martes, 5 de enero de 2021

Día V: Diente de bebé

Tenemos una herencia familiar un tanto particular: algunos de nosotros padecemos de sonambulismo. Bueno, todos los emparentados con mi padre lo hemos padecido –en mayor o menor grado– y tenemos muchas anécdotas al respecto. Caminar o hablar dormido es común en casa y cada una de esas historias ameniza las cenas familiares del domingo. 

El sonambulismo, en mi padre, fue especialmente notorio; él no sólo daba enrevesados monólogos mientras estaba dormido, sino que podía permanecer varias horas nocturnas deambulando dentro de la casa, moviendo objetos de lugar. Claro, pensarás, eso no es gracioso como para contarlo en un almuerzo, pero acá va lo mejor: mi padre, más de alguna vez, llegó caminando dormido a la habitación de mi abuela, buscando el único cuadro –con la imagen de dos angelitos regordetes– que adornaba la habitación, tomándolo y caminando hasta la calle… mi padre dormía sin pijama. Imaginarás su sorpresa al despertarse en plena calle con un cuadro ridículo entre las manos, completamente desnudo, temblando de frío y recibiendo insultos de mi abuela que le gritaba desde la puerta: “¡cabro de mierda! Andai pelao en la calle, weón, éntrate a la casa”. Esa historia me gusta, aunque la he oído cientos de veces, siempre reímos cuando mi padre imita los insultos con una voz forzada, arrugando el ceño e imitando a su madre. 

El sonambulismo de mi padre perdió intensidad cuando sobrepasó los treinta años, pero le advirtieron que vigilara a sus hijos porque era probable que también caminaran dormidos. No me pasó, tampoco a mi hermano, pero a mi hermana menor sí. Yo tenía quince cuando ella nació, por lo tanto, me tomé muy a pecho el lema familiar: “síguelo si camina dormido”. Cuando ella era pequeña, no había problemas porque dormía en una cuna y lo único que notamos fue que parecía bailar y se reír mientras permanecía dormida. Al crecer, comenzó a deambular por la casa prendiendo todas las luces que podía alcanzar; si yo escuchaba ruidos, la buscaba, la tomaba en brazos y la llevaba de vuelta a la cama, cuidando de no despertarla. En más de alguna ocasión bajó las escaleras sin tropezar o se quedó de pie, quieta en algún peldaño, sin emitir ni un sonido más que la propia respiración (y apenas se le notaba); era espeluznante ir al baño y descubrir que tu hermana pequeña estaba de pie en medio de las escaleras, dormida. Otra anécdota que contamos los domingos es de aquella vez en que mi hermana caminó hasta la habitación contigua –la de mi hermano–, llevando pequeños peluches que colocó dentro de los zapatos que encontró en el suelo, luego se sentó en la cama y mi hermano pegó un grito tan fuerte que todos despertamos, mi hermana terminó llorando porque se asustó por tanto grito; terminamos riéndonos a carcajadas porque descubrimos los peluches en los zapatos y ella misma no lo recordaba; tenía siete años y se hizo consciente de que caminaba dormida. 

Un viernes por la noche yo estaba leyendo, pasaban las doce. Vi a mi hermana caminar desde su habitación al sillón, se sentó a mi lado. Con voz lastimera me dijo que le dolía su dientecito, yo le pedí que me mostrara cuál diente le dolía. Abrió la boca y yo, entusiasta (y mucho), acerqué mi mano, tomé el diente y lo arranqué de cuajo. La miré y tenía los ojitos brillantes, a medio segundo de comenzar a llorar mientras hacía un puchero hinchando las mejillas; le colgaba un espeso hilo de saliva rojiza desde la boca hasta el pijama. La acompañé al baño y luego la acomodé sobre su cama. Al día siguiente salí temprano de casa, me llevé el diente en el bolsillo, como un pequeño trofeo o un amuleto. Por la tarde regresé a casa y mi hermana me recibió con cara de angustia. “¿Sabes qué le pasó a mi dientecito? me desperté y ya no estaba”. Sentí la cara caliente. Mi mamá apareció detrás, diciéndome que esperaba que mi hermana no se hubiera tragado el diente. Ya no podía aguantar la vergüenza: ¿qué clase de hermano soy? ¿cómo es que no me di cuenta que mi hermana estaba dormida cuando le saqué el diente?. Metí la mano al bolsillo y saqué el dientecito, se lo entregué a mi hermana y ella se sorprendió, jamás pude decirle que le había arrancado un diente mientras dormía.


III Mundial de Escritura - 2020

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