2.-
La negra
La negra fue un “souvenir” traído desde un país en el cual todos
los artistas querrían vivir, una isla preciosa del otro lado del ecuador: curas
contra el cáncer, caracolas multicolores, cines con aplausos de los asistentes,
automóviles que ya no se fabrican o eso dicen. Ella era “la negra” aunque su
exquisita piel no era del todo ébano, sólo una cuarta parte negra como la noche
en bosques sin claros. Su cabello difícil de peinar siempre iba amarrado en una
coleta alta. Colores brillantes como su tierra de origen le adornaban la piel,
bastante se veía y siempre estaba quejándose del frío. Aquí se la miraba como
un lindo objeto decorativo; todos lo tocan, algunos pagan el precio por
llevarlo a casa, algunos otros sólo se embelezan probando hasta que se dicen a
sí mismos “ya basta”. Los encantos de la
negra eran apreciados en todos los círculos: pintores, escritores,
cantantes, exhibicionistas, encantadores de serpientes. Se te iba la vista en
su trasero redondo, duro, levantado, tanto como sus tetas de descendiente
afroamericano. Te preguntabas porqué su trasero era más interesante que toda la
fauna nativa de la cuarta región, hombre y mujeres, a todos se les iba la
mirada.
No tardaron ellas, las aburridas y
planas nativas, en darse cuenta de la inocencia de aquella mujer; no hablemos
de envidia, esto era maldad, jodida maldad de país frío e infeliz en el fin del
mundo. Un bar, dos noches fuera, meneos exquisitos. Siguen mirándola como un
bicho extraño salido del abismo, uno que parecía sirena de labios carnosos. Una
semana fuera, una noche de bebidas en un bar cercano a la playa, lo último que
escuchó antes de que ellas se perdieran rumbo a casa “nos vemos, pagas tú”.
Nunca se acostumbró, en su país jamás la dejaron pagando el consumo de tres
personas a lo largo de toda una noche; quizás lavó platos para salir bien
parada del ingrato regalo de las nativas. La tristeza la veías en sus ojos,
ella quería a sus amigos, a su gente, su familia, su vida de vuelta.
No supimos cuándo, sólo pasó. De
repente ya no sonreía como antes, ya no se contoneaba con frescura, sus manos
pasaron de cálidas caricias a fríos manotazos a una botella con ron medio
vacía. Resfríos frecuentes, problemas al pegar caladas del cigarro Popular, tos, la vimos vomitar algunas
veces con la fría brisa marina del puerto. La enfermedad llegó rápido, y tan
rápido como la descubrieron, se la llevó. Era común en ella desaparecer un par
de semanas al estar sana; ahora enferma y sin darle tiempo a la recuperación,
pasó meses metida en una habitación junto al guatón, un hombre simpático y “querendón”, que la trajo desde su
isla. Se tardó mucho en saber qué enfermedad le tenía destrozado el cuerpo,
apenas si podía respirar sin que un silbido se escuchara desde el fondo de sus
entrañas.
No estaban los que le miraban el
culo, ni las tetas, ni los que metieron sus manos en su vida. Se preguntaba si
su madre se acordaría de ella, se preguntaba si su hermano miraría al mar como
lo hacían de niños. Sentía que todo su ser se desvanecía entre las sábanas,
sentía que empequeñecía a cada semana que pasaba, se miraba las manos a
contraluz y no las reconocía como propias; tampoco supo reconocer que llevaba
un embarazo no previsto, el chiquillo también portaba la enfermedad. Sidario,
sidario, sidario, me dijeron que terminó allí, muriendo lento, más sola que
jamás en la vida, a miles de kilómetros de su país, a un continente entero del
sabor dulcillo del aire de su isla. La brisa que entró por la ventana le
recordó el calor del Atlántico.
[Publicado en Revista Escarnio N°45]
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