domingo, 10 de enero de 2021

Día X: Recuerdos del suelo

La primera vez que vi algo que no podía explicar, tenía diez años. Vivíamos en medio del desierto, en un pueblo minero rodeados de tortas de relave color rojo –cerros artificiales con cúspide plana hechos de rocas desechadas por las refinerías de cobre–. Con mi hermano nos mandaban a tirar la basura a un contenedor a un par de cuadras de la casa, por la tarde, cuando ya no había luz natural. Cada uno llevaba una bolsa negra, a veces chorreando líquidos percolados, del tamaño justo para que las cogiéramos y las desplazáramos dos cuadras. Siempre era una aventura salir de noche, porque no nos dejaban jugar afuera después del atardecer. Ese día, nos asustamos porque vimos luces de colores en el cielo a muchos metros sobre los cerros detrás de los relaves: amarillas, rojas, verdes y azules que titilaban entre las nubes, agrupadas sobre algo que parecía estar flotando sobre el desierto. Habíamos visto hacía poco la película “Encuentros cercanos del tercer tipo” y teníamos en la mente la imagen de la nave que sale casi al final, lo que vimos se parecía mucho. Corrimos casi las dos cuadras de regreso a casa y nos cruzamos con un muchacho sin rostro, creo que gritamos y seguimos corriendo más rápido hasta llegar a la puerta de la casa. Nuestra madre nos abrió la puerta, supongo, o quizás nos esperaba de pie en el antejardín. 

La vida en el lugar era muy aburrida; había centros recreativos a los cuales nunca fuimos, porque éramos muy niños para ir (“Arcoíris Center”) o el lugar estaba destinado a los hijos de otro tipo de trabajador (“Chilex Club”). La primera vez que me escapé de casa tenía doce, me subí al automóvil de un primo del amigo que me había invitado. Pedí permiso, pero no hice caso a la negativa de mi madre; salí corriendo de casa y me subí al auto, le dije al primo que nos fuéramos. Esa fue la primera vez que entré en el Chilex y no me gustó, no era un lugar para mí: dentro había piscina, salón de baile, restorán, canchas de tenis, fútbol y salones para reuniones. Mi padre me había advertido que no fuera a ese lugar porque no nos correspondía usarlo, no debí ir. Volvía a casa y me pegaron en la cabeza, con la palma abierta, por el escape: jamás volví a huir de casa y tampoco a pedir permiso para actividades de ocio. 

Mi niñez pasó mientras jugaba con mi hermano, nos subíamos a cohetes o barcos hechos de chatarra metálica y restos de camiones mineros. Había un parque dispuesto en cuatro mesetas, con un camino serpenteante que unía cada lugar: arriba estaban los juegos pequeños para niños (columpios bajitos, carruseles, figuras a las cuales te podías montar con facilidad); abajo estaban los juegos para adolescentes (resbalines altísimos, sube y baja largos, columpios con cadenas de más de tres metros). 

Viví en aquel lugar desde mi nacimiento hasta mis dieciséis años. Viví año y medio en una ciudad a veinte minutos al sur: un lugar seco y con un viento tan fuerte que podía levantar la tierra del desierto, en total abandono y con un futuro que sería similar a cualquier pueblo minero. Luego, me fui a vivir a una ciudad a dieciséis horas al sur, con clima mediterráneo, a media hora de la playa (yendo al occidente) y a media hora del valle (yendo al oriente).


III Mundial de Escritura - 2020

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