domingo, 5 de julio de 2015

Hoy recordamos el irrelevante origen de “Chicharrón” el chichón.



“Chicharrón” fue el producto sano y natural de una espantosa caída en bicicleta, generosamente se alojó de lado izquierdo, justo donde la cabeza de quien les escribe azotó la acera. Al recuperar un quinto de la postura vertical, me fijé en que a pocos centímetros del lugar de aterrizaje, había un pequeño lugar blando, lleno de flores y pasto; erré por centímetros, mi cabeza produjo un sonido extraño, cemento con cráneo, que mis oídos recuerdan como un “boing” exclamado por un ruso hablando inglés. La vergüenza por la caída y el deficiente cálculo de mi aterrizaje en la acera, se vio desbordado, convertido en la expresión trágame tierra, cuando divisé a un borrachín acercarse a paso tambaleante. Mi cabeza, que comenzaba a procesar señales de dolor, intentaba enviar órdenes que mi cuerpo no podía ejecutar ¡LEVÁNTATE! Reaccioné enderezando mi torso y cruzando las piernas, respondiendo automáticamente “dame dos minutos”, el toque de gracia del asunto fue la pregunta del borrachín “¿estás curá mijita?” mientras yo pensaba “no que va, no más que tú”. Como pude me levanté, levanté a mi corcel caído y me subí, intentando reanimar al animal dándole patadas en el trasero… sí, en ese momento mi bicicleta era un caballito que tenía abollada la canasta que llevaba atada al cuello. No podría decir que recuerdo el camino de regreso, pero lo recorrí diligente, caminando en línea recta. En la esquina me esperaba Gustav… quería ir a abrazarlo, me subí a mi bicicleta y pedaleé, pero no avancé ni un centímetro; la cadena se había quedado trabada, no pude sacarla por más que lo intenté. Me senté y, aprovechando la calle en bajada, dejé que rodara ayudando de vez en cuando con las puntas de mis pies. En casa el dolor se sentó en mí como en cualquier oportunidad donde confluyen el pavimento y una mujer volando, una bicicleta y un borrachín. Las personas me preguntaban qué me levantaba el pelo del lado izquierdo de la cabeza, palpando con cuidado, lo encontré. Un poco aturdida respondí: no creo que sea algo grave, es un chichón, un chichón llamado “Chicharrón”. Durante la siguiente media hora estuve mendigando lástima, todos tan borrachos como yo sólo me devolvían risas, incluso una selfie salió, una fotografía que acabó embadurnando mi dolor con vergüenza. Tardé mucho en conseguir que todos se fueran a casa, mi cabeza no era la única afectada, mi rodilla y pantalón estaban magullados, mi hombro había perdido carne. Mi cabeza presentaba cogorza de lado derecho y jaqueca del izquierdo, a lo largo de la semana cada lavado de pelo dolía y “Chicharrón” crecía… creí que en la vida volvería a padecer tal maldito suplicio. A las dos semanas, el chichón había desaparecido, aunque me recuerda su insignificante existencia el medio hachazo que padezco cada vez que bebo en exceso; el dolor del mundo concentrado en un solo hemisferio.   

Publicado en Revista Escarnio Nº51 Especial Humorada / Junio 2015

sábado, 18 de abril de 2015

Carta / Segunda parte

 
Carta [Parte I-II]
*Intermedio*

El agua salada arruinó mis manos, la piel se escama y se cae con los roces. Tengo la ropa puesta, no siento el agua fría, sin embargo, sé que la falta de tacto es consecuencia de un prolongado estado alcohólico. El agua me llega al pecho. Recuerdo haber llorado mucho sólo hace algunos minutos. Las olas, pequeñas ondas que hacen subir más y más el nivel del agua, no me siento en peligro; nunca aprendí a nadar bien. Sigo llorando, pero en mi boca una sonrisa oculta el absurdo recuerdo de un instante de locura. Aquella tarde el mar parecía tragarlo todo, tocaba tierra con mis pies, estaba de pie, pero no alcanzaba a ver la costa. Aquel instante no era causa de mi tristeza, quizás es un recuerdo de nuestra ciudad, en donde comenzamos siendo unos chiquillos ilusos y pendencieros. El recuerdo de un continente distinto, con el que casi no sueño, estoy lejos. No merece recuerdos o instantes de sueños perdidos en la nostalgia. El sonido del tren deteniéndose me alerta, no tengo ganas de bajarme, afuera está nevando, otra vez.
*Fin del intermedio*
Carta [Parte II-I]
*Tren*

Comenzamos preparándonos, en mi mochila llevaba un poco de ropa, me encargaron defender con la vida una máquina de escribir. Nunca pregunté qué llevaban, en el fondo de mis tripas sabía que escondían mil mentiras, armas y odios. Me preparo un café, antes de beberlo, uno de ellos acerca su mano al borde de la taza, inclinando suavemente los dedos, murmura “para el viaje”; no puedo agradecerle, ya se ha dado la vuelta para seguir cargando libros en su mochila. A medianoche sale el tren, el único que finaliza su recorrido en el destino que eligieron ambos en mi larga ausencia. Pensé que la determinación en su decisión se debía a la seguridad de poseer algo, cualquier cosa; mientras guardaban pequeños objetos, libros rotos y papeles arrugados, supe que no tenían más que el dinero del pasaje de ida, empuñé mis manos rabiosa, casi golpeo una puerta, se detuvo mi brazo a medio camino, otra vez se interponía un muchacho en la acción del desahogo. El dinero permitía tres pasajes comunes, con derecho a literas y comida. Bajaríamos en algunas estaciones y conversaríamos sobre ese año que los tres perdimos intentando alejarnos de nuestra ciudad, además de los meses que estuvimos separados por un país entero.
Apenas me dejaron en la cama, el día que llegué aquí y mientras dormía, ellos me quitaron lo que ocultaba entre mis ropas; no le di importancia en el momento, fue un error. Confiada e inocente, así me dejaron, esperando su regreso o noticias, esperando una mano cálida que pudiera sostener mis dedos fríos, deseando un abrazo y un lugar en donde dormir segura.
Me levanté sobresaltada, golpeada por recuerdos salados, son jodidos reencuentros con un país que dejé hace tanto, que abandonamos intentando hallar nuestros propios caminos, así escogí la nieve, seguí hundiendo mis pies en el frío, siguieron cayendo mis lágrimas en lagos congelados ¿qué podía hacer? huí sola, me encontraron, me dejaron, me quitaron todo lo que amaba. Moví mis pies mientras me quitaba los recuerdos de la mente, al dormir con frecuencia se adormecen. Me levanté y até mi pelo en una coleta, ajusté mi bufanda, pensé que aquel despertar había sido agradable, a pesar de la hostilidad del sueño. Abrí la puerta, estaba sola, salí al pasillo y le vi, con su espalda apoyada en la pared interior del vagón, iracundo. ¿Qué es esa mierda que tenías en los bolsillos? –me miraba, desafiaba mi debilitado cuerpo con el suyo, con su inmenso abrigo, su boina negra y sus ojos fulminando. No me preguntes, lo sabes, siempre lo sabes todo, lo dije titubeando, no recordaba haber tirado mis cosas, no recordaba nada con claridad, sentí que me derrumbaría, debía salir del pasillo, debía refrescarme, oh, mis piernas temblando, mi mano temblando, cada poro excretando ansiedad. Decidí abrirme paso pegándole un codazo, uno que apenas lo sacó de mi camino, me miró, creo que vi mis pupilas dilatadas reflejarse en sus ojos negros. No estás bien y te trajimos, de todos modos estás aquí, ya podrías ir dejando de lado tu vida anterior ¿qué has hecho? ¿por qué te largaste si finalmente no harías nada?... no le dejé terminar, mi cuerpo se arqueó hacia el frente, caminé rápido escapando de él, huyendo como siempre. Al mirarme en el espejo, vi un rostro que hace mucho no veía, desde hacía un año que no observaba mi figura reflejada. Las pupilas muy dilatadas en un breve fondo verde, un blanco enrojecido sucio rodeando todo. Ojeras, arrugas, los pómulos huesudos, las mejillas delgadas, cada grieta en mi rostro era un profundo surco gris, tenía pequeñas heridas que no había notado, mi piel es amarilla como un papel estropeado por el tiempo y no me importa, noto la mueca de indiferencia en el espejo antes de pensar en expresarla. Me siento a orinar, me levanto y voy al vagón, me esperan. Puedo fumar dentro, no tengo cigarrillos. Les observo a ambos, uno me mira con una graciosa mueca de rabia mezclada con preocupación, a los minutos sale golpeando la puerta. El otro me mira con curiosidad, me ofrece un cigarrillo, mientras lo enciendo y doy las primeras caladas, desliza una cajita negra entre mis ropas, dentro se producen sonidos de objetos que conozco bien, le agradezco y boto el humo cerca de su rostro, acariciando su mejilla con mi aliento. Desde que les conozco tienen la piel cálida, las manos y el rostro, sus cuerpos huelen a sudor y tabaco, alcohol; ninguno tiene marcas como las mías. No tienes que esconder nada, supongo que estuviste sola mucho tiempo y que aún sientes dolor –le escuché susurrar muy cerca de mi cara, mientras terminaba mi cigarrillo–. Estoy sonriendo, me siento tranquila. Lo miré por mucho tiempo, intenté recordar cómo se veía antes, mucho antes de marcharme del continente.

Cuando decidí marcharme, preparé todo y concerté un cita con cada uno, por separado. Por la mañana, en el parque, conversé relajada con el de ojos negros, mirando al cielo nublado de nuestra ciudad. En aquellos tiempos, ambos fumábamos demasiado, compartimos veintitrés cigarrillos negros o más, no recuerdo bien. Luego de unas horas le expliqué que debía ir a casa, me dejó ir sin reclamos, entrelazó sus dedos con mi cabello y, al sacarlos, tiró de ellos. No evité una mueca, a él pareció agradarle porque sonreía. Por la tarde, me vi en medio de la ciudad con el de ojos miel, fumé poco, conversamos, estaba cansada, miraba al cielo y mis ojos lagrimeaban. Él deslizó unas cuantas páginas escritas a lápiz en el bolsillo de mi chaqueta, las descubrí por la madrugada, un par de horas antes de irme. Olvidé la mayor parte del trayecto, eso fue hace mucho, pasé de un continente a otro en avión, luego en tren hasta mi destino. Apenas llegué envié postales a la ciudad que había dejado atrás, una para cada uno. Conseguí un trabajo y perfeccioné mi manejo del idioma, conseguí un pequeño piso en el centro y desde allí pude ver por primera vez en mi vida la aurora boreal. Seguí enviando postales sin esperar respuesta, sabía que no se esforzarían en responder, aprendí a vivir en la certeza de que estaba sola. Alrededor del sexto mes de estadía, un atropello me impidió seguir enviando postales, olvidé también muchas cosas. Tuve que esperar en una cama por meses, hasta que recuperé por completo el movimiento de cada uno de mis dedos. Una mañana, mientras me preparaba para volver al trabajo, un golpeteo familiar llamó mi atención, me acerqué a la puerta con miedo, al abrir vi a ambos abalanzarse sobre mí. No volví al trabajo, ellos tenían planes, tenían dudas también y me interrogaron hasta que me desvanecí sobre la mesa de la sala. Por aquel tiempo ya lo tenía por costumbre, debía hacerlo por el dolor, por el atropello, nunca lo dejé del todo. Una semana después tenían mis cosas guardadas y me arrastraban hacia un destino que no quisieron compartir conmigo, a ciegas, decidí seguir aguantando sus empujones hacia lo desconocido. Me llevaron a rastras al tren, me subieron y sentaron, yo miraba por las ventanas intentando ver la aurora. Fui al baño, regresé y dormí todo el camino. Bajamos y caminamos hasta un parque que parecía hecho de hielo, el de ojos negros rompió todos los brillantes objetos que me permitían seguir en pie, inmune a todo, medio despierta y medio anestesiada. Caminaron a través del parque y no pude seguirlos, me quedé con una mochila, ellos con todo el resto. Regresé a Helsinki a dormir en las calles, ellos se habían llevado todo, no sabía qué hacer por aquel entonces.
Carta [Parte II-II]
*Rumbo a otro lugar*

El esperado final de todo un año angustiante lo alcanzamos sobre el tren, mientras a lo lejos podíamos ver el cálido resplandor de flores que estallaban en el cielo, tan alto, que podían ser estrellas dispersándose por el espacio, llegando a la tierra y decidiendo quedarse. No podía sonreír, no podía mi rostro hacer más gestos que los de absorber cigarrillos; ya me había acostumbrado nuevamente a mi rostro, todo el día estaba viéndolo en el reflejo del vidrio del vagón. Se acabó el año, ha sido otro de pestes y revoluciones, giros en un sinsentido degradante. Deseé morir, mirando estrellas inmensas o mejor, la aurora, la razón por la que había escogido aquel lugar como mi destino.
            En nuestra ciudad, me miraba embelezado, nunca supe qué miraba, no eran mis ojos, siempre me esquivaba las miradas directas y malintencionadas que le dedicaba, como sabiendo y pidiéndome que no le hiciera daño, que no intentara descubrir lo que miraba, lo que quería con sus ojos hambrientos, jamás intentó tampoco tocarme, besarme, abrazarme; sentía que él juntaba sus hombros al frente porque intentaba protegerse de mí, se acercaba siempre sumiso, dócil, permitiendo que le tocara, pero jamás pude verle a los ojos directamente. Quizás sentía vergüenza o admiración ¡demonios! ¿admiración? era estúpida y sigo así. Intento recordar más cosas, más encuentros, más conversaciones; es inútil.
Decido mirarlo, desvío mi atención desde el exterior a un cuerpo acurrucado sobre sí mismo, como un gato con chaqueta de pelos negros, entre ellos aparecen cabellos largos, más negros, grasientos, puedo adivinar el gesto tranquilo de su rostro dormido, intento acercar mi mano y tocarle, apartar todo ese pelo sucio de su afilada cara de gato; mucho antes de lograrlo, el otro me toma de la muñeca, tan fuerte que podría quebrarla si lo deseara, tirando de ella, haciendo que caiga de mi asiento torciendo mi espalda para desviar el dolor. Parece no enterarse que peso mucho menos desde que me dejaron, cualquier uso de fuerza bruta podría despedazarme y le costaría mucho a mi cuerpo recuperarse, no podría continuar nuestro viaje… muerdo el interior de mis labios, con rabia; nada de lo que haga le interesa. Al intentar levantarme, puedo ver una sonrisa macabra en sus labios, le agrada que siempre esté en el suelo, bajo él, siendo alfombra de sus oportunidades. Me levanto de una vez, un leve mareo me empuja a un costado, siento el vidrio del vagón muy frío, mi chaqueta se ha deslizado del hombro izquierdo, sigo enferma, me dejo caer hasta el asiento, con esfuerzos cubro nuevamente mi hombro con la chaqueta, la cierro con dificultad, uno mis manos para mantenerlas calientes, al rato todo mi cuerpo se desmorona sobre el asiento restante. Escucho un leve bufido, como el que emiten los gatos en celo, veo al que estaba durmiendo muy pequeño, saltando sobre el otro, arañándole la cara, ambos enojados comienzan a discutir, escucho gritos de un lado y maullidos desde el otro, podría acordarme de más si quisiera, ya no quiero seguir de este lado del vidrio.
  
*Intermedio*
Invierno del 87´
No sé qué estarás haciendo ahora, no me interesa tampoco saber. Desde que me fui ni en las noticias escucho sobre nuestro país, menos sobre nuestra ciudad. Aquí todo son espacios tremendos ocupados por construcciones inmensas, las calles, las luces, todo parece hecho por gigantes, por una raza de extraños que quiso dejar algo para los que vinieran luego.
No dejo de mirar la aurora, mi querida aurora, es sólo mía mientras la veo, alejada de todo ese desastre en que se transformó nuestra ciudad. No espero verte, no quiero volver a verte…
te escribiré de todos modos.

***
Invierno del 87´
Extraño cada pequeño gesto tuyo, el mensaje que colaste entre mis ropas me hizo llorar, no tenías que escribir lo que sentías.
Me niego a regresar, no quiero volver al mar. Tengo miedo de lo que allí sucede, aquí todo es cálido –a pesar del frío–, la aurora es preciosa, más que en las fotografías, más que las descripciones de turistas. Sigo pensando en no regresar, no quiero que vengas, no lo intentes, no se parece en nada a lo que habíamos escuchado. Seguro era mejor idea irse de cazavías, en América. Espero que decidas quedarte y acabar de vivir en nuestra ciudad.

*Fin del intermedio*

            Creo que un par de estaciones se han detenido frente a nuestro tren, un centenar de personas han bajado y subido, siguiendo deseos mucho más fuertes de los que me mantienen dentro, con este par de animales negros; tengo el consuelo de que uno de ellos respeta mi más íntimo deseo, aunque no espero que el otro le deje en paz.
            En la décima estación anuncian un cambio de vagones no planificado, se tardará por lo menos cuarenta y cinco minutos. Me he movido sólo para ir al baño, apenas alcanzo a llegar, cierro la puerta y mis piernas se doblan por el esfuerzo, tengo que quedarme un buen rato recuperando la posición vertical. Al regresar no me espera nadie, supongo que han bajado un momento a caminar por la estación. Creo ver en mi último pestañeo que discuten afuera, cerca de la ventana que aguanta mi cabeza, no alcanzan las ideas a explicarme el comportamiento de ambos, parecen muy enojados, discuten, a pesar del frío están sudando de ira, se lanzan manotazos y el de ojos claros cae de espaldas a la nieve; un denso humo blanco avisa que el tren parte, comienzo a olvidar todo lo visto, ya estoy durmiendo.
«No sé cuánto entiendes de todo, parece que eres una parte pequeña y distorsionada de la persona fuerte que decidió irse de nuestra ciudad, no alcanzo a ver mucho de ti, tus pequeñas manos se asoman para encender cigarrillos, tu rostro parece iluminarse unos segundos con la profunda calada, de inmediato se apaga en una tos que mueve mi corazón en compleja lástima. No pretendo contar todo lo que hemos pasado para llegar aquí, pero el otro tiene cientos de razones, distintas del viaje, para sentir su cuerpo arder en ira, por ti, por mí, por todo esto. Te lo diré y quiero que te prepares: se irá luego, no quiere quedarse contigo, ya no eres la persona que se fue, cree que tú mataste a esa persona que queríamos en nuestra ciudad. No comprendo tampoco por que te comportas así ahora. Nunca quise abrazarte, besarte o tocarte porque sé lo que eres y creí que te alejarías si llegaba a “descubrirte”, lo supe desde el principio y siempre amé lo que eras, incluso ahora, siendo una sombra delgada de lo que eras en nuestra ciudad.»

Carta [Parte II-III]
*La aurora boreal*

            No puedo pronunciar el nombre de la estación, siento tanta angustia. Mientras me hablaba no pude decir nada, no podía mover la boca, acercarme, abrazarlo, hacer algo. Pasa un día completo, no se detiene el tren para nada, va con retrasos. La noche se cae en finos y pequeños discos transparentes, no veo la aurora, me pregunto si ha seguido al tren para verme, no recibo respuestas, creo que se ha olvidado de mí, no me despedí de ella.
¡Adelante! –le digo– adelante, si quieres hacer algo conmigo, hazlo ahora, hiéreme, quiébrame, mátame. No podía precisar de dónde venía el odio, no lo recordaba, me dejaba flotando en la incertidumbre ese sorpresivo ataque, aprovechando la ausencia del de ojos claros.
Regreso de inmediato, necesito un minuto de soledad.
En el momento no intenté recordar los hechos previos, sabía que no podría traerlos al presente, intenté levantarme, intenté enganchar mi brazo a un pasamanos.
Regreso de inmediato, necesito pensar un poco a solas, para ayudarte, para que salgamos de esto.
Como un sorpresivo estallido en el cielo, recuerdo algo, lo ordeno en mi cabeza, enfoco todos mis esfuerzos en recordar cada pequeño detalle. Me había llevado a rastras hasta el baño y me había quitado parte de las ropas, como no queriendo comprobar lo que ya sabía, como queriendo verlo para respaldar su decisión.

            «¿Cómo has podido? ¿cómo es que me has engañado todo este tiempo? me obligaste a seguirte, me dijiste que no querías verme, que no esperabas nada de mí, pero seguías enviándome postales, fotos, mensajes y luego el silencio ¡un año de silencio! Par de imbéciles, escapando, huyendo a otro lugar, a cualquier lugar, en nuestra ciudad estábamos bien, podíamos vivir ahí, yo podía vivir ahí muy bien, todo era pequeño, tenía amigos, familia, un lugar pequeño que podía cubrir con lo que hacía, aquí soy nada, moriré siendo nada en medio del hielo, viendo esa absurda luz en el cielo que amas tanto.»
            Salió del baño, vi su espalda cargando una mochila, con una gruesa manta enrollada y una taza colgando de un lado. Caminó hasta la división de los vagones, abrió la puerta a punta de patadas, el viento entró con miles de hojuelas de nieve arremolinándose, pegándose a los vidrios, escarchando mi abrigo abierto. Madrugada, nada se veía fuera. Le miré por última vez esperando que regresara conmigo a la habitación. Tomó algo de impulso en el breve espacio que separaba los vagones, sin mirarme gritó “¿Puedes escuchar el trueno? ¿puedes escucharlo? ¡yo soy el trueno!” sólo un par de pasos lo separaban de las siniestras manos de la oscuridad, mientras saltaba desaparecía, se fundía con el exterior.
Apoyada en el vidrio avancé caminando apenas hasta el punto de salto, estuve a un segundo de lanzarme detrás; me tomaron del brazo, tirando de mí con tanta fuerza que fui a caer sentada, entre sus piernas abiertas. Con el pie derecho pateó la puerta hasta cerrarla, la nieve que había entrado estaba derritiéndose, sentía mojado el cuerpo, toda empapada la ropa. Me apretó contra su pecho caliente. «No lo sigas, te va a matar.»

Esto es todo, tengo que desnudarte y cambiar tu ropa, prometo no mirar demasiado.

[Continuará]


Publicado en Revista Escarnio Nº50 - Especial Trenes

Sobre el cambio y las líneas del tren


           Puedes calificar de extraña la temática del “tren”, puedes preguntarte ¿por qué escoger ese medio de transporte en vías de extinción? puedes estar pensando en dejar este texto y curiosear en el contenido de la revista; ten paciencia, sigue leyendo, permite que te cuente de qué va el asunto. Desde septiembre de 2009 –lanzamiento del primer número de la revista–, Escarnio escogió moverse sobre las ancianas vías de trenes que aún zigzaguean fantasmales por La Serena, siento que hasta el año recién pasado, la revista seguía vagando, apareciendo en aislados parajes, dejando sólo líneas de luz en los ojos de nuestros lectores. Entre los agitados meses que han dejado su marca atrás, nuestras energías se han enfocado en la revista, en qué debemos hacer por y para la revista, a quién entregarla, en cómo debemos continuar con esto. Habíamos vagado intentando dar con una vía alternativa para nuestro avance y la encontramos, dimos con ella en el momento en que conseguimos el respaldo de autores capaces y concientes; nuestros colaboradores en la Feria del Libro de La Serena 2015, y no se trata de los que conoces o más te “suenan” del ambiente literario en nuestra ciudad, se trata de autores que se han forjado un espacio, los que no se han puesto a pensar en encajar dentro de lo existente, sino los que han creado escenarios alternativos para mostrar y mover su trabajo. Aprendimos de ilustradores y autores independientes, que cumplen y desbordan el calificativo de “independiente”, incluso se han ganado el espacio underground en La Serena, Coquimbo, incluso fuera de este país. ¡Qué alegría saber de ellos! entender sus aspiraciones y ambiciones, recibir sus comentarios, compartir sin malas intenciones nuestros motivos, crecer en conversaciones honestas. ¡Qué alegría gente que Jorge Chávez nos permitiera escribir y leer un texto para la presentación de su novela gráfica CyberFolk! ¡qué placer tener en nuestras manos el trabajo crítico de Visceral! y me quedan otros que mencionar: Geko y su imparable producción novelística, Nury y su decisión de trabajar sus poemas sola (dejando atrás una historia de colaboración en agrupaciones varias) y Matías Paredes con su sorpresivo trabajo de entusiasta y descubridor. No puedo más que agradecer a ustedes por su apoyo y confianza, por permitirnos también avanzar como pares, como iguales, trabajando uno al lado del otro.
            Escribo por la nueva locomotora de Escarnio, por las vías relucientes que recorreremos junto a muchos otros autores potentes e independientes, participando del circuito alternativo, del nuevo underground. ¡Muchas suerte a todos! digo sosteniendo un pañuelo blanco entre mis dedos, despidiéndome de todo lo que conocíamos.   


Publicado en Revista Escarnio Nº50 - Editorial Especial Trenes

El dilema de la sumisión

En un jardín
se pueden escuchar
tantos idiomas
sin poder descifrar uno. 
S. N.

El aroma de los claveles me recuerda la preocupación que me inquieta; los colores reviven mi intenso amor por las flores silvestres y los pétalos, la suavidad de mis manos en el momento que acaricio mi cuerpo por las mañanas, mas, su procedencia evoca episodios amargos. Como un suave murmullo un gato bicolor se acerca, recorre paciente la habitación y se sienta sobre mi regazo; el bienestar irradiado desde un punto detrás de su cabeza me provoca una sonrisa boba, estoy embelesada con su ronroneo, este instante es lo único que necesito. El té recién servido deja escapar un halo difuso, aromático; juguetón se aleja en dirección a la ventana. La taza blanca permite observar el intenso color del té, un barquito de canela flota a la deriva mientras remuevo el líquido con una cucharilla. Me permito observar los objetos de la mesa, los recuerdos. Las flores no siempre fueron un estímulo agradable, comencé a amar las flores porque el gato las traía para mí, las que ahora adornan mi mesa me las trajo apenas ayer. El gato levanta su cabeza y con un maullido pide comida, encantada le sirvo algo. Acerco la taza a mis labios mientras observo al gato comer, él levanta la cabeza de cuando en cuando, mira las flores y continúa comiendo, yo sonrío, el té tibio despide un aroma menos intenso, afuera, el intenso color del día me provoca, ya deseo ir a caminar; con suerte, el gato me acompañará. Dejo la taza, el barquito de canela está en el fondo, quieto. Vamos afuera –le digo al gato–, espero un momento a que salga y cierro la puerta de la casa.
Caminamos uno al lado del otro, desde aquí, fuera del hogar, lo único visible del parque son copas de árboles con algunos brotes y flores. Un par de cuadras de lenta caminata y aparecen los caminos del parque, cada uno recorrido por personas disfrutando del insipiente inicio de la primavera; agradable lugar de encuentro común. Seguimos caminando uno al lado del otro como dos buenos amigos. Pestañeo y recuerdo. Con el aroma a claveles, un sentimiento de extrañeza se aloja en mi pecho, mis pasos se notan forzados, mi rostro se contrae cerca de la boca, el gato me mira, intento mostrarle una sonrisa, pero el resultado es una mueca carente de significado. El parque se extiende a lo largo de varias manzanas, pinos, setos y arbustos. Los pies de un ciruelo en flor es lugar ideal para sentarnos un momento, decido apoyar mi espalda en el árbol mientras invito, con un ligero movimiento de mis dedos, al gato a recostarse sobre mi regazo. El cielo, el aire, las nubes corriendo una tras de otra, sugiriendo formas e ilustrando imágenes olvidadas, recordándome que ese gato se había alojado en mi vida, que estaba viviendo en mi casa, que en este momento yo acariciaba su cabeza con delicadeza. El gato mira los pétalos caer, aquellos se desprenden flojos de los árboles que nos rodean. Se distrae, parece inquieto, triste, sus ojos me angustian. El soneto que se escribe con la brisa, su pequeña mente ausente y la certeza de un adiós me estremecieron, mi corazón se contrajo y quedé sin aliento. No puedes cortar flores de éste jardín hasta que comience la primavera, no dejarás que nadie lo haga más que yo. No podía recordar el rostro de quien pronunciara esas palabras, quizás fue el susurro de un recuerdo dentro de mi cabeza, un rumor traído desde lejos por el viento. Nadie más que yo, nadie más. La cabeza del gato estaba tan cerca de mis labios que podía ser él quien murmuraba, me leventé y él cayó de pie a mi lado. Un chasquido de fastidio acompañó la cola del gato agitándose como un látigo. Háblame ¿no me recuerdas? las flores, claveles, yo advirtiendo mi propiedad sobre todas esas flores, te lo recordé esta mañana, te lo recuerdo ahora. Un té y las flores, el gato sobre mi regazo, su cabello largo ocultando su rostro, sus dedos largos tocando todo cuanto alcanzaban. Las flores no las puede cortar un gato, pero ¿quién lo puede asegurar? Camino, el gato me sigue, lleva una marca de fastidio en medio de su rostro, sigue agitando su cola intentando domar mis recuerdos. Se adelanta cuando regreso al camino principal del parque, se detiene y se mantiene de pie, gira su cabeza, mantiene su vista fija en mi rostro, casi puedo decir que me mira a los ojos; desvío la mirada, siento incomodidad, decido volver a casa.
Una segunda taza de té, ahora flota un pétalo de la pequeña flor del ciruelo, cayó de mi cabello cuando acercaba mis labios para beber. Siento presión en el cuello, pierdo el aliento, acabo por ahogarme, mis piernas se debilitan unos segundos. El gato se acerca, sé a lo que viene. Como otras veces se acerca y pone su pata sobre mi mano, me mira disculpándose por la violencia, veo que lo siente en sus entrañas, lo comprende, le acaricio y le digo “no importa”, aquello siempre sucederá pues comprendo que está enojado. No bebas té mientras te estoy hablando, tienes que escuchar cada palabra que te diga, tienes que hacer lo que yo te mande. El gato retira su pata de mi mano, va a mirar los pájaros que saltan de árbol en árbol, se sube al techo, canta.
Recuerdo un instante acontecido frente a una taza con té similar a la que bebo, un rostro se refleja nítido dentro del líquido. Cada línea de expresión del rostro está marcada en duro rictus iracundo. Lleva el cabello largo y le tapa parte de un ojo, podría ser la cara de un hombre-niño, cálida y paciente por ese mechón alocado de cabello, pero no es el caso, aquel rostro que me parece angustiantemente familiar está a un segundo de abalanzarse sobre mi cuerpo, alzando ambas manos, golpeando la mesa que nos separa, volcando la taza con té. Sin desearlo una lágrima llega al suelo. Sin pensarlo recojo una taza de té intacta, pienso que ha perdido su contenido sobre la mesa, tomo un paño y seco la mesa manchada con el té derramado en un recuerdo. El gato se baja del techo, se cuela por la ventana y camina hasta la lágrima abandonada en el piso, lame y todo su cuerpo parece triste, ha bajado su cola y orejas, los grandes ojos se le humedecen, podría estar llorando, podría yo estar mirándolo con los ojos velados por las lágrimas. No quieres a nadie más que a mí, no puedes irte de aquí, no tienes a nadie, no hay nadie más afuera, no puedes decirle a nadie, no puedes hablar porque nadie te escucharía. Levanto al gato, lo abrazo como lo haría una madre con su recién nacido, camino a la habitación, me tiendo de espaldas y dejo al gato de pie sobre mi vientre, un momento de duda y se acomoda con sus patitas dobladas, ronronea.    
  ¿Qué te ha sucedido? ¿dónde estás? no le he visto desde el fin de semana, se largó advirtiendo que no dejara la casa, que no dejara entrar ningún gato. Recordaba todo, cada segundo de miedo, cada día de odiosas miradas, de fatales golpes por pequeños errores: se vaciaba la azucarera, el baño tenía manchas de agua en sus paredes, ella miraba su té mientras el hombre le hablaba, ella diciendo que le gustaban los gatos más que los hombres. No sabía si volvería a verle, pero comprendió que no podía permanecer temiendo a un ser ausente.
            Otro día. Me levanto de la cama, veo al gato caminando a la cama, trae flores silvestres en el hocico. Preparo un té, lo bebo mientras el gato ronronea. Me permito un momento de egoísmo, busco un espejo y decido maquillarme, vestir hermosa para caminar un rato en el parque, no espero que el gato me acompañe, le abandono a propósito.
Me siento en una banca del parque, tan rápido como suspiro aparece un hombre que se sienta a mi lado. No tengo tiempo de pensar en nada, él ya está hablándome de lo bella que me veo. Me sonrojo, me siento afortunada. Le invito a casa, me toma de la mano casi todo el camino de regreso. Al entrar a la salita el gato me mira con ojos que me fulminan por el odio que irradian, me siento triste. El hombre se acerca al gato, lo toma, abre una ventana y lo lanza sin cuidado. Odio a los gatos, jodidas bestias caprichosas. Me siento, preparo un té. Vamos dentro, para eso vine aquí. Pienso en las flores que trajo el gato por la mañana, las busco con la mirada, no puedo encontrarlas. Vamos dentro. No quiere dejarme el recuerdo del hombre que me abandonó. Vamos nena, ya me tienes aquí ¿acaso vas a sentarte a beber té y mirar flores que no existen? Se me aprieta el corazón ¿cómo puede hablar con soltura de algo que no conoce? ¿qué sabe él de las flores? Me levanto e intento sacarlo de ahí, apenas puedo hablar, siento miedo. Estúpida mujerzuela. Me tira al piso en el forcejeo, se larga golpeando todo a su paso, incluso el gato que esperaba entrar.
Encuentro las flores, están tiradas a mi lado junto al gato, camelias.


Publicado en Revista Escarnio Nº48 - Especial Botánica

miércoles, 25 de marzo de 2015

Cuentos que no quieres escuchar / Mitos Subliterarios IV



4.- El dilema del telón

            A ver, a ver ¿quién se hará cargo del telón? Me dicen y piensan que éstas personas no tienen otra cosa que hacer más que quejarse, “no tengo libro” “llevo 30 años escribiendo y aún no me publican” “espero tener un libro antes de morir” “debemos hacer algo, pero no se me ocurre qué”. Reuniones inútiles, conversaciones vanas.
Ey ¡un café literario! así todos pueden leer en un evento propio y no será necesario asisitir a eventos ajenos, escuchar autores malos y leer sólo lo que les interesa difundir. Ya, un café literario… me cuentan que, de inmediato, comienzan a levantar sus manos, yo café, yo té, yo azúcar, yo quesito blanco, yo pan. Alguien dice que NECESITAN un telón ¿un telón para qué? ¿acaso nunca han leído sin tener un telón de fondo? por favor, es material que se perderá, dinero desperdiciado. Miran enojado al disidente, le dicen que desde antes que él naciera, desde el principio del movimiento literario en la ciudad, se utilizaba un telón. Lo miró perplejo, le pareció una gran mentira. ¿Para qué necesitan un telón? ¿por qué el poeta, el creador, debería satisfacer sus propensiones de ególatra arrendando un local para leer, llevando cosas caras para comer y pagando a los asistentes con pésimas lecturas, con un telón de fondo que a nadie le interesa? Bien, está bien. Acepta lo que dicen aunque sigue pareciéndole una gran mentira. Le mira de vuelta, asume que el sujeto que defiende el telón, se hará cargo de hacerlo. No, yo no, no puedo hacerlo: esa es su respuesta.
Me dice “puedes ir si quieres, pero te advierto, esto no va a ningún lado, es una total pérdida de tiempo. Ve a sorprenderlos con tus textos, con tu lectura, con tu determinación.”
Me pregunto si siempre fue así, todos moviéndose instintivamente hacia lugares en donde obtienen mayores beneficios a cambio de un mínimo esfuerzo. Reuniones en que se prefiere beber y sonreir, aplaudir por cortesía, condescendencia o calentura.

Cuentos que no quieres escuchar / Mitos Subliterarios III



3.- Extrañamos tiempos peores

            Las cosas serían como antes, tal cual, cooperación, movimiento, literatura salvaje, disturbios. Hace mucho, hace más tiempo del que puedo recordar con detalles, las personas salían a tocar sus guitarras para cantar en contra de lo que pasaba en sus calles, pero eso fue hace mucho.
Mientras sucedía, veías a diario personas asustadas, encerradas en sus casas. Apariciones fugaces de activistas, pequeñas marchas, insolentes protestas, personas enojadas. Nos metieron en la cabeza que nuestros vecinos, extranjeros y allegados eran espías, “sapos”, jodidos agentes infiltrados; la confianza se fue al infierno, sin embargo, donde desaparece la fe, aparecen gestos preciosos. ¿Por qué extrañas esos tiempos de terror? le preguntaron, le pregunté «ahí, en ese mal momento, la cultura se fue a las nubes, se recogía y estallaba por todos lados, en las calles, en las personas, no menospreciabas al que tocaba una guitarra vieja a tu lado, no juzgabas al que leía poesía de una servilleta arrugada, no maldecías a los jóvenes que se atrevían a seguir con la vista y los pies las explosiones de arte.    No los veías en el centro de la ciudad, los escuchabas gritar en la periferia, en medio de la pobreza y la persecución.» Le miro sorprendido y le digo: ahora es mejor, puedes hacer lo que te venga en gana y nadie negará tu derecho de hacerlo. «No, ahora existe la envidia. Cada pequeño faro de arte de ese entonces, hoy se ha apagado, no son capaces de encontrarse entre ellos, de juntar sus fuerzas y hacerlas extraordinarias. Se conforman con beber el fin de semana, con fumar yerba y un sueldo mínimo para mantener a familias que se encargaron de encadenar a éstos creadores inconformes que se desarrollaron en los tiempos del terror.» Me horrorizo y vuelvo a preguntar: ¿me dice que ahora, después de muchos años, es más importante la competencia, la fama, un escenario con micrófono? «En ese entonces no nos interesaba más que gritar, hacer, caminar para llegar a escuchar a otros artistas, ayudarlos. Me gustaría que volvieran a perseguirnos, a asustarnos, así el arte y cada uno de nosotros sería más importante; estaríamos “cagaos” de miedo, pero seríamos artistas.»