martes, 28 de julio de 2020

Héroe


Agenda ocupada (Lunes-Martes): Mi trabajo, en cómodos turnos de dos por dos, me permiten asistir a personas que lo necesitan. Con medio pan en la boca y una mochila llena de insumos médicos, cierro la puerta de mi casa.

Hoy la señora María me dijo que su hijo se había quebrado un dedo, por fortuna sólo era un esguince, en poco tiempo se mejora todo. La señora Marta –viuda desde hace diez años–, se recupera de una herida infectada; la falta de atención a su salud y un amor inmenso a los gatos, casi le cuesta un pie. Marquitos, Mauricio y Laurita llegan del jardín en algunos minutos, los espero y los llevo a casa para cuidarlos durante la tarde: su madre me los entrega mientras me susurra un par de advertencias: “Laurita se cayó hoy en el jardín” “parece que un compañero de Marquitos tiene piojos”; se aleja corriendo para alcanzar a llegar a su segunda jornada de trabajo, fríe papas y prepara completos en el local más popular del barrio. Un muchacho muy delgado se acerca cuando la madre de los niños desaparece tras la esquina, es Álvaro –un sobrino de la señora Cote–; otra vez ha olvidado dejarle almuerzo y me pide que lo deje pasar el tiempo en mi casa mientras llega su tía. Los niños comen, yo debo organizar mi tiempo mientras lo hacen. Marquitos no tiene piojos. Laurita tiene la rodilla con tierra y sangre, llorará cuando la limpie. Álvaro necesita algunos libros que debe leer en el colegio, le paso los que tengo y prometo conseguirle el resto.

Agenda ocupada (Miércoles-Jueves): Primer día de trabajo de la semana. Oculto una cajita de analgésicos entre mi ropa y le pido a Jenni que me traiga un café, le doy un chocolate en agradecimiento, no siempre puedo preparar mi propio café.

En el trabajo, don Renato vuelve por una constante sensación de vértigo que lo desespera, me dice que se levanta y debe quedarse quieto, me cuenta que su madre –que en paz descanse– también pasaba mareada; le digo que no se enoje, que no pase rabias. Hay una joven hospitalizada desde el viernes pasado, llegó con una hemorragia, en las afueras del hospital hay decenas de carteles pidiendo donadores de sangre; apenas salga de mi turno, seré donante para esa pobre chiquilla. Al llegar a mi casa, debo ir al almacén de la esquina; dentro, la Yoli no puede fijar un anaquel en la pared, acabo sosteniendo y fijando lo mejor que puedo, mientras a ella se le caen un par de monedas al piso, al rato también saco las monedas perdidas debajo del mesón de atención. De regreso a casa, José tiene problemas con la acera y su silla de ruedas, lleva años así, pero jamás aprendió a pasar de un lado a otro de la calle; empujo y cargo mi peso sobre la parte trasera de la silla, con las rueditas delanteras levantadas y José cargando su cuerpo en el sentido necesario, ambos estamos en la acera correcta. Un tímido Roberto se acerca mientras retomo mi camino a casa, necesita mi ayuda para sacar las aguas servidas de su deteriorado baño, no tiene dinero para renovar lo que está roto y de vez en cuando se sale de control el cauce de las aguas sucias. Recuerdo que prometí a doña Lucero el último número de la sopa de letras, la visito y me quedo con ella por si necesita que le busque la última palabra mientras me enumera las excusas de su hijo para no visitarla. En casa y por cuarta o quinta vez en los últimos meses, Lía me deja a su bebé: otra vez debe ayudar en la panadería, con el bolso vienen varias mamaderas llenas de leche tibia, eso quiere decir que son varias horas las que se ausentará.

Agenda ocupada (Viernes-Sábado): Llevo meses planificando. He arreglado todo para que cada uno de ellos encuentre en otro un modo de apoyo y compañía. Dejaré este lugar en una semana. Me faltan un par de respuestas que recibir, un par de libros que regalar y algún otro encargo que finiquitar.
           
A Marquitos, Mauricio y Laurita los cuidará su abuela después del jardín. Convencí al hijo de doña Lucero para que la visite más seguido. Di instrucciones a doña María para que cuidara su salud y la de su hijo. Ayudé a Maira a desmalezar su patio, le regalé semillas para su huerto en casa y conseguí un par de plantitas para el huerto comunitario. Compré todos los números de rifa que quedaban disponibles para ayudar a don Carlos con su operación. Preparé completos para la peña en la junta de vecinos. Les puse desparasitante a los siete gatos de la señora Marta. Espero que todo funcione como lo planeé.

            Los rumores corren más rápido que el agua con las lluvias invernales. De ventana en ventana, detrás de todas las puertas y en cada cocina se oyen murmullos que continuarán replicándose durante unos meses. “No sabí na…”. Cada vecino imbuido en su baño roto, en su ropa descosida, su muñeca esguinzada, los niños con piel enrojecida, los perros callejeros y los gatos en celo. “Oye, supiste…”. Las palabras se le escapan a la anciana con las semillas echas polvo en bolsitas de papel. Las piezas rotas de un televisor, estropeado por los niños sin supervisión, quedan en los patios con basura que el camión no se lleva. La última gota de un frasco de maquillaje es expulsada una mano estropeada para ocultar un párpado reventado, el hombre desempleado levanta la mano cuando su comida es servida fría. “Este cabro…”. La mujer que compra pierde una moneda bajo el mesón y nadie la alcanza. Hay un producto más barato porque no se refrigeró y es que nadie supo reconectar la vitrina enfriadora después del corte de luz. Nadie tampoco compra y la chica que vende no puede pagar la luz. Con tanto que hacer ha olvidado a su sobrino en el jardín a dos cuadras de la casa. La tía la reprocha y el crío se ha meado encima. La que compra pide un fiado, la que vende le pasa margarina. El niño meado se resfría y contagia a otro que grita en medio de la calle. “¡Mamá, todavía me quedan números y nadie me quiere comprar!” es lo último que se oye después de las siete, mientras una señora le da un mordisco a su pan con margarina rancia.            

Agenda ocupada (Domingo): Ya casi había olvidado quién era, tampoco recordaba su nombre. Lo único en su mente era un recuerdo de las tardes que pasó en su casa, esperando a que su tía llegara. Dos o tres años y pocos se acordaban del enfermero. La casa había sido vendida, su ayuda había sido reemplazada por abuelos cuidando de nietos, reuniones en la junta de vecinos y tardes de juegos con todos los niños de la calle. Ya había olvidado su nombre cuando escuchó su voz.
-¿Álvaro? ¿eres tú?
-Sí –respondió tímido.

Álvaro miró todo el tiempo al suelo, haciendo evidente la vergüenza que sentía, no recordaba el nombre el enfermero, y su ánimo fue decayendo más y más al recordar todas las pestes que se hablaron en el barrio. Álvaro nunca dijo nada al respecto, nunca se atrevió a defender al único vecino que le abría la puerta y le permitía quedarse porque su tía jamás se acordaba de prepararle el almuerzo. Llegó un punto en que no pudo contener el llanto, recordó la caja con libros que le regaló cuando se fue.
-¿Estás bien? No llores –dijo el enfermero, viendo a su amigo cabizbajo y secándose los ojos con la manga del polerón–. ¿Me acompañas?
Álvaro sólo asintió con un breve movimiento de cabeza. Mientras seguía de cerca al enfermero, intentando olvidar la culpa y recordar su nombre, se inventó razones por las cuales el enfermero había abandonado el barrio; todas las que se le ocurrieron tenían que ver con el egoísmo. 

Todo alrededor indicaba que se acercaban a la ribera del río y para Álvaro fue evidente que el enfermero se había transformado en un ser egoísta, una de las razones que imaginó se ajustaba a lo que en ese momento sucedía: se alejaba de todo y dedicaba su tiempo estar solo en un lugar poco concurrido. Los vecinos tenían razón y él estaba seguro de que no tenía razones para sentirse avergonzado. Todo, todo lo que sucedió después era culpa del hombre que tenía al lado. La muerte y el desastre, que su tía se olvidara completamente de la comida y las obligaciones, que vendiera los libros y lo tratara como si fuera idiota; que la amiga que le gustaba estuviera embarazada de un delincuente; que un virus matara a todas las guaguas nacidas ese año; que los gatos se comieran la cara de la dueña cuando murió, porque ella estaba sola en casa; que al vecinito lo alcanzara una bala perdida mientras jugaba en la calle.
Los pensamientos atropellados se vieron interrumpidos por la voz suave del enfermero y acabó alzando la vista lo suficiente para ver a un montón de niños gitanos correr hacia ellos. El enfermero tocó el hombro de Álvaro y le dijo: ellos me necesitan ahora, tienen hambre. Los niños se abalanzaron sobre el enfermero, tirándose encima desesperados. Álvaro no pudo seguir mirando y echó a correr en dirección contraria. 

martes, 21 de julio de 2020

Memorias de una boda falsa


No estás pestañeando, me advierte mi rostro en el espejo. Todos los objetos tienen un aspecto sucio, todo tiene encima una fina capa de polvo, lo suficiente como para notarlo si te detienes a mirar. Hasta el reflejo, la superficie replica de modo impreciso la imagen de mi rostro. El breve paseo que decido hacer por el lugar se interrumpe por sillas, ninguna está cerca de la mesa correspondiente, todas orientadas erróneamente hacia el lugar en que se levantó el ocupante; todas puestas con el frente alineado a la puerta principal. Es desagradable que alguien pueda probar bocado porque todo está sucio, todo tiene un aspecto viejo. Todo aquello que ha sido construido con madera deja rastros de polvo y, en lugares particulares, es algo más que polvo el que cae y se acumula; han sido los pies de los comensales los que dispersan los montoncitos de porquería sobre el suelo. La comida ha sido abundante, lo demuestran los platos sucios apilados uno sobre otro y las manchas de todos los colores posibles evidenciando la posición de cada uno, las veces en que un plato iba demasiado lleno o cuando la copa no podía contener el licor después de acercarse a la boca sedienta de algún invitado. El borde de cada mantel tiene manchas de grasa que no pertenecen a la comida servida en esta celebración, se notan cuando alguien pasa cerca y se mueven apenas, se nota lo sucio que está todo, acartonado y tieso por las sucesivas comidas que han soportado y que seguirán absorbiendo en bodas y bodas y bodas. No puedo soportar más el olor de los restos de comida fría, la grasa se ha endurecido y las copas están opacas. Las personas salen de la casa, hablan casi susurrando hasta que escogen el silencio al segundo de poner un pie fuera. El sudor de la gente saliendo se mezcla con el sudor de los que comienzan a llevarse los platos. El último en salir es el cura que daba vueltas por el lugar recogiendo restos de comida en un plato de cartón. Ella se acerca a una ventana que, por suerte, está abierta y afuera oye murmullos. La boda ha terminado. No le queda más que salir y buscar un lugar para sentarse un momento. No recuerda si alguien la espera o si debe quedarse por alguien, decide quedarse a la espera. Pasa minutos intentando olvidar el olor que despedía la gente y un hombre se sienta a su lado, un hombre grande que debe acomodar un poco su cuerpo para estar a su lado sin rozar su vestido. Ella mira al hombre a su lado y le pregunta por su familia, por sus amigos; él la mira de vuelta y se pregunta lo mismo. ¿En dónde están todos? No quiere herirla, pero la respuesta se vuelve audible porque es evidente, porque no tiene que preguntar para saber, porque ya la oyó y no hay nada que hacer: ambos estamos solos, cariño.

Ella mira su dedo y en donde debiera ir un cigarro encendido, ahora ve un grueso anillo dorado, similar al que llevaba su madre en el dedo; no puede dejar de mirarlo con desconcierto y se pregunta por qué su adorado objeto de vicio ha sido reemplazado por un insípido anillo de compromiso. Él no dice mucho, no mira su dedo ni el de su compañera. No hay signos en ningún dedo excepto en el de ella, un anillo indeseado. Con el índice y el pulgar de una mano, gira el anillo en la otra, juega deslizándolo arriba y abajo, sin quitarlo del dedo por temor a encontrar una inscripción en el envés. Una fecha que signifique algo para el hombre a su lado o palabras que le recuerden lo que ella significa para él. 

El hombre mira al frente y dice que deben marcharse del lugar e ir a otra boda. Antes de levantarse toma la mano de la muchacha y, al ponerse de pie, la arrastra con él unos pasos adelante. Ella se levanta apenas, le pesa el cuerpo y más cuando lleva esos zapatos de tacón grueso heredados de una boda que aconteció hace más de cincuenta años, los zapatos de su abuela muerta. El vestido también es algo odiado porque fue desechado en la casa de su familia, se siente incómoda al caminar y al sentarse. Usó las prendas abandonadas como propias, las bodas eran excusa suficiente.   

Dos personas que se odian conviven en un mismo lugar, están metidos en la misma casa. Irreverente rubio de ciento veinte kilos, quien decide que nada importa; recibir patadas no lo detendrá, recibir insultos no le hace sentir mal. Siempre lleva zapatillas con los cordones sueltos y el pantalón de la talla más grande, las camisas formales le quedan bien. Ella tiene el cabello negro, tiene el cuerpo lleno de rígidos conceptos religiosos, no bebe café, no bebe alcohol ni dice groserías. La muchacha con la ropa prestada no entiende por qué ellos viven juntos, no comprende cómo sus vidas personales han acabado entrelazadas, bóxer y calzón en la misma lavadora, secándose juntos en el mismo lugar. La chica religiosa es una amiga de la infancia, es a ella a quien invitan a las bodas. Él es un amante que cambia un cigarro por un anillo de compromiso, es el que acaba yendo a las bodas porque gusta de comer gratis, es el que acaba comiéndose el trozo de torta de rigor. La chica religiosa no está sola, tiene una familia a la que ama. Él está solo y por eso tiene una muchacha que lleva en el dedo un anillo grueso en vez de un cigarro.

Otra celebración, la segunda del día. Van en camino a la casa de la pareja que se comprometerá, ambos me acompañarán a otra boda, la quince o veinte en quince o veinte años. Ambos se abrazan mientras recuerdan viejos tiempos en que compartían fragmentos de sueños, desde que llevan anillo ya ni sueñan. Miran los desastres que ocurren en las calles, mientras caminan, mientras esperan para cruzar alguna calle o pasar por un pasaje. Ella se pierde unos segundos en el abrazo de gigante del rubio, antes de dejar el calor de su cuerpo le susurra: ya no sientes lo mismo. 

Llegan a una casa de estilo rural en medio de la ciudad. Antes de poner un pie dentro del lugar, el dedo que lleva el anillo se mueve de un lado a otro. Desde la entrada del salón principal se alcanza a ver comida cuidadosamente preparada, muchos de los platos sostienen gelatina. Prueba de todo un poco, nada sabe bien. De los presentes, conoce a pocos y no entiende qué los une a los novios. La celebración se traslada a un patio grande y angosto con suelo de tierra. Muchas otras personas la conocen, sin embargo, ella no los conoce. ¿Quiénes son? Entre las personas que se mueven y conversan, hay uno que la mira, uno, uno que conoce desde hace tiempo. El rubio se queda embobado mirando algunos adornos luminosos y ella queda con el sujeto que conoce, casi obligada a quedarse de pie frente a él. El sujeto le lanza una cebolla blanca, pelada y cruda, rebota en su hombro y cae al suelo. Toma un cuchillo aserrado de una mesa cercana, recoge la cebolla y la corta como haría para lanzarla al vinagre producto del vino rancio que ha quedado de otras tantas bodas. La cebolla no se embarra al caer al suelo, sigue blanca. El sujeto desde su lugar, tira tramos de lienzo blanco. Ella, para deshacerse de la lienza, extiende los brazos y gira en el lugar. El sujeto sostiene la madeja con una mano, con la otra la desenvuelve a tramos y la avienta, ella sigue girando, aquello se enreda en su cabeza y cuello. Lo que el sujeto tiene en las manos es una cuerda gruesa y firme, llega a ella delgada y frágil. Su amado no está. El sujeto sigue hostigando con la cuerda, envolviéndola. ¿Debería sostener un anillo su dedo?

El rubio la envuelve en un abrazo gigante, todo es como antes, él toma el anillo y lo tira lejos, saca un cigarro del bolsillo y lo enciende, acaba el gesto colocándolo entre los labios de la mujer que abraza. Estamos solos cariño, lo único que te pertenece es este cigarro.  

domingo, 19 de julio de 2020

Lo que presencias, ahí donde estás


Desde hace mucho que la habitación te parece más pequeña de lo que es, te incomoda porque al ponerte de pie tu cabello roza con el techo. Sabes que unos centímetros más arriba deambulan los pies de otro al que también casi le roza la cabeza con otro techo y otros pies. Te parece desagradable saberlo y que otros también lo sepan. Decides sentarte y evitar pensar en cabello y pies entre piso y piso, decides tomar distancia y acomodarte frente al televisor que también se te antoja extraño. En el televisor encendido, mientras nadie mira –entre el canal 9 y el 10–, están emitiendo un fragmento al azar de la época dorada de los documentales sobre monstruos, aquellos en donde se permitía grabar lo que quisieras, durante las horas que quisieras, sin necesitar permisos o autorización; patrimonio de una humanidad imperfecta, imágenes de formas de vida distinta, formas de vida monstruosas.

«Desde la primera ecografía, se puede vislumbrar un ser grotesco, la representación de una pesadilla. Ellas salen de un vientre enfermo, destrozan a la madre en tanto comienzan a gestarse, no hacen más que crecer en proporciones monstruosas y orientación equivocada. Ambas con el cráneo y el cuello rígido, fundidas en una placa sólida de hueso. Mirando el desafortunado producto, intuyes que son dos seres incompatibles con un útero de características normales.»

Llama tu atención que el televisor presente colores inadecuados en los bordes de la pantalla: azules, amarillos y violetas, tonos saturados que encarecen el rostro de las aberraciones. Captura también tu curiosidad que las imágenes –que deberían estar enmarcadas dentro de un cuadrado perfecto, alargadas hasta cada esquina de la pared, tapizándola de piso a techo– no se ajusten y que te transmita la sensación de que el documental comienza a ser drenado a través de las esquinas del aparato; al centro las imágenes hinchadas, hacia los costados se perciben delgadas, tan finas como el papel.  

«Ambas sonríen con la presencia de la cámara, les gusta la atención de todos los doctores, enfermeras, curiosos y camarógrafos, así fue mientras sacaban a la madre muerta por la puerta de atrás, el primer día en que se capturaban las imágenes precisas para el documental. Se puede ver claramente. Se puede ver claramente la marca que distingue la unión, sin embargo, para evitar posibles fracturas por la disposición de ambos cuerpos –además de evitar provocar morbo en el televidente–, colocaremos una banda metálica que ayude a mantener la grotesca unión fuera de la vista, después de todo este documental es para todas nuestras familias.»

Contestas a tu teléfono integral cerrando los ojos y direccionando tu iris en la penumbra a la derecha dos veces, han pasado algunos minutos sonando insistente y, si ignoras la llamada, ese zumbido incómodo se te quedará dentro del oído por algunos días. No deseas contestar porque jamás esperas llamadas a esta hora, es más, no esperas llamadas este día; quizás algún niño se ha caído, quizás se ha forzado el progreso de una gestación. Terminas hablando todo el tiempo de mala gana: “Sí, sí. Sólo tienes que revisar cada imagen que obtengas, registrar errores. Es sencillo. Hazle saber que todo va mal con esto. Es muy simple, por favor, no daré más instrucciones. Las posibilidades de que esto suceda son ínfimas y así nos lo aseguran, pero estoy muy consciente que aún no conseguimos eliminar por completo los errores.” 

«Para nuestra comodidad, hemos descrito y manipulado todo para que ustedes, queridos televidentes, lo vean y lo vivan desde el primer momento. Por supuesto nuestros monstruos están bien, es todo parte de lo que consideramos correcto, está todo bien bajo éstas cámaras. Todo es real, completamente real. Las sonrisas han sido estimuladas, ampliadas y grabadas en vivo. Los cuerpos han muerto en vivo. Los juegos son reales, la piel es auténtica.»

Ha pasado media hora o más, apenas lo notaste. Tu atención se enfocó en la llamada y apenas miraste de reojo el televisor. Ahora mismo cuelgas el teléfono pestañeando tres veces consecutivas. Si bien has pasado todo el tiempo sentado, decides levantarte un momento y al sentir el pelo rozar con el techo, vuelve a ti la sensación de incomodidad y buscas una silla distinta que ocupe otro lugar frente al televisor, te instalas rápido para no volver a perder detalle. La narración captura, uno a uno, tus sentidos y no te parece extraño cuando tu boca comienza a llenarse de saliva, debes tragar de tanto en tanto para que no caiga por las comisuras de tus labios.

«Como pueden ustedes ver, no salieron las cosas bien para ambas. La del lado derecho y con mejor salud, permítanme decir que parió con éxito, ella está recostada con su propio monstruo en brazos; ella permaneció toda su vida acostada, obligada por la otra mujer a pasar la vida sobre su espalda. La otra en cambio, hinchada y de piel violácea, a unos días de la putrefacción, aunque viva, pero destrozada; no logró el propósito de parir. Con el acercamiento a un costado, podemos ver que la posición adoptada a la fuerza –de rodillas y a cuatro patas– no le fue beneficiosa, su monstruo en gestación le destrozó de modo irremediable el vientre. Podemos decir con seguridad que dentro de las próximas horas, morirá. Aún no sabemos qué la mantiene con vida pues tiene el abdomen destrozado y tiene el aspecto de un cadáver de días –hinchado y verde violáceo–, los hedores exudados también son bastante similares al de un cuerpo en vías de descomposición.»

Se te queda en el ojo la imagen del monstruo que morirá en unas horas. Ves que la camilla se aleja y la mujer recostada grita: “¡No nos ayudaron! No es justo, mira lo que nos hicieron”. Ves el distorsionado borde de la pantalla, al fondo del lugar y distingues a una enfermera que camina con un bulto entre los brazos, uno muy pequeño. Escuchas también un llanto curioso: dos sonidos iguales, uno que se replica dos segundos después del primero. Acercas tu rostro a la pantalla intentando ver mejor el bulto que lleva la enfermera. Hay una pausa prolongada en el relato, mientras se acerca la mujer de blanco a la pantalla y tú comienzas a alejarte. En primer plano, la enfermera descubre al monstruo que lleva en los brazos.   

«Es una suerte que aquella parte enferma engendrara también una aberración, en algunos meses volveremos con una segunda parte de este documental para todas nuestras familias.»

Tomas el teléfono y marcas al último número del registro, dirigiendo tu iris a la izquierda detrás de tus párpados. Apenas te contestan del otro lado, te disculpas. Fuiste grosero con las madres que te llamaban desde la casa de crianza. Una de ellas debió detener la gestación ya que la cría venía con un dedo extra. 

martes, 14 de julio de 2020

La Madonna

En el espejo alcanzaba a ver su rostro, un cuello breve, hombros rectos y anchos, pezones oscuros. Los brazos a los costados de su cuerpo, con las manos juntas –una sobre la otra– acunando desde la pelvis el vientre. La piel se había rasgado, los surcos sobre el abdomen le producían curiosidad, parecía que su hijo escribía su historia en esa piel, con esas marcas, en la única forma que podía. Con la punta de los dedos recorrió cada marca, pasando al punto más alto de su vientre, recorriendo de modo suave cada lunar, sosteniendo un momento sus pezones, sonriendo en respuesta al cosquilleo. Levantó el codo sobre su cabeza, manteniendo los dedos de ambas manos entrelazados a la altura de su rostro. Recordó que su cabello estaba sobre su espalda, lo tomó con cuidado y lo puso sobre su hombro derecho, consiguiendo cubrir parte de su brazo, también su vientre recibió una caricia del cabello, volvió a sonreír. Cada mañana al espejo, amaba mirarse, adoraba el cambio que su hijo provocaba en ella. En simultáneo, en su memoria y el espejo, la imagen de su cuerpo perfecto. Acompañado de un parpadeo lento, acomodó su pelo sobre la espalda y cubrió su torso con una blusa holgada, ajustando su pantalón a la cadera, justo debajo del vientre.

Con la imagen fresca de su rostro en la memoria, salió del baño para continuar con sus labores habituales y tras algunos pasos aletargados no pudo evitar detenerse a observar la habitación que aguardaba por el niño. Desde la puerta, aún sin poner un pie dentro, muy cerca de la ventana podía ver una mesa acompañada de un banquillo, ambos pintados de blanco y decorados con sutiles flores, hojas y zarcillos, inflorescencias espirales y tallos de encaje; ahí acostumbraba pasar algunas horas al día. Sobre la mesa un objeto pequeño, un espejo que permitía reflejar sólo su rostro, pero si aventuraba la vista y acomodaba el espejo sobre el nivel de los hombros, aparecía sin esfuerzo la imagen adorable de un móvil con figuras de animales: gatos rechonchos e inofensivos, cada uno sonriente y orgulloso de ocupar un lugar privilegiado sobre la cuna. Algunos cajones contenían ropa, la mayoría de colores pastel y escarpines tejidos al lado de unos guantecitos de tela. Una pila de coloridos pañales estampados con animalillos bailarines. Algodón y colonia de bebé. Mamaderas en sus cajas y un extractor de leche –regalo que no le pareció apropiado, pero que decidió conservar–. Un bolso bordado que compartía su diseño con una colcha: cigüeñas llevando saquitos celestes, nuevos bebés que esperaban ser entregados. Apenas su hijo naciera, la mesa se convertiría en un altar de recuerdos, un lugar que destacaría en la habitación por una cajita que contendría objetos pequeños de gran importancia. Los recuerdos bajo la luz del sol –para que se vea luminoso el pasado– y siempre visibles –para recordar todos los días del resto de la vida–. Las semanas pasaron y la habitación se llenaba de más y más objetos color celeste, más pañales y peluches, adorables imágenes de felinos, figuras blancas y amarillas que hacían del lugar un sitio más acogedor para el niño que nacería pronto.

Su hijo, el adorado niño, había permanecido inmóvil por un par de días. Las enfermeras y matronas suelen recordar a las madres que vigilen los movimientos del hijo por nacer, un indicador de salud son las patadas que pueden notarse incluso a través de la piel. Ella se resistió a la consulta hasta pasada una semana, ella no quería reconocer que su hijo no estaba sano, ella se negaba a escuchar que su hijo no estaba bien.

A dos meses de la fecha esperada, comenzaron los dolores. El malestar emergió de madrugada, despertó con miedo, le tomó horas volver a dormir. Por la mañana tuvo que esperar algunos minutos sentada en la cama, le costó esfuerzo ponerse de pie y caminar hasta el baño. Durante la tarde, cuando los dolores se convirtieron en insoportables, pidió ayuda a un amigo por medio de una breve llamada telefónica. En menos de una hora, ambos esperaban en medio de un pasillo de luz caprichosa, sentados y esperando un diagnóstico. Su amigo tomaba su mano, su amigo tocaba sus dedos, su amigo pestañeaba nervioso. No alcanzaron a decirle mucho: la sentaron, acostaron, durmieron y sacaron a su hijo por la fuerza. El crío inmóvil salió a través de una incisión que tardaría semanas en curar. Ninguno pudo ver la cara del niño. Cuando le entregaron el cuerpo fue en una caja cerrada y seguía en la caja cerrada cuando se lo llevaron. Nadie la miró a los ojos, nadie pudo explicarle a la cara lo que había sucedido.     

Las llamadas eran frecuentes al principio, en especial los primeros días. “¿Cómo estás?” “¿estás bien?” “¿estás?”, preguntas que se diluían en conversaciones que no tenían sentido para ella, hasta que aparecían los conceptos “salud y recuperación”, además del ineludible “duelo y pérdida”. Cuando las personas del otro lado del teléfono mencionaban el tema, ella sostenía el silencio y alejaba un poco el celular de su rostro mientras cubría su boca; terminaba la llamada y se tendía algunos minutos a contener el llanto.

Su preocupación diaria era evitar todo objeto celeste, verde o blanco en la casa. En dos meses no había podido sentarse en su banquillo, frente a su mesa, mirar su rostro en su espejo, ver pasar la tarde a través de la ventana. Sentía terror al mirar la ropita que jamás sería usada, no era capaz tampoco de guardar los objetos que adornaban la habitación. La tristeza se decantaba en rutina, quedarse en silencio y llorar, recibir llamados por obligación. Ver caer la noche que oscurecía la habitación de su hijo no nacido, sumiendo en sombras las prendas y permitiéndole estar algunos minutos de pie delante de la puerta, mientras las sombras ocultaban objeto tras objeto hasta que nada podía distinguirse dentro de la habitación.

Ella resistió en casa, sola, todo lo que pudo: evitó las visitas y las reuniones con las amigas. Los llamados se transformaron en mensajes de whatsapp y, luego, en simpáticos memes de gatitos bailarines. La frialdad y el olvido del entorno hizo más fácil rechazar las visitas y tomar más tiempo para superar la pérdida. 

Intentando comprender el dolor, la abuela del niño permitió que su hija estuviera un tiempo a solas. Sabía que con el pasar de las semanas ella se recuperaría. Apenas se cumplieron dos meses, llamó; se sentía impregnada de ansiedad y esperaba tener una excusa para hacer una visita, pero la oportunidad jamás se presentó. Le parecía necesario ver a su hija, pero no deseaba que la reunión se transformara en dolor; tampoco soportaría por mucho tiempo verla deshacerse en tristeza. Sensaciones extrañas se mezclaban en su vientre, no podía apelar a la experiencia, ella jamás vivió algo parecido. Tampoco podía decir que aquello se olvidaría; al parecer, seguía la misma lógica del nacimiento de un hijo: un hecho que jamás deja la memoria. La pérdida, una palabra que no se debe mencionar. El silencio. Poner en palabras lo que deseaba que su hija comprendiera: esto pasó, esto no tiene que volver a pasar.

Con la inminente visita de su madre y su casa llena de objetos que jamás se usarían, a pesar de no sentirse preparada ni contar con el valor para hacerlo, decidió empacar en una caja todo aquello que le recordara a su hijo. Lloró un par de horas, pero finalmente sintió un poco de alivio. Dejó la caja en un rincón, aseó y ordenó todo cuanto pudo. Decidió dormir para atenuar el cansancio que sentía en el cuerpo y pasadas algunas horas su madre ya tocaba a la puerta. La visita fue corta, un par de días bastaron para demostrar que todo estaba superado. La cuna –que planeaba desarmar–, el móvil de gatitos –del cual le apenaba deshacerse– y el extractor de leche –que le seguía pareciendo absurdo–, eran la única evidencia que quedaba en la casa. La abuela se fue contenta, feliz de que su hija se mostrara fuerte ante todo. La dejó de pie bajo el dintel de la puerta, con un beso en la frente y la sensación de que había hecho más que suficiente. Apenas se fue su madre, ella caminó hasta la habitación y se preparó para dormir. Se sentía agotada, durante la visita debió exagerar cada gesto, sintió que tenía la obligación de ocultar la languidez de cada movimiento. Mientras se dormía, recordó la caja con las cosas de su hijo que permanecían debajo de la cama. 

Decidió que de nada serviría conservar la caja, ya no eran necesarias las cosas que contenía. Se levantó, se duchó y vistió, prendas sencillas y cómodas. Tomó la caja y se despidió de todo con un beso sobre una de las solapas. Cargó la caja durante algunas cuadras –hasta un centro de salud cercano– y en tanto vio a una pareja joven salir con un bebé en brazos, los detuvo, conversó con ellos y la caja pasó a ser parte de otro niño. Su cuerpo se sintió más liviano en tanto dejó de mirar a la pareja. No pudo ver al bebé. Entendía la desconfianza que produce que una persona desconocida te regale, sin dar explicaciones, una caja llena de ropa, pañales, escarpines, peluches y objetos que jamás fueron usados. Volvió a casa con el cuerpo abatido y la mirada baja, siempre mirando al suelo; apenas llegó a su cama, se acostó.

No sabía si había pasado el día o sólo un par de horas. Las dudas se disiparon cuando confirmó que los golpes insistentes en la puerta no eran parte de su imaginación; la luz del sol ya se atenuaba y había alguien de pie en su antejardín. Se aseguró de que quien golpeaba esperara un momento, abriendo la cortina más cercana a la puerta de entrada, haciendo un gesto con la mano, alzándola y acercando los dedos índice y pulgar, recogiendo los demás dedos sobre la palma de su mano. Se tomó un momento para ir al baño y recogió su pelo con una liga, el pelo seguía cayéndole sobre la espalda, enmarañado y grasiento. Se calzó las zapatillas y decidió, también, ponerse una bata verde encima. Al llegar a la puerta le costó encontrar un motivo para abrirla; no esperaba a nadie y tampoco sentía ganas de hablar. Escuchó golpes mucho más fuertes en la puerta y, deseando detener el ruido, decidió abrir. 

Un joven sostenía una caja, la misma caja que ella había regalado a la joven pareja, el mismo joven padre que la cargó con ambos brazos. Desde el interior de la caja se escuchaba un gemido áspero y apenas audible. Sin mediar palabras y en un impulso que la sorprendió, abrió la caja y descubrió un pequeño bulto peludo que poco se movía. Demasiado pequeño para maullar con propiedad, con las patitas tan débiles que apenas rascaba la caja buscando una teta para mamar, tenía los ojos cerrados y la nariz lo guiaba mientras el cuerpo le entorpecía la búsqueda de calor. El joven le explicó que no podía vivir con la responsabilidad de un bebé recién nacido y un gatito en el mismo estado, y habían decidido ambos padres deshacerse del bebé que no habían parido. La reacción inmediata fue de afecto, sacó al gatito de la caja y lo besó. El joven se retiró lentamente de su antejardín. Ella se quedó algunos minutos acomodando al gatito entre los pliegues de su bata, el piyama y la piel de su pecho. 

Después de mucho tiempo pudo sentarse en su banquillo, delante de su mesa, y observar su rostro en el espejo. Sacaba leche de sus tetas con el aparato que le seguía pareciendo absurdo, mientras el gatito dormía en la cuna de su hijo, siendo custodiado desde el techo por otros felinos rechonchos, sonrientes, inofensivos y orgullosos.