domingo, 30 de octubre de 2011

*** [Primera parte]

    I.- Nicolás nació bajo el signo de géminis una noche cálida de luna menguante, la luz se filtraba a través de los vidrios azules de los ventanales, las pequeñas hojas del ficus que adornaba una parte del jardín proyectaba sombras en la paredes contiguas a la ventana, las figuras oscuras parecían insectos caminando sobre los objetos de la habitación. Nicolás deslizaba sus dedos entre los cabellos de su madre, ambos descansaban sobre una cama desordenada. Anaís cantaba y a Nicolás le pareció que un ángel susurraba a su oído, una pequeña señal de que él estaba demasiado cansado.
     La madre de Nicolás notó algo extraño en el cuerpo de su hijo apenas lo recibió de manos de la partera, ambas mujeres se miraron inquietas y decidieron guardar silencio. El padre de Nicolás lo vio algunas horas después cuidadosamente envuelto en varios pañales de tela blanca, apenas asomaba un poco de fino cabello negro coronando su cabeza, el padre emocionado intentó con sus dedos descubrir el rostro de su hijo dejando entrever un poco su pecho, mientras lo hacía la terrible mueca de dolor en su rostro describió sin palabras el trato que recibiría Nicolás el resto de sus días.
Ana, la madre, se sentía inquieta cuando tenía que cargar a su hijo recién nacido, había en él extrañas taras que parecían más evidentes cuando ella se dedicaba a observarle, un agujero cercano al cuello del niño le producía una terrible sensación de vacío, varias veces no pudo contener el impulso de introducir su dedo queriendo descubrir cual sería el límite del agujero provocando el llanto incontrolable de Nicolás. La enfermiza curiosidad de Ana por el cuerpo de su hijo la convirtió en una esposa esquiva, totalmente dedicada a los cuidados de Nicolás; luego de arreglar para ella una cama al lado de la cuna del niño, comenzó a hacer dibujos de él. Las observaciones y varios esbozos de la figura de su hijo la llevó a descubrir inusuales formas que se iban acentuando a medida que pasaban los meses; una protuberancia poco pronunciada sobre sus hombros se convirtió en una joroba que inclinaba su cuerpo al dormir, lo que parecía ser un pequeño pie escapando desde su pierna izquierda desarrolló dedos bien definidos incluyendo uñas y un movimiento inquietante, el brazo izquierdo bifurcándose llegando a diferenciarse en dos manos iguales del mismo lado del cuerpo, el brazo derecho rígido terminado en un muñón indiferenciado se convirtió en una extremidad de nueve dedos asomándose.
Nicolás era, como primogénito, el único heredero de la familia; la madre no quería embarazarse a pesar de los intentos de su esposo por convencerla, ella amaba demasiado a Nicolás y no permitiría que otro hijo le restara valioso tiempo a las observaciones y cuidados del niño. El padre jamás perdonó el rechazo de Ana, por lo que relegó a ambos a un par de habitaciones alejadas de la suya, cada año encargaba a sus sastres de confianza tres trajes a la medida para su hijo, además de un par de zapatos y un reloj de bolsillo. Al poseer diez relojes, Nicolás preguntó por la razón del distanciamiento de su padre, su madre guardó silencio un par de minutos y comenzó a llorar amargamente, abrazándolo y mojando con sus lágrimas el cuello de su hijo. Muy cerca del agujero que tanta curiosidad le causaba a Ana cayó una lágrima, Nicolás sintió un ligero escozor y Anaís dio su primer signo de vida.
La obsesión de Ana iba más allá de todo lazo afectivo con su hijo, el mundo giraba alrededor de las necesidades de su amado Nicolás. El cuerpo del joven podía sostenerse por sí mismo, aunque le había costado años aprender a mantener el equilibrio sobre sus piernas ayudado por un bastón coronado por un pomo de ámbar y contra todo pronóstico había aprendido a escribir. Su madre le acompañaba en sus paseos nocturnos por los jardines aledaños a la casa, su padre no consentía que otras personas le vieran, así su vida se desarrollaba principalmente a partir del anochecer. Ana descubrió en Nicolás el amor que con su esposo había perdido, además de una juventud que recién florecía con las primeras erecciones que experimentaba con curiosidad su hijo y que en ella despertaban un deseo incontenible. Cuando Nicolás cumplió los dieciséis años preguntó a su madre sobre las reacciones que tenía su cuerpo, la mujer optó por aprovechar la curiosidad de su hijo y utilizar su propio cuerpo como ejemplo, desnudándose y provocándole para que dejara a su instinto actuar. Ana cayó de espaldas a la cama, excitada, sintiendo la mirada de su hijo sobre su pecho desnudo, Nicolás se acomodó sobre su madre, con dificultad podía mantenerse sentado sobre su vientre, observándola atento, escuchando los jadeos de la mujer y, por primera vez desde su nacimiento, sentía asco por verse enfrentado a un cuerpo tan hermoso siendo él un ser extraño e incompleto. Nicolás no comprendía las intenciones de su madre, no sabía bien qué debía hacer en aquella situación, se sentía confundido, excitado, fuera de sí. Al ver la mujer cierta duda en el rostro de su hijo le miró con ternura y lo tomó con fuerza, empujándolo para cambiar de posiciones sobre la cama. Nicolás se sintió bien, su cuerpo tumbado no le significaba grandes esfuerzos, Ana tocó a su hijo como su esposo solía hacer con ella, provocando pequeñas contracciones en las extremidades de su hijo.
    Ana intentó reconciliarse con su marido luego de la huída de Nicolás, pronto encontró la muerte de la mano de un abrecartas. Después de cinco años de relaciones incestuosas con su hijo, ella sintió la culpa a flor de piel cuando Nicolás se fue a conocer el mundo que su padre le había negado de pequeño.

"Robalibros" boys of San Pedro street.

Maldecir, beber hasta vomitar… continuar bebiendo. Fumar tabaco enjabonado, tabaco de colillas olvidadas en callejones, de cigarrillos olvidados en pabellones de emergencia ¡ja!, todo en pipa; aparatos saturados de nicotina, alquitrán tibio empastando las paredes interiores de las boquillas, cada pipa espejo de un muchachito perdido en la lluvia. La brisa llevándose el humo, los anillos formados por una boca juguetona y el aliento caliente de las bocanadas que apenas pueden separarse de la tos frecuente en ellos en los meses de invierno. Caminatas interminables, temores confundiéndose con los peldaños del mar, el frío, las plazas vacías, la humedad de la madrugada adornando el cabello extraño que jamás peinan, zapatos desgastados y la marca de las vías del tren a sus espaldas. Orquídeas, inflorescencias monstruosas y el rabioso brillo de la luna llena, el pie ensangrentado de quién no se soporta a sí mismo,  las manos retorcidas sosteniendo la pluma viva y ¡oh el deseo de continuar sosteniendo el papel hasta el ocaso en tierra!. Un buen día de beber, de aspirar la tarde, caminan por la calle San Pedro y se detienen ansiosos, pocas veces miran a los transeúntes, pocas veces se encuentran y se permiten compartir sus vicios, cuando hablan lo hacen bajo el nocturno brillo plateado, en bosques desconocidos, en playas ocultas, bajo techo son la generación de nombres olvidados entre los anaqueles polvorientos de las bibliotecas, en la última página en blanco el registro escrito rápidamente por una mujer despreocupada, los nombres de jovencitos deseosos, anhelando el áspero olor de las páginas envejecidas, los amarillentos mapas que albergan la palabra, la palabra deseada, la palabra oculta, el delicioso sabor del secuestro de un libro olvidado. Las encargadas tomando café y mirando el minutero del reloj, la biblioteca y el polvo, los muchachitos palpando la vejez atrapada en un libro, excitación, el fino arte de la prestidigitación frente a ojos ciegos al espectáculo, caminar de vuelta y beber, caminar descalzos sobre las hojas mustias y la sucia agua de las piletas que adornan los parques. Y los perros ¡sí! perros babeando, olisqueando tras las huellas de los muchachitos: pequeños, algunos rabiosos, sarnosos, perros por dentro secos y delicadas mascotas creyendo entender por qué siguen los pasos de un trío de desconocidos, jadeos, dientes, el perfume de la calle ¡el desprecio del muchacho suicida, del muchacho loco, del muchacho custodio! inmundo embustero de apariencia tierna que apareces en forma de perro desamparado ¡¿qué haces animal?! ¿buscas la tierna flor de la locura? ¿el adorado destello del caos? ¿el triángulo castaño que jamás poseerás?… ¡qué más da!, a nadie importas, a nadie ladrarás. Sigue el reloj a cuenta acelerada, en la solapa lleva una orquídea, el hombre de gabardina saca un libro del bolsillo interior y lo hojea con cuidado, acaba de secuestrarlo de la biblioteca de la calle San Pedro, décadas después de que los muchachitos caminaran por sus calles. Los perros siguen durmiendo a sus pies y el último verso proclama… el hombre cierra el libro y enciende un cigarrillo/ se levanta y acaba bebiendo en un bar cercano/ está solo/ en una ciudad desconocida.

[Editorial Revista Literaria Escarnio N°20 - Julio/2011]