“Chicharrón” fue el producto sano y
natural de una espantosa caída en bicicleta, generosamente se alojó de lado
izquierdo, justo donde la cabeza de quien les escribe azotó la acera. Al recuperar
un quinto de la postura vertical, me fijé en que a pocos centímetros del lugar
de aterrizaje, había un pequeño lugar blando, lleno de flores y pasto; erré por
centímetros, mi cabeza produjo un sonido extraño, cemento con cráneo, que mis
oídos recuerdan como un “boing” exclamado por un ruso hablando inglés. La
vergüenza por la caída y el deficiente cálculo de mi aterrizaje en la acera, se
vio desbordado, convertido en la expresión trágame
tierra, cuando divisé a un borrachín acercarse a paso tambaleante. Mi
cabeza, que comenzaba a procesar señales de dolor, intentaba enviar órdenes que
mi cuerpo no podía ejecutar ¡LEVÁNTATE! Reaccioné enderezando mi torso y
cruzando las piernas, respondiendo automáticamente “dame dos minutos”, el toque
de gracia del asunto fue la pregunta del borrachín “¿estás curá mijita?”
mientras yo pensaba “no que va, no más que tú”. Como pude me levanté, levanté a
mi corcel caído y me subí, intentando reanimar al animal dándole patadas en el
trasero… sí, en ese momento mi bicicleta era un caballito que tenía abollada la
canasta que llevaba atada al cuello. No podría decir que recuerdo el camino de
regreso, pero lo recorrí diligente, caminando en línea recta. En la esquina me
esperaba Gustav… quería ir a abrazarlo, me subí a mi bicicleta y pedaleé, pero
no avancé ni un centímetro; la cadena se había quedado trabada, no pude sacarla
por más que lo intenté. Me senté y, aprovechando la calle en bajada, dejé que
rodara ayudando de vez en cuando con las puntas de mis pies. En casa el dolor se
sentó en mí como en cualquier oportunidad donde confluyen el pavimento y una
mujer volando, una bicicleta y un borrachín. Las personas me preguntaban qué me
levantaba el pelo del lado izquierdo de la cabeza, palpando con cuidado, lo
encontré. Un poco aturdida respondí: no creo que sea algo grave, es un chichón,
un chichón llamado “Chicharrón”. Durante la siguiente media hora estuve
mendigando lástima, todos tan borrachos como yo sólo me devolvían risas,
incluso una selfie salió, una
fotografía que acabó embadurnando mi dolor con vergüenza. Tardé mucho en
conseguir que todos se fueran a casa, mi cabeza no era la única afectada, mi
rodilla y pantalón estaban magullados, mi hombro había perdido carne. Mi cabeza
presentaba cogorza de lado derecho y jaqueca del izquierdo, a lo largo de la
semana cada lavado de pelo dolía y “Chicharrón” crecía… creí que en la vida
volvería a padecer tal maldito suplicio. A las dos semanas, el chichón había
desaparecido, aunque me recuerda su insignificante existencia el medio hachazo
que padezco cada vez que bebo en exceso; el dolor del mundo concentrado en un
solo hemisferio.
Publicado en Revista Escarnio Nº51 Especial Humorada / Junio 2015