequeña
¿en dónde Gustav viste sombras si nadie pasaba caminando en aquel momento? Me
monté en mi bicicleta y practiqué un momento, supuse que tendría cierta
dificultad con el equilibrio, pero nada pasó, de hecho era agradable sentir que
tus pies eran ruedas enormes que sorteaban la arenisca mojada y las
piedrecillas que hubiesen dañado mis pies. Casanova y Gustav me miraban
embelesados por algo que no alcancé a distinguir. Cuando me senté Gustav se
preparaba para marcharse, su muchacho le esperaba, él montó su propia bicicleta
y, luego de dar un par de vueltas de práctica, enfiló hacia la calle vacía y
pedaleó lo más rápido que le permitían sus funciones motoras adormecidas. Casanova
me acompañó –o yo le acompañé– hasta un concurrido lugar de vehículos de
transporte y se despidió rápido, como era común en él. Yo, montado sobre mi
bicicleta le grité un ¡cuídate! y desperté mientras pedaleaba a las afueras de
un pub –también irónicamente llamado Helena–, las muchachas me miraban, quizás
pensaron que iba a ojos cerrados, como hacía unas horas Gustav y Casanova me
habían comentado. A Hyeronimus no parecía importarle que su casa estuviese
lejos, siempre iba con su bicicleta, rápido como le permitían sus pedaleos
aviesos, sin frenos y por las calles más transitadas, a contrasentido, en las
avenidas simplemente se acomodaba sobre su bicicleta y parecía volar sobre el
asfalto, sorteando a las parejas –que odiaba–, a los perros –que amaba–, a las
viejecitas –por quienes profesaba una devoción casi enfermiza. En particular,
aquella noche, Hyeronimus se descubrió atravesando una ciudad distinta, con
edificios nuevos, fachadas hermosas que interrumpían el cielo, calles con
árboles que jamás había visto, farolas antiguas, decoraciones nuevas e
inquietantes, él sintió felicidad: sus anhelos de viajes, su sueño se hacía
realidad en su mente aturdida, sobre su bicicleta, en la ciudad que ahora le
parecía ilimitada, oscura; la ciudad del extranjero. Los cauces de los ríos
estáticos, la luna atrapada bajo el agua con su particular brillo extendiéndose
en ramas infinitas, islas de musgos negros, al viento bandadas de pequeñas aves
migratorias, visiones de un ojo olvidando su color. Hyeronimus pedaleando, el
olvido sobre sus hombros, pedaleos, equilibrio maltrecho, olvido, olvido.
Al cumplir tres días desaparecido las personas comienzan a extrañar a
Hyeronimus, la mujer curiosa abre la puerta roja que esconde el mundo retorcido
de su inquilino, el gato hambriento corre a través del portal iluminado para
atrapar con su hocico la libertad, el sol le iluminaba los ojos púrpura por
primera vez en tres días, corrió hasta la calle y se perdió siguiendo una
golondrina que volaba a ras de suelo.
Miedo a morir en un baño público
No me había fijado, “Serena Tango Club” despertaba del
letargo diurno, de una petite morte.
¿Ya era verano? las sombras de algunos orgullosos bailarines se apreciaban a
través de los inmensos ventanales del segundo piso, bien podían ser monigotes
recortados en cartón que alguien movía con un entramado mecanismo de cuerdas,
con tango y aplausos grabados, todo para engañar a algún incauto, sorprender al
curioso o provocar delirios en personas con mentes cansadas; eso podía estar
sucediendo, un pequeño jorobado riéndose de los ingenuos que creían en su
engaño. La luna se veía inmensa ¿ya era
verano?, su color delataba una adicción de años al cigarrillo, delirios de las
insoportables noches de verano.
Pensaba que había un retraso importante en la
publicación de la revista literaria, mis ojos parecían los de un gato queriendo
atrapar un animalejo, mis pupilas se veían enfermas, dilatadas. La fecha límite
acercándose, no, no más retrasos, la fuente de la inmortalidad a tiro de
piedra. Leí sobre pichas disecadas de toros y una noche de asesinatos a escopeta. Llega la noche en que se empapela
la ciudad, sabíamos bien que no sería fácil, jamás lo es. Hacía horas el café
esperaba sobre la mesita de noche, no había interés en beber, el cigarrillo se
convertía en cenizas que no te molestabas en sacudir, parecía que las cosas
tomaban un rumbo grave y confuso, el vino tenían algo que ver en todo esto.
Mantener la boca cerrada llena de sangre debe ser difícil, sonreír con los
dientes maquillados carmesí es una imagen horrenda, escupir no es digno, dejar
de hablar porque tu boca se llena de sangre es imperdonable, tragarla es
beberte el sagrado amargor de tu odio.
Entiendo tu punto, bastardo
-… mientras Escarnio se encargaba de asuntos más
importantes, el dinero se hacía esquivo, el trabajo convencional no era una
opción, las ediciones iban contra el tiempo, los enemigos se multiplicaban,
peleas, sangre en las páginas centrales de las ediciones recientes, mil
detalles que son del dominio público.
-Sabemos que había sangre en todos los ejemplares de
la edición N°30, exactamente en las páginas centrales, pero ¿de quién era la
sangre?
-Mejor pregunta es “¿de dónde era la sangre?”,
cincuenta ejemplares no se manchan con algunas gotas de una herida pequeña.
-Dejando eso de lado, sabemos bien como revista
especializada que su leyenda se construye sobre un castillo invisible, las
historias alrededor de Escarnio son demasiadas, las contradicciones son
evidentes y las mentiras están en cada palabra ¿qué puede decir a eso?
-¿Qué tanta razón tenía Burroughs cuando hablaba de Interzone? ¿quién cree que posee la
verdad? ¿Escarnio o aquellos bastardillos mugrientos?
-Fuentes muy cercanas a ustedes nos relatan los
hechos de un modo distinto, desmienten sus declaraciones, les acusan de
mitómanos, de enfermos mentales con contactos importantes…
-Observe esto un segundo –ella se levanta la falda,
no lleva ropa interior, una cicatriz negra se mueve sobre la piel de su
entrepierna lampiña, serpenteando; mientras la observo incrédulo, ella se cubre
y comienza a liar otro cigarrillo– ¿crees que alguien va a creerte?, esta
entrevista será parte del castillo que sostiene nuestra leyenda y no es
precisamente algo invisible. (Me quedo boquiabierto algunos minutos, intento
convencerme que soy víctima de un engaño. Ella sopla el humo de su cigarrillo
en mi rostro mientras habla). Continúa, se me hace tarde.
- …sí …¿cuándo se les ocurrió la idea de los “trabajos alternativos”?
-¿Trabajos
alternativos? –sonríe ampliamente mientras da una calada a su cigarrillo– por
favor, sabes bien que aquellos trabajos no eran “alternativos” sino ilegales,
jamás se nos ocurrió, no lo planeamos, todo comenzó con un mediocre marica de
cuarta y alguien que le odiaba, nos ofrecieron dinero y fue fácil desajustar
los frenos de la motocicleta, lo demás pasó sin que nadie hablara del asunto,
de eso ya más de tres años…
Editorial Revista Literaria Escarnio N°26
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