jueves, 26 de abril de 2012

Las extrañas noches de la revoltosa Joanne [2]

La caja con la “cosa rosa” estaba envuelta en un paño gris anudado justo entre sus piernas desnudas, Joanne había despertado del peor sueño de su vida para comenzar a caminar en otro. Un sonoro pedo hizo que girara la cabeza, a su lado Alabastro se tocaba los cojones mientras balbuceaba algo sobre un patito de goma azul; Joanne le observó un momento y la imagen del hombre pájaro le dio náuseas. Un recatado “buen día” le hizo mirar al otro lado y vio claramente a Saint Muerte medio dormido acurrucado sobre sí mismo, pero hacia atrás, con la espalda arqueada, nuca con culo, rodeado de lo que Joanne suponía sus piernas; otra imagen que se le hizo insoportable. Las señales parecían claras, ellas se había dormido desnuda en medio de dos extraños seres salidos directamente de la dimensión de la “cosa rosa”. ¿Escapar?.. Saint Muerte podría alcanzarla y el desaliñado de Alabastro podría engullirla, ambos podrían hacerla desaparecer en un instante y la “cosa rosa” jamás llegaría a su destino. Joanne miró a Saint Muerte y le dedicó una sonrisa forzada que él interpretó como sincera, ambos extendieron sus manos y las estrecharon cuando otro pedo sonó cercano a ellos; Alabastro extendía una de sus alas y la dejaba caer sobre las manos unidas de Saint Muerte y Joanne. La “cosa rosa” seguía en el suelo esperando pacientemente ser entregada por su transportadora, ya existía un retraso de doce horas ¿cuánto más debía esperar? La “cosa rosa” no tenía conciencia de su poder, sin embargo, sí era consciente del retraso que la aburría; situación que la llevó a recordar sus primeras horas de vida. La vaga imagen del beso cálido de un ser humano bastante desorientado, un sujeto que articulaba una idea inconexa que contenía las frases “patito de goma azul” “pelota de golf amarilla” “singularidad cósmica”… y un balbuceado “te amo cosa rosa”. Pensó que “cosa rosa” sería un nombre aceptable e implantó la idea en las siguientes diez personas que tuvieron contacto con ella: siete yonkies (uno tras otro en espacio de media hora), Joanne, un tal “cuatro dedos” y el buen Jimmy. Desde aquel momento y en un instantáneo salto de tiempo después, la “cosa rosa” era blanco de todos los que alguna vez habían probado alguna droga en su vida; recordaba intentos de secuestro, asesinato, violaciones, suicidios, violencia gravemente deformante a su parecer.   Hacía meses atrás, un yonki pasado de dosis había entrado en el laboratorio 4 de calle Pavilo, destrozando la mayoría de los implementos allí guardados, sin embargo, antes de irse se detuvo a mezclar sustancias que le parecieron, en sus propias palabras, “jugos mágicos”. Algunas horas después una sustancia de color rosa cobraba vida, arrastrándose fuera del laboratorio hacia un rumbo desconocido. La “cosa rosa” fue un tremendo error, como otras muchas cosas que había en la vida de Joanne, pero de alguna manera debía ganar dinero y la “cosa rosa” significaba dinero, además de insomnio y paranoia, asuntos con los que había aprendido a vivir.

La estación de la carne

Carne en descomposición, carne que se pudre,  sangre que ha perdido sus límites dentro de la carne, el violáceo profundo de un golpe, sangre que se corrompe en el cuerpo. Conocerla, oírte hablar de la mujer que había inspirado lecturas y el imprevisto encantamiento por la literatura, inmiscuirte en su mundo y llenarla de mitos, de fuerzas que jamás tuvo. Hacía horas el café esperaba sobre la mesita de noche, no había interés en beber, el cigarrillo se convertía en cenizas que no te molestabas en sacudir, parecía que las cosas tomaban un rumbo grave y confuso, los golpes tenían algo que ver en todo esto. Mantener la boca cerrada llena de sangre debe ser difícil, sonreír con los dientes maquillados carmesí es una imagen horrenda, escupir no es digno, dejar de hablar porque tu boca se llena de sangre es imperdonable, tragarla es beberte el amargor de tus días felices. Importarte de nada, estridente a mediados de semana cuando había dos personas en la casa, en la misma habitación, odiándose, miran y examinan sus ojos, se ven reflejados en la pupila del otro y [chaz-crash] el espejo roto, el admirador de las cosas imposibles se lamenta porque la suerte no le acompañará, la admiradora de las cosas improbables extrañará la baratija de su abuela que jamás volverá a tener en sus manos. Las quejas constantes de que hay un pequeño hilillo de sangre bajando por la frente del enemigo, las lágrimas difuminan las arrugas, le hacen parecer una niña, se siente como una niña [bam-crash] espejos rotos. Escaleras, el trayecto en que debes permanecer erguido y firme, bajarlas dando tumbos, en el penúltimo peldaño luego del descansillo separando los largos dedos blancos que encarcelan tus órganos maltratados. Al principio no dolió porque al fin y al cabo el primero jamás se busca. [Bum] Espejos. Mantenías entre tus dedos los cabellos canos que entrecortaban su cabellera, estabas tan cerca y saboreabas en el fondo de tu garganta el agrio olor del semen añejo, siempre estaba escapando de su entrepierna para acabar impregnado en su cuello, cabello a cabello y no te importó. [Crash] Espejos, el ojo de la tierra, el ojo de su culo, el ojo en medio de su frente, pozos estancados de sangre, golpes a mano abierta sobre los hombros y a puño firme en el vientre. Ojo, ojo de sangre.

Manual de suicida


Las  ranuras en que se han convertido los ojos del gato apenas pueden captar la luz, su tercer párpado –blanco y venoso– puede verse desde el exterior, a pocos centímetros del rostro peludo del gato en reposo. Las patas traseras se contraen bajo el vientre, las patas delanteras se doblan sobre sí mismas para acoger el torso del animal, el olor acre de sus deposiciones convierten el aire en una mezcla difícil de respirar, la arena destinada a absorber su abundante orina con toda seguridad está saturada hasta el punto de dejar las manchas recientes bien definidas sobre la superficie.
En el baño el agua rancia proveniente de la ducha se escapa por un agujero imposible de encontrar, el piso de la ducha está cubierto por una masa compacta de hongos negros –los de más cuidado según algunos arquitectos–, al abrir la llave (que no provee más que agua fría) éstos comienzan a liberar sus esporas y el olor parece transportado de un pantano en los bosques celtas. El agua también se apoza bajo el lavamanos, también tapado, con la marca gris de la última vez que no se pudo evacuar el agua, además de la aterciopelada suciedad gris que se pega dentro del lavamanos: restos de jabón, pasta de dientes, bacterias, caspa, partículas diminutas de piel que se escapa de las manos frecuentemente. La taza del baño solo puede contener orina, el rompimiento de esta regla supone que el agua destinada a limpiar la taza aumente hasta llegar al borde superior e incluso caiga como una pequeña cascada curva, las burbujas posteriores permitirán que el agua se largue, lento, paciente como el retroceso de las mareas.
La luz está restringida, a ciertas horas del día no puedes disfrutar de la luz artificial pues no hay, por las noches la ampolleta instalada “a la mala” es el único aparato que se nutre de electricidad, no puedes disfrutar del sonido incansable de una radio.
El desorden el frecuente, el gato deja sus pelos olvidados allí en donde duerme, en los lugares más extraños, impregnando su olor, dejando la huella de su pata limpia a salivazos. La bicicleta de color rosa –originalmente– y ahora de un amarillo pastel muy mal aplicado descansa apoyada en una pequeña repisa, junto a los aerosoles tóxicos contra arañas y mosquitos varios, una bolsa de basura olvidada, esponjas sin uso, unos guantes de cuero utilizados en jardinería, cloro. La ropa sucia, acartonada sobre muslos y tobillos, la suciedad patente en formas de manchas oscuras: sangre, tinta, orina, almidón, harina disuelta en agua para el batido frito que se preparó hace un mes. Una bolsa de almendras abandonado hace tiempo hace presión con mi pierna derecha, se caen algunas de la tabla en la repisa, pero la bolsa abultada sigue en su sitio. Basura acumulada, tazas sucias, manchas de café muy azucarado y de té amargo sin azúcar. Botellas vacías, polvo, cerillas usadas, cenizas de cigarrillos e incienso barato (vainilla-naranja). El amuleto para la protección adquirida en un viaje de ayahuasca, las semillas negras y rojas dispuestas como un rosario, la mandíbula inferior de un carnívoro amazónico reemplaza la cruz del hombrecito sufriente de sangre falsa; todo colgado de la toma de corriente inútil, una caja de madera y plástico torpemente pintada de amarillo como todas las paredes de la habitación.  

Editorial Revista Literaria  Escarnio N°29

Mórbido


Podía caminar, sí. Podía moverse, aún. Todavía su abdomen de contenido descontrolado podía cubrirse con un pantalón de tela de buzo con un elástico gastado sujetándolo (ojalá no se rompiera dejando a su suerte la prenda, sobre el suelo, las bocas se elevarían al cielo mientras su ombligo entristecería). Un cinturón fue insuficiente, todo su torso se derramaba sobre el eje central de lo que serían sus caderas; nacimiento de unos muslos gordos, abundantes en grasas y líquidos retenidos hace semanas, meses. No había caso, las singularidades mórbidas son difíciles de ocultar, el optimismo de los hijos no era suficiente, después de todo ellos no estaban aumentando su tamaño asquerosamente, no perdían la forma de sus cuerpecitos tersos, sus abdómenes “colgajo de carne” no ocultaban sus jóvenes genitales; no tenían nada de qué quejarse. No había pies si miraba el piso, quizás ya estaban gordos como sus manos, agrietados por la carne que su piel no podía contener. El día en que su abdomen comenzó a hablarle sugiriendo curiosas formas de cocinar un cerdo, un trozo de carne o papas, no pareció importarle, ya le hablaba el azúcar y cada objeto de la cocina, más tarde comprendería que aquellos objetos quería hacerle un daño inmenso, matarla, rebanarla con sus hojas afinadas, cortarla en láminas, si lo hubiese permitido, ahora sería parte del regusto delicioso de una cena abundante en grasas, servida en vísperas de navidad, o mejor, servida mientras los fuegos artificiales de año nuevo estallaban sobre los techos de las casas de sus hermosos hijos, jóvenes que comen a su madre asada en sus propias grasas.

Visiones del ojo púrpura I


Hyeronimus (como constaba en su acta de nacimiento) tenía la garganta resentida por ir a fumar mota mientras su gato –macho e irónicamente llamado Helena– se moría de hambre. Helena, el gato que se había encontrado vagando en un lugar seco de flores mustias, un lugar de detalles insólitos, insectos comiéndose la pata herida de un cachorro de pocas semanas de vida, el gato ni maullaba, era una bola de huesos puntiagudos, parásitos carcomiendo sobre la piel y bajo ella. Helena, el gato con bolas, quería comer.
Mucho antes de siquiera pensar en vestir su uniforme de trabajo, él dedicó su tiempo libre a avanzar en la lectura de una novela fascinante, el mismo libro que descansaba en su repisa, uno de los pocos que le habían acompañado hasta su nueva vida en solitario. Leer, pasar la página y conectarse con su sueño (como todo joven listillo y curioso) de convertirse en escritor. Con aquella novela entre sus manos quería desentrañar los misterios que un hombre mayor –de gran frente– le había insinuado mientras cavilaba en peroratas alcohólicas. La primera parte del libro no le aclaró mucho y se sintió decepcionado, cerró el
libro un poco confundido.
Salir de su pequeña habitación, encontrar a una desconocida dedicada a pintar la protección exterior de su ventana principal, el comienzo de lo que sería un día agotador. Teniendo poco más de media hora para llegar a su trabajo se montó en su bicicleta y partió ciudad abajo sintiendo el cabello alborotado y el cosquilleo del sudor en la sien. No a mucho pedalear recordó que el plato del gato seguía vacío. No importa, pensó. Helena estará bien, pensó.
Al caer la tarde, cuando el cansancio le hacía perder el equilibrio, los olores saturaban su sensible olfato y un gusanillo de corriente eléctrica le recorría la espina dorsal haciendo que se adormeciera, el trabajo ya estaba hecho; mientras se quitaba la ropa buscaba nervioso con la vista al chico Casanova y a Gustav, ellos sí sabrían en qué terminaría la noche, él no necesitaba pensarlo. Gustav iba enfermo por un muchachito menor que él, y no le culpo, tenía muy buen gusto en todo orden de cosas. Casanova –a quien jamás se le escuchó pronunciar su propio nombre– tenía un gracioso gesto en el rostro, risueño como su fuese un animal despreocupado, alegre y olvidadizo, de alucinaciones simples y reflejos rápidos. Gustav gozaba de su edad, Casanova de su simplicidad, Hyeronimus aún pensaba en la razón de despertar a diario.
Tomando una de las bicicletas, Casanova fue a comprar “algo”, le esperamos sentados fumando, regresó luego con nada la primera vez, la segunda extendió sobre mi mano dos pequeños sobres de papel blanco cuidadosamente empaquetados que guardé en mi bolsillo derecho. Había que buscar un lugar en donde liar cigarrillos. En la plaza había un par de colchones tirados, ignoro la condición de tales lastres, pero a lo lejos parecían cómodos, no me atreví a mirar de cerca. Casanova me dio dos papelillos decorados con cerezas maduras, un olorcillo dulzón activó mi saliva allí donde moría por beber agua. Gustav recibía de cuando en cuando llamadas de su muchachito deseado. Yo, nervioso, liaba un cigarrillo delgado y poco fiable, con filtro de papel enrollado. Aspirar, insinuación de hojas ácidas escociendo la garganta rosada, tos de Gustav irritado y congestionado, Casanova  al borde del colapso respiratorio. Risas estúpidas, intuición distorsionada. Percepción deshecha, reordenada, refugio innato de tus confusos incidentes sexuales. Automóviles pequeños, diminutos juguetes que Casanova tomaba entre sus dedos mientras recorrían raudos la  avenida de doble sentido que nos separaba de los transeúntes temerosos. Lejos, una calle curva, pequeñas personas saliendo de un túnel serpenteante, minúsculos y luego de un tamaño normal, cruzando las calles que no alcanzábamos a ver. Gustav relatando sus alucinaciones, que no recuerdo, excepto la de unas sombras que al acercarse cambiaban de tamaño, en sus palabras: la sombra pequeña se hacía grande y la grande se hacía pequeña ¿en dónde Gustav viste sombras si nadie pasaba caminando en aquel momento? Me monté en mi bicicleta y practiqué un momento, supuse que tendría cierta dificultad con el equilibrio, pero nada pasó, de hecho era agradable sentir que tus pies eran ruedas enormes que sorteaban la arenisca mojada y las piedrecillas que hubiesen dañado mis pies. Casanova y Gustav me miraban embelesados por algo que no alcancé a distinguir. Cuando me senté Gustav se preparaba para marcharse, su muchacho le esperaba, él montó su propia bicicleta y, luego de dar un par de vueltas de práctica, enfiló hacia la calle vacía y pedaleó lo más rápido que le permitían sus funciones motoras adormecidas. Casanova me acompañó –o yo le acompañé– hasta un concurrido lugar de vehículos de transporte y se despidió rápido, como era común en él. Yo, montado sobre mi bicicleta le grité un ¡cuídate! y desperté mientras pedaleaba a las afueras de un pub –también irónicamente llamado Helena–, las muchachas me miraban, quizás pensaron que iba a ojos cerrados, como hacía unas horas Gustav y Casanova me habían comentado. A Hyeronimus no parecía importarle que su casa estuviese lejos, siempre iba con su bicicleta, rápido como le permitían sus pedaleos aviesos, sin frenos y por las calles más transitadas, a contrasentido, en las avenidas simplemente se acomodaba sobre su bicicleta y parecía volar sobre el asfalto, sorteando a las parejas –que odiaba–, a los perros –que amaba–, a las viejecitas –por quienes profesaba una devoción casi enfermiza. En particular, aquella noche, Hyeronimus se descubrió atravesando una ciudad distinta, con edificios nuevos, fachadas hermosas que interrumpían el cielo, calles con árboles que jamás había visto, farolas antiguas, decoraciones nuevas e inquietantes, él sintió felicidad: sus anhelos de viajes, su sueño se hacía realidad en su mente aturdida, sobre su bicicleta, en la ciudad que ahora le parecía ilimitada, oscura; la ciudad del extranjero. Los cauces de los ríos estáticos, la luna atrapada bajo el agua con su particular brillo extendiéndose en ramas infinitas, islas de musgos negros, al viento bandadas de pequeñas aves migratorias, visiones de un ojo olvidando su color. Hyeronimus pedaleando, el olvido sobre sus hombros, pedaleos, equilibrio maltrecho, olvido, olvido.
Al cumplir tres días desaparecido las personas comienzan a extrañar a Hyeronimus, la mujer curiosa abre la puerta roja que esconde el mundo retorcido de su inquilino, el gato hambriento corre a través del portal iluminado para atrapar con su hocico la libertad, el sol le iluminaba los ojos púrpura por primera vez en tres días, corrió hasta la calle y se perdió siguiendo una golondrina que volaba a ras de suelo.

Miedo a morir en un baño público


No me había fijado, “Serena Tango Club” despertaba del letargo diurno, de una petite morte. ¿Ya era verano? las sombras de algunos orgullosos bailarines se apreciaban a través de los inmensos ventanales del segundo piso, bien podían ser monigotes recortados en cartón que alguien movía con un entramado mecanismo de cuerdas, con tango y aplausos grabados, todo para engañar a algún incauto, sorprender al curioso o provocar delirios en personas con mentes cansadas; eso podía estar sucediendo, un pequeño jorobado riéndose de los ingenuos que creían en su engaño.  La luna se veía inmensa ¿ya era verano?, su color delataba una adicción de años al cigarrillo, delirios de las insoportables noches de verano.  
Pensaba que había un retraso importante en la publicación de la revista literaria, mis ojos parecían los de un gato queriendo atrapar un animalejo, mis pupilas se veían enfermas, dilatadas. La fecha límite acercándose, no, no más retrasos, la fuente de la inmortalidad a tiro de piedra. Leí sobre pichas disecadas de toros y una noche de asesinatos  a escopeta. Llega la noche en que se empapela la ciudad, sabíamos bien que no sería fácil, jamás lo es. Hacía horas el café esperaba sobre la mesita de noche, no había interés en beber, el cigarrillo se convertía en cenizas que no te molestabas en sacudir, parecía que las cosas tomaban un rumbo grave y confuso, el vino tenían algo que ver en todo esto. Mantener la boca cerrada llena de sangre debe ser difícil, sonreír con los dientes maquillados carmesí es una imagen horrenda, escupir no es digno, dejar de hablar porque tu boca se llena de sangre es imperdonable, tragarla es beberte el sagrado amargor de tu odio.

Entiendo tu punto, bastardo


-mientras Escarnio se encargaba de asuntos más importantes, el dinero se hacía esquivo, el trabajo convencional no era una opción, las ediciones iban contra el tiempo, los enemigos se multiplicaban, peleas, sangre en las páginas centrales de las ediciones recientes, mil detalles que son del dominio público.

-Sabemos que había sangre en todos los ejemplares de la edición N°30, exactamente en las páginas centrales, pero ¿de quién era la sangre?

-Mejor pregunta es “¿de dónde era la sangre?”, cincuenta ejemplares no se manchan con algunas gotas de una herida pequeña.

-Dejando eso de lado, sabemos bien como revista especializada que su leyenda se construye sobre un castillo invisible, las historias alrededor de Escarnio son demasiadas, las contradicciones son evidentes y las mentiras están en cada palabra ¿qué puede decir a eso?

-¿Qué tanta razón tenía Burroughs cuando hablaba de Interzone? ¿quién cree que posee la verdad? ¿Escarnio o aquellos bastardillos mugrientos?

-Fuentes muy cercanas a ustedes nos relatan los hechos de un modo distinto, desmienten sus declaraciones, les acusan de mitómanos, de enfermos mentales con contactos importantes…

-Observe esto un segundo –ella se levanta la falda, no lleva ropa interior, una cicatriz negra se mueve sobre la piel de su entrepierna lampiña, serpenteando; mientras la observo incrédulo, ella se cubre y comienza a liar otro cigarrillo– ¿crees que alguien va a creerte?, esta entrevista será parte del castillo que sostiene nuestra leyenda y no es precisamente algo invisible. (Me quedo boquiabierto algunos minutos, intento convencerme que soy víctima de un engaño. Ella sopla el humo de su cigarrillo en mi rostro mientras habla). Continúa, se me hace tarde.

- …sí …¿cuándo se les ocurrió la idea de los “trabajos alternativos”?

 -¿Trabajos alternativos? –sonríe ampliamente mientras da una calada a su cigarrillo– por favor, sabes bien que aquellos trabajos no eran “alternativos” sino ilegales, jamás se nos ocurrió, no lo planeamos, todo comenzó con un mediocre marica de cuarta y alguien que le odiaba, nos ofrecieron dinero y fue fácil desajustar los frenos de la motocicleta, lo demás pasó sin que nadie hablara del asunto, de eso ya más de tres años…


Editorial Revista Literaria Escarnio N°26