martes, 12 de enero de 2021

Día XII: Seduce a la presa.

La fragancia aquella vez era la misma que ahora, Paco Rabanne. Luigi la olió por primera vez en la casa de la zona universitaria en la que su mamá lavaba ropa dos veces por semana. El nombre se lo había puesto su madre, porque era la única familia que tenía; trabajaba tanto que apenas la veía un par de horas al día; además de lavar, realizaba muchas labores que le quitaban el tiempo que debió usar en su hijo; Luigi, en la adolescencia, comenzó a buscar lo que su corazón anhelaba de otras personas. 

En la calle, con amigos, a veces veían fotos de chicas con poca ropa; uno de ellos contaba con un teléfono y dinero, pagaba para que esa chica le enviara una foto sin sostén, esta otra le mostrara las nalgas y a esa otra se le viera la entrepierna rasurada. Era imposible hacer evidente el resquemor por el cuerpo desnudo que mis amigos miran con lascivia, en cambio, guardo silencio y decido que usaré el mismo medio para obtener algo que necesito, aquello por lo cual mi madre no está en casa.

La ventana era pequeña, estaba cayéndose a pedazos, las termitas se habían comido el marco de madera desde dentro y, en algunos agujeros, pequeñas bolitas cafés se escurrían hasta el suelo,  el color verde deslavado del marco le daba un aire de nostalgia, apenas dos bisagras sostenían las piezas móviles, cuatro vidrios sucios y pequeños a cada lado. Tenía el brazo colgando en el marco de la ventana y medio torso fuera, sudaba por el calor de la madrugada caribeña. Su rostro estaba a metros de la calle, se mantenía con la mirada baja y pensaba que podía vender la imagen de su cuerpo desnudo, pero no contaba con medios para hacerlo; no tenía a quién pedir ayuda, menos conseguir un cómplice. 

Escuchó un click que provenía desde algún lugar cercano, levantó la mirada y los ojos verde ópalo buscaron el origen del sonido o algún atisbo de presencia humana, pero no pudo distinguir más que sombras proyectadas o superpuestas en la calle, los irregulares adoquines perlados y la luz vacilante de las farolas dispuestas en algunas ventanas de casas vecinas. Mientras intentaba enfocar su atención en la búsqueda, pudo percibir una fragancia que le pareció familiar; cerró los ojos, concentrándose en retener ese olor en la nariz, y pudo identificarlo como Paco Rabanne. Un brillo tenue salió desde unas escalerillas cercanas, otro click –esta vez más nítido–. La fragancia era tan intensa ahora, que parecía impregnar todo el espacio que lo separaba de esa cámara fotográfica. 

Saltó a través de la ventana y quedó de pie sobre la calle, comenzó a caminar. Deseaba ver  a quien sostenía el lente, un intruso que capturaba su imagen mientras él mismo no podía hacerlo. Escuchó otro click. El brillo desapareció tras otros sonidos –un cierre, un broche y una correa–; de seguro, ese extraño, estaba guardando la cámara. Se quedó tieso un momento, inmóvil. Llenó los pulmones de aire, corrió y gritó al mismo tiempo; no alcanzó siquiera a ver el rostro del extraño. Lo jalaron del brazo desde la oscuridad y lo golpearon hasta aturdirlo.

Un click más y el último que oyó, provenía desde muy cerca, quizás justo encima de su cuerpo. Sintió que le tiraban algo cerca de las manos. Se incorporó y acomodó su ropa, entre el sudor y la sangre, fue difícil cubrirse. Lo que le habían tirado, se había quedado pegado al suelo a causa de la humedad, aquello por lo que su mamá estaba poco en casa.

lunes, 11 de enero de 2021

Día XI: Hay otras conmigo.

Mi abuela nació en un pueblo que ya no existe y vivió la mayor parte de su vida en un pueblo que también desapareció. Trabajó desde muy joven para familias extranjeras: cocinaba, lavaba, limpiaba y se encargaba de todo en esa casa ajena. Se fue a un pueblo lejano con una maleta llena de sueños –literal–; cuando abandonó su pueblo natal, ella no tenía posesiones. Vivió más de cuarenta años en ese lugar. Trabajó para muchas familias. Alguna vez le ofrecieron salir del país y seguir trabajando como nana en Canadá, ella rechazó la propuesta. Conocí a mi abuela apenas nací, su casa y la de mi familia estaban frente a frente, separadas por una calle de un par de metros de ancho. Los números de las casa eran “D-208” y “E-208”.

Cuando mi abuela se jubiló, comenzó a visitarnos a diario: llegaba a las 8:00 de la mañana y se iba pasadas las 20:00. Cada día de mi infancia la vi, cada vez que nos visitaba me traía embelecos.    

Mi abuela era una persona odiosa en cierto sentido, muy terca y entrometida. No había objeto de la casa que no tomara o cambiara de lugar; si había algo escrito, lo leía; si había algo cerrado, lo abría; si había algo apagado, lo prendía. Era como si viviera subordinada a un impulso invisible que le impedía quedarse quieta y permitir que las cosas estuvieran en alguna posición que ella no había determinado. A pesar de que no se movía rápido, cuando sonaba el teléfono, se esforzaba para llegar y contestar: deseaba saber quién llamaba, para qué y a quién; no podía quedarse con esa duda. Lo mismo con los visitantes, aunque si no alcanzaba a llegar a la puerta, ella miraba por cualquier rendija que le quedara cerca y oía las conversaciones (aunque duraran horas). 

Según recuerdo, mi abuela veía a gente desconocida rodeando su cama; a menudo gritaba y pedía ayuda porque había otras personas con ella y no sabía quiénes eran. Eran alucinaciones, nadie entraba a la casa más que la familia directa y cercana. Se le diagnosticó demencia senil. En casa la ignorábamos cuando gritaba porque sabíamos que nada era cierto: no había hombres robando sus joyas, no había hombres en el patio, no había hombres intentando llevarla a otro lugar. Nadie podía cuidarla en el estado en que estaba, no podía ponerse de pie, no podía comer por sí misma, no podía asearse o discernir entre algo real y algo imaginario.    

Yacía inmóvil sobre la cama. La cabeza reposaba sobre una almohada baja –cuando jamás había podido dormir con el torso alineado con la cama–, una trenza larga descansaba a un lado y le llegaba hasta el hombro; el resto estaba cubierto con una manta a cuadros. Gran parte de su cuerpo había desaparecido, los meses que pasó postrada le habían quitado, al menos, veinte kilos de encima. Tenía la piel del rostro pegada a los huesos, jamás la había visto tan delgada y, en ese momento, se parecía a mi abuela materna… sí, era obvio, por el peso de más no se notaba la similitud, pero ambas eran medio hermanas. En la muerte se parecían mucho, el rostro era el mismo. 

En el cementerio, metieron el cajón en un lugar erróneo y mi tía lo notó, tomó la palabra y dijo en voz alta: “se equivocaron, el nicho está en otro lugar”. Mi padre la miró y dijo: “suspicaz, la vamos a dejar en el nicho definitivo más tarde”. Una hora después, cuando todos se habían ido, abrimos el cajón, sacamos algunas mantas enrolladas (que se habían puesto para mantener el cadáver quieto) y metimos a mi bisabuela forzando un poco las piernas de mi abuela, acomodando ambos cuerpos para que pudiera cerrarse el ataúd. No hay más espacio en los cementerios, hay que aprovechar los nichos y, muchas veces, se ponen dos o más muertos en el mismo cajón. Mi bisabuela tenía el tamaño de una niña de siete años, llevaba décadas muerta. Se había encogido hasta quedar como una figura diminuta, sólo los huesos dentro de un saco de piel seca; se momificó el cuerpo, a causa de la posición en altura del nicho. Nos dijeron que era extraño que pasara, pero fue una forma justa para enterrarlas en el mismo lugar.


III Mundial de Escritura - 2020

domingo, 10 de enero de 2021

Día X: Recuerdos del suelo

La primera vez que vi algo que no podía explicar, tenía diez años. Vivíamos en medio del desierto, en un pueblo minero rodeados de tortas de relave color rojo –cerros artificiales con cúspide plana hechos de rocas desechadas por las refinerías de cobre–. Con mi hermano nos mandaban a tirar la basura a un contenedor a un par de cuadras de la casa, por la tarde, cuando ya no había luz natural. Cada uno llevaba una bolsa negra, a veces chorreando líquidos percolados, del tamaño justo para que las cogiéramos y las desplazáramos dos cuadras. Siempre era una aventura salir de noche, porque no nos dejaban jugar afuera después del atardecer. Ese día, nos asustamos porque vimos luces de colores en el cielo a muchos metros sobre los cerros detrás de los relaves: amarillas, rojas, verdes y azules que titilaban entre las nubes, agrupadas sobre algo que parecía estar flotando sobre el desierto. Habíamos visto hacía poco la película “Encuentros cercanos del tercer tipo” y teníamos en la mente la imagen de la nave que sale casi al final, lo que vimos se parecía mucho. Corrimos casi las dos cuadras de regreso a casa y nos cruzamos con un muchacho sin rostro, creo que gritamos y seguimos corriendo más rápido hasta llegar a la puerta de la casa. Nuestra madre nos abrió la puerta, supongo, o quizás nos esperaba de pie en el antejardín. 

La vida en el lugar era muy aburrida; había centros recreativos a los cuales nunca fuimos, porque éramos muy niños para ir (“Arcoíris Center”) o el lugar estaba destinado a los hijos de otro tipo de trabajador (“Chilex Club”). La primera vez que me escapé de casa tenía doce, me subí al automóvil de un primo del amigo que me había invitado. Pedí permiso, pero no hice caso a la negativa de mi madre; salí corriendo de casa y me subí al auto, le dije al primo que nos fuéramos. Esa fue la primera vez que entré en el Chilex y no me gustó, no era un lugar para mí: dentro había piscina, salón de baile, restorán, canchas de tenis, fútbol y salones para reuniones. Mi padre me había advertido que no fuera a ese lugar porque no nos correspondía usarlo, no debí ir. Volvía a casa y me pegaron en la cabeza, con la palma abierta, por el escape: jamás volví a huir de casa y tampoco a pedir permiso para actividades de ocio. 

Mi niñez pasó mientras jugaba con mi hermano, nos subíamos a cohetes o barcos hechos de chatarra metálica y restos de camiones mineros. Había un parque dispuesto en cuatro mesetas, con un camino serpenteante que unía cada lugar: arriba estaban los juegos pequeños para niños (columpios bajitos, carruseles, figuras a las cuales te podías montar con facilidad); abajo estaban los juegos para adolescentes (resbalines altísimos, sube y baja largos, columpios con cadenas de más de tres metros). 

Viví en aquel lugar desde mi nacimiento hasta mis dieciséis años. Viví año y medio en una ciudad a veinte minutos al sur: un lugar seco y con un viento tan fuerte que podía levantar la tierra del desierto, en total abandono y con un futuro que sería similar a cualquier pueblo minero. Luego, me fui a vivir a una ciudad a dieciséis horas al sur, con clima mediterráneo, a media hora de la playa (yendo al occidente) y a media hora del valle (yendo al oriente).


III Mundial de Escritura - 2020

sábado, 9 de enero de 2021

Día IX: Esa verdad.

Sí, este caso se resolverá rápido. Me ganaré un buen dinero, obtendré excedentes, estaré todo un mes viviendo relajadamente y, además, me alcanzará para poner los pies sobre mi siguiente caso. Quisiera decir que soy un buen sujeto, un ser humano que se gana la vida de buen modo, uno que resuelve casos, pero no soy así: decir siempre la verdad, pero ocultar las pruebas; resolver casos, pero ocultar evidencias; cobrar por lo que hice, pero mentir sobre los costos. 

La última vez que estuve con alguien –en serio–, descubrí la causa de un dolor en los pies que ella sentía hacía años y que los médicos no habían sabido explicar. No se lo dije de inmediato, aunque mi primera hipótesis resultó siendo acertada. Después de conocer su historia familiar, conversar con sus padres y visitar un columpio que disfrutó durante su infancia; comprobé que se trataba de un duendepie. Ya me había pasado muchas veces en el pasado, la gente no me creía, por lo que ideé una forma de “decir-sin-decir-la-verdad”, inventarme algo convincente, pero creyendo en la versión que ocultaba con celo, estando seguro de las pruebas que había conseguido, archivando todo y leyendo mis propias vivencias como historias de fantasía. Me fue fácil conseguir pruebas del duendepie; ella, a veces, dormía en mi casa y tenía el sueño pesado. Cuando confirmé mi hipótesis, me dispuse a conseguir pruebas y una noche cualquiera, esperé a que se durmiera y puse papel entintando sobre el cubrecamas, tiré harina sobre el suelo de la habitación y me senté a esperar tan quieto y en silencio como pude. Si estas cosas se vieran, todo el mundo las creería; como no se ven, hay que poner trampas. Con la luz tenue del amanecer, pude ver con claridad las marcas dejadas sobre el suelo (las fotografié) y algunas impresiones palmares en el papel entintado. Guardé el papel y barrí la harina. Me acosté y fingí despertarme con ella. Le conté que mi abuela también padecía de dolores en los pies, pero que se habían acabado cuando comenzó a dormir con los pies cruzados, le expliqué que era producto de la mala circulación y bla bla bla; le costó acostumbrarse, pero terminó haciéndolo y ya no le dolieron. Ella terminó conmigo porque, en un momento de debilidad (e intenso enamoramiento), empujado por unas copas, se me salió lo del duendepie y las fotos y las impresiones y todo se fue al carajo. Me acusó de mentirle, me dijo que era un sicópata egocéntrico. Es difícil saber que sostienes la verdad con verdad, pero no puedes siquiera acercarte a lo cierto: no se ven, sencillamente no se ven, yo no los veo, no sé su forma, no entiendo a ese organismo, no entiendo qué hacen encima de las personas, no alcanzo a comprender si son parásitos o seres vivos, si son algo… ¡algo! Explicarlo, mostrar las pruebas, ponerles nombre, registrar, buscar, resolver problemas, tener relaciones fallidas y quedar de mentiroso, sicópata, enfermo. Con dos pepas de analgésicos me olvido de la verdad.

El caso era fácil, el caso se acaba hoy. Cito a la dama en un café, llega puntual. Después de darle un sorbo al café, me acerco a ella con actitud y tono confidente. Le digo que se cambie de ciudad, que deje ese hogar viejo, que esa casa le hace mal; una sugerencia que no tiene que ver con el caso, por supuesto. Le digo que he atrapado a quien la sigue durante el día, que yo lo había resuelto para ella y que cada peso pagado, valdría la pena. Salgo del café y camino tranquilo, tengo en el bolsillo a la rata que seguía a la dama. Esta vez no la dejaré escapar, es la misma que pillé cosiendo vestidos apolillados a principio de año; claro, jamás es la rata, jamás es algo que se vea. No es la rata, es lo que obliga a la rata a coser.


III Mundial de Escritura - 2020

viernes, 8 de enero de 2021

Día VIII: Incapaz.

Una señora de mi edad no debería hacer filas de ningún tipo. Claro, hay filas preferenciales y trato especial para mi grupo etario –viejos quejicas–, pero es indigno que una mujer como yo deba moverse de su casa para estar mucho tiempo de pie esperando que la atiendan. Hemos hecho mucho por este país, luché por mi familia y mis hijos, ahora por mis nietos; no soporto tener que estar de pie haciendo de tonta en la calle, con el sol en la cara y otros viejos murmurando detrás y delante de mí. Los jóvenes tienen que hacer filas, ellos pueden hacerlo perfectamente y la vida no se les va de las manos. No acostumbro maldecir, pero ¡diantres!

Llevo más de una hora de pie, la fila no avanza y comienzo a contar las razones para seguir ahí y las razones para dejar de estar ahí; al final del conteo, gana la opción de abandonar. Me salgo de la fila sin decir palabra, camino al centro, quiero un helado o algo dulce para que se me quite la rabia. A medio camino me encuentro con una amiga, una que no veía hacía mucho. La abrazo y me cuenta que llamó a José, de nuevo. Me cuenta que es la décima vez en el año, esto viene desde hace décadas; me revienta que no sea capaz de decirle siquiera una palabra a José. Yo conocí a José hace décadas, cuando aún nos tratábamos como “adultos” y no como “viejos”, lo presenté con mi amiga y ella se enamoró de inmediato. Si bien salieron por un tiempo y estoy casi segura de que tuvieron algo muy íntimo, dejaron de verse porque ambos eran adultos casados; decidieron continuar con la familia y por los hijos. Me tiene harta, me desespera con su lloriqueo, le dije mil veces que debía hablarle cuando lo llamara, pero no, no es capaz de decir una palabra. Me interrumpe un sonoro estornudo que sale de ella como si fuera una explosión, ella tiene los ojos llorosos y siento pena por ella; se ve como una niña a quien le han quitado un juguete. El estornudo fue un último intento de ocultar la tristeza, siguió contándome la historia que yo conocía, pero le agregó un detalle más. Se sonó la nariz. No le habló –como de costumbre–, pero esta vez se alegró de que estuviera vivo. Yo la miré y fingí que debía ir a otro lugar, me despedí y me fui murmurando. Salir de una fila para terminar en un drama sin solución posible me había provocado ira, sentía un vacío en el estómago y lo único que deseaba era poder sentarme a comer un café helado. 

Un local céntrico, una mesa vacía. Pido mi café helado y todo continúa mal. El muchacho que me atiende no entiende lo que le pido, me pregunta si deseo un café y un helado, le digo que no, que es un “café helado”; termino pidiéndole a una señorita que tome mi pedido. Se demoran, las personas en las otras mesas comen y disfrutan mientras yo sigo sentada esperando mi café helado. Cuando la señorita llega con mi pedido, el chocolate está chorreando fuera de la copa larga y el plato, la cuchara está pegajosa; la crema se cae por los bordes y el helado se hunde de a poco en el café, las galletitas están molidas y el aspecto es desagradable. Pienso que si está rico, poco importa que el aspecto no sea lindo. Nada, nada está bien en ningún lugar. Las galletitas están húmedas y no crujen en la boca, la crema tiene sabor a refrigerador, el helado está rancio y el café no tiene azúcar; el mal sabor de cada ingrediente y el amargor del café provocan que arrugue más el rostro –si es que eso es posible, tengo ya setenta años–. Me levanto enojadísima, le reclamo a la cajera y pongo los billetes sobre la mesa, me voy sin recibir boleta y tampoco palabras de nadie. Camino iracunda, me subo al primer colectivo que pasa; el chofer intenta entablar una conversación conmigo, ni le contesté, ni lo miré en todo rato. El sujeto se detenía cada par de cuadras, subían y bajaban personas, estuve media hora sentada dentro esperando a que el chofer recordara que yo estaba dentro. No pude contenerme: ¿Este colectivo para en algún momento o estamos yendo todos a tu casa? El chofer se detuvo y me dijo que mejor caminara, me dejó a cinco cuadras de mi casa. Me fui murmurando y gritando cada par de pasos, era el colmo; ese había sido un día terrible. 

Al llegar, mi nieto sale corriendo para recibirme, me abraza y me dice: “ñaña, te quiero”. Tiene tres años, apenas habla y acostumbra llamarme ñaña, me gusta. Mi otro nieto sale detrás del pequeño, tiene quince y está en la edad difícil, no me abraza, pero me gusta que sea capaz de oírme aunque no sienta un mínimo interés en mis historias de vieja quejica. “¿Qué te pasó, ñaña? Otra vez te tragaste la rabia, tienes la frente muy arrugada”. Sí, le digo, muevo un poco la cabeza, sé lo que va a decirme. Ñaña ¿hace cuánto que no luchas? ¿por qué no dices lo que piensas?

jueves, 7 de enero de 2021

Día VII: El sol y el silencio.

Una vez al mes, con algunas amigas, nos juntamos en lo que hemos denominado con cariño “Noche de Chicas”. La Noche de Chicas es una reunión nocturna, en donde cada una de nosotras se permite tiempo en que somos mujeres sin pareja a la cual acompañar, sin hijos a los cuales atender, sin trabajo pendiente que entregar, sin familia a la cual rendir cuentas, sin compromisos ni obligaciones; decidimos que necesitábamos una noche para nosotras, para conversar y reír lejos de casa. 

A media hora de la ciudad, ya estás dentro de un valle precioso. Un río que corre cristalino al costado del camino, un sol precioso que jamás se oculta, la brisa cálida que te acompaña –justo para disfrutar y no sentir frío– y convenientemente cerca de la ciudad, lo que nos permite ir durante la tarde, pasar la noche allá y volver temprano a la mañana siguiente. Esta vez nos juntamos más temprano que de costumbre, a las 15:00, después de almuerzo; se acercaba vertiginosa la semana de vacaciones de invierno y queríamos un momento a solas antes de comenzar a pensar en los paseos familiares y cómo entretener a los niños durante catorce días. Nos juntamos temprano porque queríamos pasar al río antes de llegar a destino. 

Puse algunas cosas en la mochila, objetos cotidianos más algunos otros que consideraba cuando íbamos al valle; mi traje de baño y un pareo, una toalla colorida; ropa delgada para pasar la tarde y alguna más gruesa para la madrugada; una botella de vino y algunos dulces; una cámara para sacar fotografías análogas; un libro que no podía dejar en casa.  

Si no fuera por mis amigas, no saldría de casa. Trabajo y vivo en el mismo lugar, cuido a mis hijas y acompaño a mi madre, me ocupo de un jardín minúsculo que me ha brindado una ocupación relajante, me encargo de que todo esté limpio y sea un lugar agradable para vivir; no es un mal lugar, pero a veces me agota. 

El viaje se me hizo corto, el tiempo vuela si conversas con alguien de confianza. Llegamos al río alrededor de las 15:50. Sacamos las mochilas del automóvil y bajamos al río, encontramos un lugar limpio y muy agradable. El brillo parpadeante que sale del agua me molesta, decido recostarme y cubrir un poco mi rostro con un sombrero de ala ancha; las demás están chapoteando en el agua. No siento sueño y tampoco me dormiría ahí. Pienso en lo tranquilo que está todo, si no fuera por las risas (y, a veces, carcajadas) de mis amigas, hubiera pensado que no existía otro tipo de vida en el lugar. Parpadeo y pienso en que debería estar escuchando algún zumbido o el trino de algún pájaro, nada. Silencio y risas, chapoteos. 

Bostezo y veo a mis amigas acercarse, se secan, cambian su ropa y comienzan a buscar los termos para servirse algo caliente; llevamos té, café, mate y aguas de hierbas. Me levanto y pienso en comer algún dulce, le pego un mordisco a un alfajor. Converso con ellas, me río también. Ya pasadas un par de horas, oímos maullidos e intentamos buscar a los animalitos; pensamos que quizás serían una camada que acabó abandonada por ahí. Las mujeres sentimos debilidad innata por todo ser vivo pequeño e indefenso, las mujeres estamos preparadas para hacernos cargo de un animalito abandonado o, incluso de una guagua ajena, hace falta que las circunstancias junten a un mujer con un bebé humano o animal. Encontramos a unos gatitos en medio de un montón de pasto que parecía un nido, decidimos llevarlos con nosotras porque no vimos a ningún gato adulto en los alrededores. Eran tres gatitos, nosotras cuatro amigas; una conducía y las otras teníamos un gatito en brazos. 

Llegando a la cabaña, acomodamos a los gatitos dentro de una canasta y los tapamos con una chaqueta. Lo demás fueron conversaciones y risas, como siempre. Bebimos el vino lentamente y la botella nos acompañó un par de horas. Ya era de madrugada y decidimos ir a dormir, una de nosotras se haría cargo de los gatitos. Los movimos un poco para asegurarnos de que estaban calentitos; maullaron un rato y después se durmieron. Verifiqué que la puerta estaba cerrada y también cada ventana, me acosté y la lámpara de mi velador fue la última en apagarse. 

Oí gritar a alguien desde la habitación contigua, un grito de sorpresa o susto; no lo supe en el momento porque estaba medio dormida. ¿Qué pasó? –dije en voz alta– ¿estás bien? Desde la otra habitación escuché un traqueteo y unos pasitos rápidos que se acercaban. Oye, un gato con corbatín está golpeando la puerta –me dijo Ana–, es verdad, no te rías; oí un golpeteo, como de uñas sobre una mesa, me acerqué a la ventana y vi al maldito gato golpeando la puerta, cuando grité el gato me miró y le vi el corbatín. No pude contener una carcajada que casi me dejó sin aire, las demás ya se habían levantado, habían escuchado la historia y también estaban a punto ponerse a reír. Nah ¿un gato golpeando a la puerta? ¿acá tan lejos, golpeando la puerta y con un corbatín? –pregunté intentando contener la risa–. Ana tenía la cara roja de rabia, ella era la amiga con la piel más propensa a colorearse, podías verle escrito “no te burles” en la frente; yo era la amiga escéptica, me costaba cree en algo sin verlo. Ayleen y Camila intentaban ahogar las últimas risitas que se les escapaban cuando un golpeteo se oyó claro. Hacía un momento Ana estaba roja de rabia y ahora tenía los ojos muy abiertos. Ayleen y Camila eran más bien miedosas, y quizás el instinto fue el que les dictó que tomaran a los gatitos, resguardándolos de cualquier cosa que podría pasar de madrugada. Les voy a demostrar que no hay nada que temer –les dije mientras me dirigía a la puerta con las llaves en la mano–. 

Al abrir la puerta, vimos al gato con corbatín, de pie. Nos habló en un tono muy calmado y amable, nos pidió que, por favor, le devolviéramos a sus cachorros.


III Mundial de Escritura - 2020

miércoles, 6 de enero de 2021

Día VI: Viajeros.

Un gato y un oso están sentados en el sillón, pienso que tiene una manía extraña porque cuando intento ocupar el sillón o dejar mi mochila encima, siempre se enoja y me dice que ese sillón es del gato y el oso; si no está de ánimo para retarme, se levanta de donde esté sentada, toma al gato y al oso, y los deja en otro sillón que esté desocupado. El gato tiene un rostro aniñado, ojos negros brillantes de perlitas plásticas, nariz rosa, bigotes y pestañas de un celeste pálido, lleva puesto un pijama morado: es un gatito bebé antropomórfico. Cuando apareció en la casa, por supuesto le pregunté de dónde había salido y me contó que la polola de su hermano se lo había enviado desde Kiev, Ucrania. Aún sabiendo que ese gatito fue confeccionado a mano –a croché– en un país del otro lado del mundo, no me parecía que mereciera su propio sillón en esa casa; tampoco venía de una persona querida, sino de la polola de su hermano (con el cual no tenía buena relación); tampoco era algo extraordinario, sólo un gatito bebé que había sido hecho en Kiev y enviado a otro continente. Con el oso me parecía más convincente que tuviera un espacio reservado en esa casa. Sabías que era un oso pardo por el color café de la cara y las orejas que sobresalían de su casco de astronauta, el resto te lo tenías que imaginar porque llevaba una réplica exacta de un traje espacial, unos estampados del traje sugerían cierta importancia: una bandera de Estados Unidos, un logo de la NASA, uno del Apollo 14 y uno de la “Smithsonian Institution” (y una etiqueta bastante llamativa que mostraba un sol amarillo en fondo celeste, además de recalcar que el oso astronauta había sido comprado en la “Smithsonian Institution”). El oso salió de una feria de las pulgas, estaba en muy buen estado, excepto por el frente del casco; era un plástico estropeado por el maltrato hacia el peluche. Ella se llevó el oso a casa y le quitó el plástico descosiéndolo del peluche, la cara del oso se enfrentó al exterior por primera vez y ella acarició ese rostro suave. Un oso del Apollo 14 de nacionalidad estadounidense y un gatito bebé que nació en Kiev: no, aún no me parecía que esos dos peluches merecieran un sillón para ellos solos. 

Siempre me llamó la atención su manía con los peluches, juguetes y objetos pequeños de otros países, me parecía aún más extraño porque yo sabía que odiaba viajar. Le gustaba también tener recuerdos de otros países –a los cuales no había ido–: el refrigerador de la casa estaba lleno (de arriba hasta abajo) de figuritas magnéticas adheridas. Cinco peluches: dos conejos idénticos con corbatín azul, un tigre, un mono azul de Plaza Sésamo y un M&M verde con labios pintados. Recuerdos de lugares turísticos que no conoce: un autobús lleno de gatos de Kiev, un antiguo automóvil rojo de Cuba y una flor celeste y rosa de Isla de Pascua. Gatos negros en posición de juego (de goma), cuatro Vespas alineadas (de metal), dos pancitos con rostro (de espuma) y un montón de imanes de librerías, ferias del libro, retratos de gatos antropomorfos, frases en pro del orden de la casa, ilustraciones de creadores locales.       

No, no hay caso. Decía que le molestaba que la gente dijera “me apasiona viajar”, porque creía que no era cierto. ¿Cómo era posible que a la gente le gustara quedarse fuera de su casa, con todas las incomodidades que eso significaba? ¿por qué se aguantaban horas y horas de viaje sentados para estar un par de días en algún lugar extraño? ¿para qué viajar a otro lugar cuando podías ver todo el mundo (y el espacio) desde tu computador? Ella no lo entendía, yo no la entendía a ella.


III Mundial de Poesía - 2020

martes, 5 de enero de 2021

Día V: Diente de bebé

Tenemos una herencia familiar un tanto particular: algunos de nosotros padecemos de sonambulismo. Bueno, todos los emparentados con mi padre lo hemos padecido –en mayor o menor grado– y tenemos muchas anécdotas al respecto. Caminar o hablar dormido es común en casa y cada una de esas historias ameniza las cenas familiares del domingo. 

El sonambulismo, en mi padre, fue especialmente notorio; él no sólo daba enrevesados monólogos mientras estaba dormido, sino que podía permanecer varias horas nocturnas deambulando dentro de la casa, moviendo objetos de lugar. Claro, pensarás, eso no es gracioso como para contarlo en un almuerzo, pero acá va lo mejor: mi padre, más de alguna vez, llegó caminando dormido a la habitación de mi abuela, buscando el único cuadro –con la imagen de dos angelitos regordetes– que adornaba la habitación, tomándolo y caminando hasta la calle… mi padre dormía sin pijama. Imaginarás su sorpresa al despertarse en plena calle con un cuadro ridículo entre las manos, completamente desnudo, temblando de frío y recibiendo insultos de mi abuela que le gritaba desde la puerta: “¡cabro de mierda! Andai pelao en la calle, weón, éntrate a la casa”. Esa historia me gusta, aunque la he oído cientos de veces, siempre reímos cuando mi padre imita los insultos con una voz forzada, arrugando el ceño e imitando a su madre. 

El sonambulismo de mi padre perdió intensidad cuando sobrepasó los treinta años, pero le advirtieron que vigilara a sus hijos porque era probable que también caminaran dormidos. No me pasó, tampoco a mi hermano, pero a mi hermana menor sí. Yo tenía quince cuando ella nació, por lo tanto, me tomé muy a pecho el lema familiar: “síguelo si camina dormido”. Cuando ella era pequeña, no había problemas porque dormía en una cuna y lo único que notamos fue que parecía bailar y se reír mientras permanecía dormida. Al crecer, comenzó a deambular por la casa prendiendo todas las luces que podía alcanzar; si yo escuchaba ruidos, la buscaba, la tomaba en brazos y la llevaba de vuelta a la cama, cuidando de no despertarla. En más de alguna ocasión bajó las escaleras sin tropezar o se quedó de pie, quieta en algún peldaño, sin emitir ni un sonido más que la propia respiración (y apenas se le notaba); era espeluznante ir al baño y descubrir que tu hermana pequeña estaba de pie en medio de las escaleras, dormida. Otra anécdota que contamos los domingos es de aquella vez en que mi hermana caminó hasta la habitación contigua –la de mi hermano–, llevando pequeños peluches que colocó dentro de los zapatos que encontró en el suelo, luego se sentó en la cama y mi hermano pegó un grito tan fuerte que todos despertamos, mi hermana terminó llorando porque se asustó por tanto grito; terminamos riéndonos a carcajadas porque descubrimos los peluches en los zapatos y ella misma no lo recordaba; tenía siete años y se hizo consciente de que caminaba dormida. 

Un viernes por la noche yo estaba leyendo, pasaban las doce. Vi a mi hermana caminar desde su habitación al sillón, se sentó a mi lado. Con voz lastimera me dijo que le dolía su dientecito, yo le pedí que me mostrara cuál diente le dolía. Abrió la boca y yo, entusiasta (y mucho), acerqué mi mano, tomé el diente y lo arranqué de cuajo. La miré y tenía los ojitos brillantes, a medio segundo de comenzar a llorar mientras hacía un puchero hinchando las mejillas; le colgaba un espeso hilo de saliva rojiza desde la boca hasta el pijama. La acompañé al baño y luego la acomodé sobre su cama. Al día siguiente salí temprano de casa, me llevé el diente en el bolsillo, como un pequeño trofeo o un amuleto. Por la tarde regresé a casa y mi hermana me recibió con cara de angustia. “¿Sabes qué le pasó a mi dientecito? me desperté y ya no estaba”. Sentí la cara caliente. Mi mamá apareció detrás, diciéndome que esperaba que mi hermana no se hubiera tragado el diente. Ya no podía aguantar la vergüenza: ¿qué clase de hermano soy? ¿cómo es que no me di cuenta que mi hermana estaba dormida cuando le saqué el diente?. Metí la mano al bolsillo y saqué el dientecito, se lo entregué a mi hermana y ella se sorprendió, jamás pude decirle que le había arrancado un diente mientras dormía.


III Mundial de Escritura - 2020

lunes, 4 de enero de 2021

Día IV: Bajo el sol.

No era la primera vez que usaba la opción de “auto enviarse” un mail, lo hacía para recordar comprar papel higiénico, comida para perro o tampones, cualquier cosa que podría olvidar al día siguiente. Entendía bien que la incomodaba e inquietaba ver los cuadraditos rojos de notificación sobre el ícono de mail, por lo que siempre revisaba –casi obsesivamente– y ahí aparecían los recordatorios: había transformado, exitosamente, una molestia en algo útil. 

Esa mañana revisó su celular como de costumbre, leyó algunas cosas sin importancia, notificaciones y recordatorios varios, terminando en un tipo de mail con el cual no estaba familiarizada: “cuidado con lo que haces”. La sorpresa que le provocó leer esa sentencia, le nubló el juicio unos segundos… pensó que era un error, una broma o alguna promoción muy mal planeada; suspiró y se golpeó ligeramente las mejillas. Buscó la información del mail y acabó verificando la dirección del remitente, pegó un saltito del sillón cuando remitente y emisor coincidían, era ella. Si bien olvidaba con facilidad y usaba los mails para recordar, no era posible que se escribiera “cuidado con lo que haces”, no tenía sentido, no decía algo concreto, sugería cautela y la asustaba. Dejó su teléfono a un lado, se levantó del sillón, y caminó hasta el patio pensando en que un poco de aire fresco le haría bien. 

El patio, en ese momento, era el único lugar en el exterior en que podía sentirse a gusto; el mundo se había vuelto loco de un año a otro. Por la televisión y el internet sabía que las personas de la ciudad vivían un infierno, que estaban confinadas en edificios de departamento, que no podían reunirse, que los niños no podían salir a jugar a los parques, que la gente se moría en cantidades preocupantes todos los días. El infierno estaba lejos, muy lejos de ella, porque el pueblo en que vivía estaba a tres horas de distancia de la ciudad más cercana; aunque la paranoia que manifestaban sus vecinos parecía equivalente a los que estaban encerrados en la ciudad. Sabía bien que en un pueblo nada podía cobrar un carácter catastrófico, eso la había mantenido confiada de que esto, como todo, pasaría sin mayores consecuencias. Si bien se sentía tranquila, sentía rabia cuando pensaba en las restricciones que existían en el lugar; su patio se había transformado en su lugar feliz. “Cuidado con lo que haces”, las palabras en el mail irrumpieron con la calma que le infundía su lugar feliz. Miró al cielo y comenzó a preguntarse si debía hacer caso a la advertencia, ya había abandonado la idea de averiguar el origen del mensaje o cuestionar la información de remitente y destinatario; vivía en un pueblo ¿qué era lo peor que podría pasar? Calma ante todo: bajo la sombra de los árboles frutales, percibiendo en la piel los cálidos rayos del sol y esa brisa suave que le acariciaba el pelo, le resultaba imposible mantener por más tiempo una sensación de malestar. Suspiró, cerró los ojos un momento y dio un paso atrás.

Un ruido –que no logró identificar– la sacó de un estado casi hipnótico en donde había logrado un pensamiento feliz: ese mensaje en su mail era algo absurdo. Ya había decidido ignorar la advertencia, cuando el sonido la obligó a mirarse los pies. Un charco de sangre oscura y algunos huesos pequeños embarraban su calzado. Desvió la mirada y se apresuró a buscar algo con qué deshacerse de aquellos restos de animal que había pisado, se le ocurrió quitarse la zapatilla y dejarla a un lado, ir a buscar un balde, sacar un poco de agua de la piscina, tomar la zapatilla y sumergirla completamente. Respirar, calmarse, dejar de pensar en aquello tan desagradable que se había encontrado en su patio; por mucho que intentó, no pudo dejar de pensar en animalillos muertos. Pensó en pájaros, gatos pequeños, ratones e, incluso, conejos. Pensó que era un mal día y lo que acababa de suceder lo arruinaba aún más, maldijo aunque no acostumbraba hacerlo. Respira y mira al cielo, otra vez encuentra un pensamiento feliz, agarra la zapatilla empapada –con la punta de dos dedos– y la tira al fondo del patio. Un animal grande sale corriendo hacia ella. Ella se asusta y espanta tanto que corre hacia la puerta, pero va con una pie desnudo y pisa, de nuevo, la sangre del animal, además se le enganchan algunas ramitas secas mientras continúa corriendo. Por el miedo que siente, no puede detenerse aunque la asquea imaginarse al animal muerto embarrado en su pie, sigue corriendo y los dedos ensangrentados se le tuercen al chocar contra una saliente, grita por el dolor y termina vomitando cerca de la puerta que tanto ansiaba cruzar. Mira hacia el fondo del patio y el animal grande que vio antes no está. 

Cálmate, cálmate por favor –se repetía en voz alta–, el animal ya no está, no hay que temer. Con esfuerzo consigue sentarse en el suelo y comienza a examinarse el pie: le tiemblan las manos, siente la pierna caliente, tiene los dedos del pie hinchados y una cruz de ramas de rosal enganchada en la ropa, cerca del tobillo. “Cuidado con lo que haces” se había transformado en una advertencia fiable –pensó–.


III Mundial de escritura - 2020

domingo, 3 de enero de 2021

Día III: Estado de gracia.

Cuando oyó a sus amigas decir “fashion emergency”, desde la cocina y mientras se preparaba un café, buscó inmediatamente en su celular el significado exacto de la expresión. Había programas tipo reality que sacaban a un mamarracho desde las profundidades de la marginalidad social y lo convertían en un pavo real con las plumas recién pintadas; quizás ellas estaban comentado algún nuevo programa de ese tipo o estaban imaginando lo bella que se vería Lily metida en un traje de satín con tacones altos, ve tú a saber. Lily era la última amiga que quisiéramos tener, una chica desaliñada y sin garbo, hombros de botella y con los pies ligeramente torcidos, labios delgados y agrietados, mirada cansada, cuerpo chueco –por lo que creíamos, un defecto en la cadera que ella no estaba dispuesta a admitir–. La conocimos en la disco de moda, llegó sola y permaneció sentada alrededor de una hora: mucho para esperar a alguien más, demasiado para no hacer contacto visual con nadie a su alrededor. Nosotros ocupábamos una mesa contigua, éramos los cinco amigos de siempre: especiales porque éramos amigos, pero comunes entre todas las personas que también creían ser especiales. El grupo entero la había notado porque su mesa parecía tener un velo invisible que impedía a las personas notar a Lily, nosotros la miramos por lo mismo: “como a que a ella no se le acercan”, “¿estará realmente sola o la habrán dejado plantada?”, “está triste, se ven muy triste”, “poco ayuda que tenga la mirada clavada en la mesa”. Decidimos, entre cuchicheos, que debíamos acercarnos porque nos carcomía la curiosidad, decidir –para poner punto final a las especulaciones– si sería una amiga más o continuaría como la desconocida que llegó sola y se fue sola. Afortunadamente no era una chica pesada, sino tímida; había decidido ir a la disco porque le habían comentado que se pasaba bien y la música era genial; sólo cuando estuvo dentro y sentada, se percató de que no le sería fácil entablar una conversación y, entre pensamiento y pensamiento, ya había pasado más de una hora. Ya cuando juntamos las mesas y comenzamos a conversar más relajados, le preguntamos por su nombre: Lily. No puedo decir que esa noche terminaría siendo recordada como algo único, pero fue bueno conocerla. 

Mientras bebía mi café, teniendo la idea de “fashion emergency” en mente, fresca y dirigida hacia Lily cambiando su look, pregunté a mis amigas por la mención. Ellas sonrieron de un modo extraño, esa sonrisa de medio lado que esconde un mundo inimaginable detrás. Yo terminé de un sorbo lo que quedaba en la taza y di un paso adelante, desafiándolas; suponiendo que yo debía convencer a Lily para someterse a nuestro gusto, contarle que la maquillaríamos, le pondríamos ropa de moda y le arreglaríamos el pelo, le enseñaríamos a caminar sobre tacones y le daríamos consejos para que venciera su timidez. Una hora más tarde Lily llama a la puerta y es recibida con cariño. 

La habitación más grande de la casa es la mejor porque tiene un espejo de piso a techo, lo suficientemente grande como para que los seis posemos juntos y veamos una imagen compuesta, una imagen de nosotros compartiendo algo común. Al principio no entendí de qué forma se relacionaba un “fashion emergency” para Lily con ese espejo. Nosotros seis de pie frente a nuestra propia imagen: las chicas dispuestas en pares a ambos costados, Lily y yo en medio. Me sentía confundido ¿qué estaban pensando las chicas y qué tenía que ver Lily con esto? Di un saltito por la sorpresa cuando oí una orden con voz fuerte y decidida: Ahora a desnudarse. Pocas veces habíamos compartido estos momentos que yo denominaba “de orden y acción”, pero cada vez que me veía involucrado, sucedía algo extraordinario. Para ellas era un ejercicio frecuente y se notaba que lo disfrutaban, para mí esa amistad llevaba dos años, para Lily era la primera vez. Frente al espejo no pude ocultar mi interés por Lily, no podía dejar de mirarla y las otras lo notaron. 

Las chicas comenzaron por el pelo, cayeron cintillos, elásticos, accesorios varios, aritos, collares y anillos; yo comencé por las muñecas, pulseras y reloj. Todas se agacharon y centraron la atención en los zapatos que llevaban, algunas sólo jalaron suavemente mientras otras tuvieron que desatar cordones. Arriba nuevamente, esta vez al torso: chaquetas, suéteres, poleras y tops; yo llevaba una camisa que me costó desabrochar por el nerviosismo –sería la primera vez que vería el cuerpo de Lily sin esa ropa holgada que siempre llevaba–. Las piernas: todos llevábamos jeans y fue fácil deshacerse de la prenda. En ese momento sólo nos quedaba la ropa interior: a ellas dos prendas, a mí una. Alguna chica dijo que debían deshacerse del sostén al mismo tiempo, para finalizar juntos con la última prenda. Intenté mirar al frente, mirar mi imagen y nada más alrededor; apenas cayeron los sostenes “a la cuenta de tres”, los ojos se me fueron instantáneamente al torso de Lily. Las chicas intentaban taparse el pecho con un brazo y era gracioso sentir que se movían un poco inquietas. A la segunda “cuenta de tres” debíamos quitar la última prenda; ellas no podían continuar tapándose el pecho. 

Cuando conocí a Lily pensé que su timidez se debía a algo con su familia, algo heredado, algo que le fue enseñado y a lo cual yo no debía prestar mayor atención. Lily me seguía pareciendo hermosa después de verla totalmente desnuda, aunque su pecho era totalmente plano y desde el abdomen hasta los pies fuera igual a mí. Dirigí mis ojos a la imagen de su rostro y pude ver que también me miraba a través del espejo. Le sonreí.


III Mundial de Escritura - 2020

sábado, 2 de enero de 2021

Día II: Apología al fracaso.

En la televisión anunciaban que, en dos meses más, se prohibiría fumar en lugares públicos: calles, playas y plazas –especialmente aquellas en que habían juegos infantiles–. Lo preocupante era que esta prohibición también regiría en otro tipo de lugares públicos: pubs, terrazas o patios de comida y restoranes. Ya nada volvería a ser igual, él ya no podría salir a caminar a la ciudad por más de una hora, tampoco podría salir con sus amigos a compartir una charla en algún bar, no podría ir a recorrer la costanera o salir al parque con los hermanos menores; para su desgracia, la adicción le impedía permanecer sin fumar durante más de una hora. En la televisión, a propósito del anuncio, comenzaron a aparecer en pantalla rostro tras rostro de personas emitiendo opiniones favorables al caso; era evidente que ninguno de ellos era un fumador, todos se alegraban de que ya no se pudiera fumar en lugares públicos, incluso agradecían la iniciativa. Apagó el televisor y se dedicó a trazar un plan que sería implementado en dos meses más, el día antes de que la normativa se hiciera efectiva. 

Cada semana –desde que vio la noticia– se le hizo larga, casi eterna; todo giraba en torno a su plan, adelantarse a cada posible imprevisto, afinar los detalles, comprar lo que necesitaría y resguardar todo de tal modo que el resto de la familia no pudiera encontrar los objetos necesarios para llevar a buen puerto su plan. 

Aquella última noche, la última en que podría fumar en un lugar público, recorrería cada bar del centro de la ciudad, consumiendo lentamente un vaso con cerveza barata para acompañar los diez cigarrillos que deseaba fumar en cada uno de los lugares. Entre los preparativos consideró dejar de fumar para guardar cada cigarrillo para esa última noche, además de guardar cada peso que pudiera para comprar la cerveza barata –y tener derecho de quedarse en el bar mientras se fumaba los cigarrillos–, fortalecer su condición física con ejercicio y buena alimentación, pasar el día cantando y silbando para ampliar su capacidad pulmonar. Sentía que debía realizar su plan –aquella última noche– para honrar a su vicio antes de la prohibición, pensaba que sería algo para recordar y honrar los buenos momentos en que su leal cigarrillo lo acompañó, aquellos momentos en que estaba solo y se sentía herido, aquellos momentos en que se sintió feliz o exitoso. Él debía ser capaz de consumir, esa última noche, alrededor de veinte vasos con cerveza, además de doscientos cigarros, volver a casa indemne y salir victorioso; regresar triunfante a su hogar y celebrar esa historia, despedirse alegremente de los cigarrillos fumados en la ciudad. 

Llegado el día en que realizaría su plan, el último día en que se sentiría libre, salió de casa alrededor de las cuatro de la tarde, caminó hasta el sector norte de la ciudad y visitó el primer bar: “El Panchop”. El lugar era agradable, se notaba –por tener el rostro enrojecido– que los parroquianos estaban sentados desde temprano en la barra, una chicas voluptuosas se paseaban de un lado a otro sirviendo cerveza y limpiando mesas. Se acomodó en la mesa más cercana a la puerta de salida y sacó el primer cigarrillo. Inmediatamente, un sujeto con buen aspecto se sentó en la silla disponible en la misma mesa y comenzó a hablarle como si ambos se conocieran de toda la vida; era un monólogo aburridísimo sobre lo malo que era fumar. 

«No te hablaré de que fumar es malo, quizás ya escuchaste de eso. Quizás deba comenzar por hablarte de las pequeñas y desastrosas consecuencias producto de los primeros años como fumador, antes que te de cáncer ¡por supuesto! Los primeros años se te manchan los dientes, tu boca tendrá un olor perpetuo a cenicero, comenzarás a notar sensibilidad en las encías y te aparecerán pequeños tumores, acabarás perdiendo el gusto y el olfato. El interior de tu nariz se comenzará a tapizar de alquitrán y cada vez que te suenes la nariz, saldrán restos de mucosas teñidas de café –es desagradable, por cierto–, tu garganta se cerrará con frecuencia y perderás tu capacidad de respirar con normalidad, sufrirás de ahogos durante el día, no podrás hacer ejercicio, sufrirás de apneas por la noche y acabarás durmiendo sentado para poder respirar mejor mientras sea de noche. El cigarrillo tiene nicotina, alquitrán, monóxido de carbono y arsénico: serás adicto, apestarás constantemente, tu sudor olerá a cenicero, probablemente tendrás cáncer y morirás en agonía.» 

Afortunadamente pudo fumar sus diez cigarros mientras bebía la cerveza barata, pudo cumplir su objetivo en el “Panchop”. El sujeto acabó su monólogo y se fue, parecía satisfecho. Él se sentía aburrido, no había previsto que un tipo viejo le hablara de algo que a él no le interesaba. Mientras entraba al siguiente bar, ya había olvidado al sujeto. En los tres siguientes, nadie se le acercó. Entre el sexto y el séptimo, se tomó un largo descanso en una tranquila plaza que encontró mientras caminaba por una calle que no le resultaba familiar. 

En el décimo cuarto, una mujer muy guapa que –al parecer– estaba esperando a alguien más, le habló y le preguntó si podía acompañarlo un rato. Le era indiferente su presencia, pero algo llamó su atención: ella comenzó a sacar una cigarrera y le sonrió. Él también sacó un cigarrillo, ella comenzó a hablar de su hábito y él la oyó atentamente. 

«¿Acaso no es fantástico fumar? Si hubiera un espejo aquí mismo, frente a nosotros, estaríamos mirando absortos la elegante imagen que proyectamos. Mira el humo, siente la seductora fragancia ¡mira tu mano! Con ningún otro gesto te verías tan sensual. Tus labios, tu rostro, el humo saliendo de tu boca y la capacidad de moldearlo en figuras circulares. Ese olor excitante que está impregnado en tu ropa y en la mía, lo adoro. ¿No te parece que fumar hace a cualquier persona más sexy? Me provoca lo suficiente como para hablarle a un desconocido, siempre y cuando fume conmigo y disfrute tanto como yo y me escuche hablar de este maravilloso vicio. Bésame, bésame y compartamos el humo, es genial ¿lo has hecho? Ven, acércate… ay, mi corazón late con fuerza, se me acaba el cigarrillo y quiero más, ahora mismo, quiero otro ¿tienes uno que me regales?»

La chica le pareció linda, aún más linda mientras fumaba. La chica se reunió con el amigo que esperaba y se despidió con un cálido beso en la mejilla. A él se le terminó la cerveza y decidió continuar con su objetivo. No había pensado en que se podían decir tantas cosas hermosas sobre el acto de fumar, sonrió, salió del bar y reanudó su camino. Otros seis bares lo recibieron sin incidentes, la cerveza bebida mermaba su coordinación motriz y ya le dolía el pecho. El camino a casa fue tranquilo, cada paso lo dio lento, mirando a su alrededor como si fuera la primera vez que caminaba en una ciudad. No sintió la necesidad de fumar, no sintió la necesidad de descansar aunque recorrió un largo camino de regreso a casa. Cuando llegó a la casa en donde vivía, alcanzó a ver a su madre a través de la ventana que daba a la calle. Ella estaba esperándolo, ya era de madrugada. Apenas entró, la madre le besó el cuello y olió a su hijo como lo haría un animal. 

«Hijo, pensábamos que habías dejado de fumar. Hace más de un mes que tu olor era mejor, tu ánimo había cambiado para mejor y estabas haciendo ejercicio, incluso tenías más apetito. ¿Qué pasó? Tus hermanos van a terminar fumando como tú y no es bueno, sabes que no es bueno, ellos te quieren harto y siempre imitan lo que tú haces. Dales un mejor ejemplo, así les demuestras tu cariño.» 

Él la miró un momento y sólo pudo decirle exactamente lo que pensaba: “Mamá, no dejaré de fumar. No intentes detenerme.”.


III Mundial de Escritura - 2020

viernes, 1 de enero de 2021

Día I: El mejor de todos

El traje no era un problema, la camisa menos. Tenía zapatos, corbata y calcetines. Todo impecable. Afortunadamente era un sujeto con muchos amigos y, alrededor de los treinta, varios tomaban la iniciativa de comprometerse y casarse. En lo que iba del año, ya había sido invitado a cuatro bodas, la de hoy era la quinta y se sentía muy bien; sería un buen día y una excelente celebración. 

En año nuevo decidió comprar un traje completo, algunos amigos le habían confidenciado un posible compromiso y, ni tonto ni perezoso, decidió comprarse un traje a la moda para asistir, además de un par de camisas, corbatas y calcetines; debía vestir bien para estar a la altura de la celebración, no todos los días se casa un amigo querido. Las fiestas le parecían ocasiones extraordinarias para desenvolverse socialmente, conversar y reír, hacer nuevas amistades y coquetear, ser agradable, beber, bailar, comer y disfrutar todo lo que pudiera. 

El día, para él, comenzó temprano; a las seis de la mañana estaba levantándose para comenzar un grandioso día. La noche anterior había dejado todo lo necesario sobre el sillón, sólo debía ducharse y tomar cada prenda, ajustarla con cuidado y salir rumbo a la fiesta. Pensó que sería bueno desayunar café solo, así tendría el estómago liviano y buen ánimo para la gran celebración. 

La ropa le quedaba estupenda, como de costumbre. Los zapatos brillaban con la luz del sol, como recién comprados. Parecía que desde el cuerpo le salían brillitos producto del buen ánimo que tenía.

Verificó que llevaba la billetera en el bolsillo izquierdo del pantalón, el celular en el opuesto, las llaves y una elegante chaqueta a juego. Se sentía nervioso y feliz, se casaba alguien a quien estimaba mucho; quería dar la mejor impresión desde el primer momento hasta el último. Ya en su vehículo, sentado cómodamente en el asiento del conductor, se miró en el espejo retrovisor y sonrió, pensó que todo había sido ideal por la mañana, pensó que todo era bello hasta ese momento, pensó que todo sería perfecto hasta finalizar el día: "un día dorado". El celular que llevaba en el bolsillo le molestaba un poco y recordó a los seguidores que tenía en redes sociales, todos ellos podrían agradecer que les dejara un fotografía suya en traje y en camino a la gran celebración; sonrió a la cámara, esperó a que la foto se subiera y dejó su teléfono sobre el asiento del pasajero. 

Sonrió la mayor parte del camino, media hora de viaje. Había puesto la radio y cada canción era de su agrado, las reacciones en redes sociales se convertían en sonidos de notificación que acompañaban su camino. La última fotografía que tomó fue de una iglesia, decidió guardarla para publicarla al día siguiente. 

Caminó hasta el edificio contiguo, entró y tomó una etiqueta que se pegó sobre el bolsillito del terno: "Hola. Mi nombre es:". Se acercó al mesón y se preparó un café, al fondo las sillas estaban dispuestas en círculo. Una mujer, la misma de las reuniones anteriores levantaba la mano, saludándolo: "Bienvenido a la quinta sesión de ayuda para mentirosos compulsivos".


III Mundial de Escritura - 2020