Camino, le temo, siempre está en la
plaza, divirtiéndose. Lo dejan salir, camina todo el día, se divierte. Está
sentado en un columpio, se divierte; eso parece, sonríe. Camina, va de un lado
a otro, jamás sale de ahí, no sé dónde vive, de la mañana a la noche. Cuando
debo ir al parque, me siento lejos de él; frecuentemente se divierte del lado
este del parque, yo le evito porque me produce miedo, pienso que se lanzará
contra mí y me golpeará, comenzará a gritar y saldrá corriendo… o se quedará mirando,
pensando que quiere acercarse.
Llevo una jardinera blanca que cubre
la mitad de mis muslos, también llevo una polera corta; el verano ha sido
especialmente caliente este año. Salgo de casa feliz, acepto una invitación a
dar un paseo, una caminata por los frescos caminos cercados de árboles a las
afueras de la ciudad. Me invitan, incluye un modesto pasaje y algunas cosillas
para comer y beber. Pienso en la ropa adecuada, pienso en las zapatillas y el
sombrero. Sonrío al recordar la conversación por teléfono, la invitación,
imagino el rostro del que me espera. Salgo de casa distraída, bajo unas cuadras
hasta el parque, ahí se encuentra el paradero, agradable sombra y asientos que
puedo ocupar mientras espero. En mi cabeza no cabe más que la ansiedad, advierto
tarde que el chico de la plaza está acercándose. Se detiene frente a mí, me
mira, yo no quiero mirarlo. No vengas, si
me golpeas no sabré qué hacer. Pienso que si me siento unos metros más allá
no me seguirá, escojo un lugar en el pasto, uno que también es fresco, bajo un
árbol lleno de hojas verde claro y flores blancas, camino rápido hasta allí y
me siento. Espero un momento, no quiero mirarlo, quizás piense que le estoy
invitando a sentarse junto a mí. Escucho “cariño”, el chico está tirado de panza
en el pasto, a mi lado, acostado con los brazos cruzados bajo su rostro, de
cara al pasto. Cariño, eso quiere; decido tocarlo, acerco mi mano con cuidado,
le acaricio suavemente, aún siento miedo. Tendrá unos quince años, es delgado,
todo el día se divierte en el parque, camina, juega, siempre está solo.
“Cariño” vuelve a pedir, le toco una y otra vez, colocando mi mano abierta en
el centro de su cabeza rapada, girándola de lado a lado, intentando hacerlo
suave en todo momento; gime, me cuesta descubrir que no es mi caricia lo que le
da placer. Se levanta, me invita a ir con él, no quiero levantarme, niego sin
decir palabra. Me toma la mano y tira de mí, le digo que debo irme, que tengo
una cita. De vuelta grita que no le interesa, grita y sigue caminando, juega en
un columpio. Me ocupo de seguir pensando en mi cita, siento que me mira desde
lejos. Regresa caminando a mi lado, se acuesta en el pasto igual que hace un
rato. Toca mi pierna, guía mi mano a su cabeza. Tiene el pelo limpio. Lo
acaricio como se hace con los animales, levanta el culo y se frota contra el
pasto, gime. Toca mi pierna y la siente como suya, la aprieta, sigue pidiendo
cariño. Siguen saliendo sonidos de su boca apenas abierta, creo que eyacula en
sus pantalones cortos, sobre el pasto frío, contra la idea de que es un chico
retrasado. Siempre se divierte, me río nerviosa, siento un irrefrenable deseo
de fumar. “Cariño, cariño”. Se levanta adormilado, veo manchado su pantalón
corto de adolescente enfermo. No se toca, no se sacude, decide irse. Miro mi
mano, miro la mano con que acaricié su cabeza. Miro detrás de mí, el chico se
divierte en un columpio como hace un rato. ¿De verdad eyaculó? también me tocó
la pierna, la apretaba mientras gemía, se frotaba contra el pasto. Decidí
levantarme, hice parar la primera micro que pasó aunque no me levaría a mi
destino.
[Publicado en Revista Escarnio N°46]