martes, 12 de octubre de 2021

Totora y sangre - Día XII

Antes de saber bien a qué dedicaría el resto de mis días –o buena parte de ellos-, estuve un tiempo en la universidad, poniendo todo mi esfuerzo en la prometedora carrera de enfermería; me gustaba la carrera, me agradaba pensar en lo que me convertiría cuando saliera y me hacía ilusión pensar en mí como una profesional útil y que siempre sería valiosa para mi entorno. Comencé contándote que no sabía bien a qué me dedicaría, pero también te conté que estaba estudiando; quizás comencé por el lugar y tiempo equivocado.

Después de unos meses como estudiante, acostumbrándome a la vida universitaria y a tener compañeros de carrera mucho más aptos y preparados que yo -de aquellos que ya eran profesionales técnicos o que habían trabajado en el área de salud-, quizás no estaba tan convencida de lo que había elegido, pero me prometí finalizar ese primer año y, en diciembre, decidir si continuar o abandonar definitivamente. Parece que tampoco estoy contándote lo que quiero que sepas de esta historia.

Ya al finalizar el primer año, decidí –sintiendo muchas dudas- que debía continuar, pero necesitaba compartir espacio de estudio con alguna compañera. Durante el verano pude convencer a una amiga de que compartiéramos pieza y así los gastos se reducirían a la mitad, además de ayudarnos para continuar avanzando en la carrera. Si bien no me sentía segura del todo, compartir espacio con una persona conocida me ayudó a sentirme mejor. No, en definitiva no te estoy contando lo que quiero contarte.

Quizás no fue la mejor decisión compartir habitación con una chica pueblerina –no quiero referirme a ella con un tono despectivo, pero ella efectivamente venía de un pueblo muy pequeño- y me tomó trabajo percatarme de aquello, pues atribuí algunos hechos y comportamientos extraños al cansancio o el stress, algunas veces sólo los ignoré o dejé de pensar en ellos hasta que me olvidaba. Quizás en este punto dabas recordarme qué es lo que me preguntaste, así podría contestarte mejor.

Recuerdo alguna que otra cosa y es porque esos detalles llamaron mi atención y, a la vez, despertaron mi curiosidad. Las medallitas que cayeron al suelo cuando sacudió un bolsito que acostumbraba dejar sobre la mesita que usábamos de escritorio, el ruido metálico leve y repetido muchas veces –incluso varios a la vez-, llegando a mis oídos para orientar mi vista hacia esos tesoros redonditos anudados con una cinta roja: ella me explicó que, por gusto, iba a la maternidad del hospital a regalar medallitas a cada nueva madre que se le cruzaba. Un momento, esto se acerca, pero no es.

Un día traje una ramita con espinas enredada en el pantalón; apenas crucé la puerta de la habitación, me senté y pude notarla, ahí sonreí porque sentía algo en el pantalón, pero no sabía qué me molestaba, de pie no podía ver la ramita. Al quitar la ramita, una espina rasguñó mi dedo índice; tiré la ramita y un par de gotas de sangre se fueron junto a la ramita, justo debajo de la cama en que dormía. Me disgustaba que era ramita estuviera en el suelo, así es que me tiré de guata al piso y miré debajo de la cama: había un muñequito hecho de totora, vestido con prendas muy similares a las que yo vestía, agarrando la rama con una manito y bebiendo las gotas de sangre que acababan de salir de mi dedo. Tomé al muñequito, pero no pude moverlo; ya había lianas de vegetación creciendo debajo de él. Creo que esto tiene que ver, pero no es lo que quiero que escuches.

Las lianas cubrieron el piso y se enrollaron alrededor de los zapatos que tenía puestos, subiendo rápido sobre el pantalón y la blusa, llegando a la cabeza, incluso dentro. Ah, intentaba contarte cómo es que terminé en esta habitación quebrada por el tiempo.

lunes, 11 de octubre de 2021

Santa mierda - Día XI

Les escribo para despedirme, para enfrentar -de una vez- a los que no creen en nosotros; este mensaje es para todos ustedes: amigos, enemigos, extraños, conocidos, familia, geeks, necios e iluminados.

Los novatos en estos asuntos nos denominan “neopaganos” o “namastés”, nos persiguen constantemente y nos insultan, hacen videos burlándose de nosotros, de nuestras creencias y lo que decimos, de los reels que subimos y de los que se esfuerzan por acercar nuestras creencias a las nuevas generaciones usando efectos de tiktok ¡para despertarlos! para abrirles la conciencia a esas mismas personas que se burlan de nosotros… si supieran, sin tan solo supieran.

Escribo ahora porque ya llevo más que bastante tiempo en esto, leyendo, meditando, desintoxicando mi cuerpo, respondiendo a cada mal comentario con un golpe de sentido común cósmico, diciéndoles a las personas que deben, no, que necesitan despertar; ahora mismo, escribo porque siento que mi vida se acaba y deseo pedirles –desde el fondo de mi súper consciencia- que puedan despertar también, decirles que no temo a la muerte porque con mi muerte mi consciencia se liberará de este cuerpo poco evolucionado y se reunirá con las almas liberadas de aquellos creyentes que amamos tanto, los que pudieron transformarse, los que ahora habitan cuerpos transdimensionales más allá del espacio e infinito siquiera imaginado por el ser humano.

Mi nombre es Alan, Beta para los amigos de las rrss. Saludos extraterrenos.

 

Alan programó su blog y cerró su cuenta, se estiró un poco alargando su cuerpo tanto como le daban brazos y piernas, apagó su computador e intentó dormir acomodándose sobre la cama. La entrada que acababa de escribir se autopublicaría en algunos meses más, en su blog -si es que nada lo evitaba (incluido él mismo)-. Horas atrás recibió los resultados de los exámenes que confirmaban una forma agresiva e incurable de cáncer, después de llorar en el baño de su habitación, había decidido despedirse de buena forma de su millón de fieles seguidores. En el fondo de su corazón iluminado y bendecido, sentía que era capaz de salir bien parado del diagnóstico; a la vez, y con la opinión profesional de dos oncólogos, también sabía que moriría en unos cuantos meses. La amalgama de sensaciones contradictorias lo había desorientado al punto de hacer todo como si fuera a vivir y a morir simultáneamente: por un lado había decidido despedirse (convencido de que los médicos tenían razón) y, por otra, había decidido meditar para acelerar el proceso de reencarnación (porque de algo debían servir los cursillos de meditación que había pagado los últimos diez años). A pesar de sentirse cansado, no pudo conciliar el sueño y decidió salir a caminar pensando que un paseo corto lo sacaría de su estado de ánimo (nada favorecedor) para la meditación que practicaría por la noche. A pocos metros de la puerta de su casa, un conductor somnoliento que le daba like al blog “Despertar cósmico con Beta” perdió el control de su vehículo y se estrelló de lleno contra el mismo Beta; el conductor reconoció a su bloguero favorito y se sacó una selfie con él antes de llamar a una ambulancia (ignorando el mal estado en que se encontraba Beta después de volar metros sobre el jardín de la casa vecina): Beta falleció a los minutos de llegar al hospital. Curiosamente los pensamientos de Beta fluyeron hacia la idea de reencarnación, lo había estado pensando durante horas ese mismo día y fue el primer pensamiento que tuvo un niño, que en ese mismo segundo, cruzaba el canal vaginal de una mujer que profesaba maldiciones contra el personal médico que la atendía. Al niño lo alzó una matrona y lo dejó sobre el pecho de la mujer. Beta reconoció inmediatamente el rostro de su madre aunque hacía décadas que no la veía, se odió por haber pensado en la idea de reencarnación y pensó “mierda”.

domingo, 10 de octubre de 2021

Siesta - Día X

El día comenzó del peor modo y soy de esos que no creen en los dichos (o los encuentra poco atinados para estos tiempos), eso de levantarse con el pie izquierdo me parecía absurdo hasta que vi sobre el velador -del lado que le correspondía a mi pareja- una llamativa figurita de origami en donde se alcanzaba a ver una palabra: “léeme”… ese velador estaba del lado izquierdo de nuestra maravillosa cama tamaño King, comprada en algún cyberday, a precio de huevo. Me acerqué reptando hasta alcanzarlo porque aún me sentía adormilado y creía, todavía creía, en que ella me amaba tanto como el día en que decidimos comprar esa cama para dormir juntos el resto de lo que nos quedara de vida. La figurita representaba un elegante elefante rojo –símbolo importante hasta ese momento, porque cuando le pedí matrimonio, el anillo que le ofrecí estaba oculto dentro de un elefantito rojo (que me pareció adorable y único)-, un elefante rojo precioso que me pareció lindo hasta ese momento, porque al abrir la figurita de origami, la palabra “léeme” fue la única palabra linda en ese papel cuidadosamente plegado. No decía mucho en realidad, pero lo que destacaba por sobre todas las palabras malsonantes fue “odio”, en particular “te odio”. Sostuve el papel atiborrado de pliegues sobre mi rostro, lo sostuve hasta que mis brazos se cansaron y giré con mi cuerpo para poner pie en el suelo… el primer pie que tocó el piso frío de lo que fuera nuestra habitación, fue el izquierdo. Nada pasó a continuación, no me resbalé con la alfombrilla rosa que ella mantenía de su lado de la cama, tampoco se torció mi tobillo al intentar dar unos pasos lejos de la cama, tampoco me golpeé la cabeza con algún objeto colgante o perdí el equilibrio cuando las gatas (que ella había adoptado de todos modos, aunque a mí no me gustara) salieron corriendo desde debajo de la cama; nada fuera de lo habitual y eso me molestó ¿qué pasaba con eso de levantarse con el pie izquierdo? ¿acaso no sucedería algún accidente que me borrara de esta –nueva- existencia solitaria?

En la cocina todo estaba limpio y ordenado, la caja de cereal estaba llena y la de leche perfectamente fría en el refrigerador, las latas en el contenedor para reciclar aluminio y las tazas colgadas donde correspondía, los platillos de las gatas llenos a tope y el agua tan fresca que me dieron ganas de probar para corroborar que estaban a la temperatura perfecta para que bebiera con gusto un gato. Cada cortina de cada ventana de la casa estaba descorrida, justo la iluminación perfecta para alguien que comienza a desperezarse –como era mi caso-; lo preciso para pensar en que todo era mejor que cuando estaba ella sentada mirando su libro e ignorando las necesidades de las gatas, ignorando mi alegre “buenos días” de cada mañana, ignorando las cortinas cerradas y la tetera silbando sobre el quemador más grande. No, no se trataba del pie con que me había levantado esa mañana, sino la paz que alcanzaba a respirar en esa casa, en mi casa. Por primera vez, en décadas, pude sentarme y admirar el paisaje que me había perdido todos esos años y me gustó lo que vi, me gustó tanto que salí al patio y continué caminando hasta más allá del límite de la propiedad, llegando al lecho del río que tanto me gustaba de niño, deseando ir más y más lejos, primero con el agua hasta las rodillas y, luego, apenas mojándome la planta de los pies; ahí me sentí realmente feliz y decidí continuar durmiendo con el sonido del agua, viendo el cielo.

Desperté con gritos de alerta y no tardé en ubicar a las personas que emitían aquellos gritos, los rostros que vi me parecieron tristes o preocupados –no pude definir exactamente qué tipo de emoción estaba viendo-; me preguntaron si estaba bien y yo les respondí que estaba tomando una siesta, que necesitaba dormir un poco más.  

sábado, 9 de octubre de 2021

Olvidos cotidianos - Día IX

No fui una niña “problema”, tampoco una guagua problema o una adolescente problema… quizás jamás fui un problema para nadie: ninguna queja de mi familia, tampoco de ningún profesor, de ningún pediatra o dentista, de ningún compañerito. Si bien no era yo un problema, tampoco era una niña extraordinaria que destacara por alguna habilidad sobresaliente: notas promedio, comportamiento promedio, estatura promedio, escritura promedio, salud promedio. En cambio –y en contraste- las amiguitas que me hice en el colegio sí destacaban de alguna u otra manera; recuerdo que una terminó castigada porque había atacado a un compañerito de clases con un lápiz portamina, terminando el niñito con un fragmento de mina debajo de la piel (su madre no la retó y no le importó que la profesora la mandara llamar porque mi amiga explicó el ataque diciendo que el niño víctima, minutos antes, le había tocado el trasero y ella sólo se defendió). En alguna otra oportunidad, alguna otra amiga, lanzó una mochila por una ventana abierta del aula –desde el patio- porque no había alcanzado a dejarla dentro y tampoco deseaba pasar el recreo con la mochila al hombro; se llevó un reto, pero su madre tampoco la retó pues no entendía que las aulas mantuvieran la puerta cerrada en horario de clases (aunque fuera durante el recreo). Con esas amigas me tocó reír y llorar mientras crecía, porque los retos y los llamados de atención se los llevaban ellas (cada madre sabía lidiar bien con cada problema de su niña y cada niña problema) y, como yo era parte del porcentaje de niñitas bien portadas, mi madre cada tanto me decía: “no te juntes con tal o cual niñita, son mala influencia”, razón por la cual lloraba mucho y acababa haciendo llorar a mis amigas también porque mi madre hacía patente su rechazo hacia esas actitudes tan poco de niñita. Un día, cuando ya estaba harta de oír a mi madre decir eso, decidí –por primera vez- actuar saliéndome del promedio, desencasillarme de esa actitud que mi madrecita tanto admiraba de “niñita bien”: como consecuencia de un insulto que una compañerita de curso profesó contra mí, de regreso le tiré una pelota de básquet en pleno rostro. En el momento no fue para tanto, me sentí liberada de ese promedio bien portado y ese comportamiento que me situaba dentro de la media, dentro del promedio que no llama la atención, sin embargo, pasados los minutos, un montón de niñitas salían del baño y me decían que a la niñita -a la cual le llegó el pelotazo- no dejaba de sangrar: en cinco minutos había pasado de una sensación de alivio a sentir culpa, a los diez minutos sentía miedo y a los quince me había salido tanto del promedio que las niñitas me decían que me iban a echar del colegio. Pasar de ser la niñita-bien-portada-promedio a la mala influencia por quebrarle la nariz a una compañerita de curso destrozó a mi madre, vivíamos solas y yo era su única alegría; ya no podría jactarse de tener en casa a la niñita perfectamente tranquila, todo el colegio (e incluso mucha gente ajena al colegio) ya sabía lo que había sucedido y a mí me miraban con rostro de desaprobación –cosa que noté, pero que poco afectó mi autoestima-, pero mi madre pasó una buena temporada mirando al suelo, con la cara enrojecida por la vergüenza, cada vez que se encontraba de frente con alguna apoderada, padre, madre o profesora.

Creo que nunca te recuperaste de eso y, aunque no tengo forma de saberlo, lo noté; ya ni recuerdas aquello y yo te lo cuento como si no hubieras estado ahí, como si no lo hubieras vivido –le digo, esbozando una sonrisa apenas perceptible por una comisura del labio ligeramente más alta que la otra-, no tiene sentido que te siga contando esto, termino de beberme esto y me voy.  

viernes, 8 de octubre de 2021

La señorita de los chocolates - Día VIII

Alguien, una mujer, gritaba "¿aló?" desde más allá del antejardín, a medio pasaje y a unos metros de mi casa. Lo que parecía ser la voz de una señorita seguía resonando en la calle, gritando "¿aló?", deteniéndose cada pocos pasos y mirando la puerta de las casas vecinas. Me asomé porque quería saber qué deseaba la señorita, qué andaba buscando o si podía ayudarla, venía en dirección a mi puerta por lo que decidí esperarla; antes tuve que ir a mi habitación a buscar una chaqueta, ya atardecía y comenzaba a correr un vientecillo frío. Me puse la chaqueta, salí y ya no estaba, pero apenas me vio en la puerta, se acercó. ¿Hay alguna mujer en esta casa que fume? -preguntó en tono cómico y muy alto para mi gusto-, yo levanté la mano a la vez que decía "¡yo!"... de inmediato metió la mano en una mochila y sacó una caja de almendras confitadas cubiertas de chocolate; ella me estaba regalando una caja de chocolates prácticamente porque había contestado "sí" a su pregunta; yo no podía creerlo ¿en serio era en agradecimiento por ser mujer y fumar y abrirle la reja para que me hiciera unas cuantas preguntas? Sonreí. Le dije que encantada respondía su encuesta, porque después de pasarme la caja con chocolates me dijo que debía responderle algunas preguntas. 

-¿Cuántos cigarrillos se fuma a diario?
-Pues 20, más o menos.

-¿En dónde los compra?

-En la avenida (un centro de llamados) y aquí cerca (en un almacén).

-¿De cuáles fuma?

-Lucky rojo, Dunhill rojo, ¿algún otro? Latino rojo.

-¡Ah, tú le das con todo! 

Con esa última exclamación de su parte, yo sonreí bobamente porque lo tomé como un cumplido. Le pregunté si había terminado con las preguntas y me respondió sacando una cartilla plastificada, en ella había impresas pequeñas imágenes de cajas de cigarros a todo color, de todas las marcas y variedades; de nuevo comenzó con preguntas mientras yo miraba -fascinada- la cartilla. 

-¿Conoces todas las marcas?
-Sí, aunque este ya no existe, le apunté las imágenes de Viceroy.
-No importa, algunas personas aún lo piden así... -continuó- ¿Con cuál estás menos familiarizada?
-Con los verdes, odio los mentolados.
-Ok, eso es todo, gracias por responder. Dime tu nombre y dame tu teléfono.

La señorita de los chocolates me indicó qué decir en caso de que alguien me llamara preguntando por la encuesta y yo pensé mientras ella se alejaba: "por esa caja de chocolates digo lo que quieras". Quizás diez o quince años después estaba yo sentada -y muy cómoda- en un sillón rojo, dentro de un bar de moda en pleno centro de una ciudad distinta y en medio de muchas personas que apenas estaba conociendo. Pasadas algunas horas, llegó un grupo variopinto de personas y algunas de ellas se sentaron compartiendo la misma mesa; cuando me saludó no capté al segundo de quién se trataba, pero mientras más y más la oía hablar, más preciso se volvió el episodio y más segura estaba de haberla oído antes y en que circunstancias nos habíamos visto... Era la chica de los chocolates. No pude aguantarme preguntarle por aquella pega tan poco lucrativa, le costó un poco recordar lo del chocolate, pero llegó un momento en que la vi notoriamente avergonzada y, minutos después, ya dejaba el bar con la cara tan roja que apenas se le notaban los labios.

martes, 5 de octubre de 2021

Arcos y fuego - Día V

No debía existir nada tan molesto como vivir en un lugar con una ventana grande y ser pequeña, tanto que le costaba alcanzar todo lo que estaba a mayor altura que su modesto metro diez de estatura; tenía un banquillo de quince centímetros en algún rincón de cada habitación de la casa y, a veces, le tocaba arrastrarlo con los pies algunos metros para poder alcanzar algo: siempre teniendo cuidado de no tropezar o pisar mal, no fuera a torcerse un tobillo o doblarse un brazo ¿quién cerraría las cortinas de la ventana más grande de su casa o le alcanzaría los condimentos que guardaba en un anaquel alto que no adquirió por gusto, sino porque le gustaba hasta que descubrió que era muy alto para usarlo cómodamente. No era de pedir ayuda, le resultaba molesto sentir que dependía de otros para alcanzar tal o cual cosa -por pequeña o importante que fuera-, tampoco deseaba que la vieran como alguien inútil o incapaz de solucionar asuntos de su propia casa o jardín o lugar de trabajo o vehículo; tenía por regla importante no poner "rostro de esfuerzo", aunque en serio le estuviera costando hacer algo. 

Sobre las circunstancias, pues por la tarde con el sol metiéndose en el mar -para no sonar poético ni típico- viendo a través de la ventana más grande de la casa, esa que se elige para sala principal o para habitación propia; dependiendo del gusto de quien la habita. Viéndola caminar de un lado a otro, siempre teniendo banquillos diminutos a la vista o alcance, me hizo gracia: más gracia que cuando la conocí y nos hablamos la primera y la centésima vez, cuando se decidió a permitirme acompañarla a casa, cuando esperé paciente a que preparara la cena subiendo y bajando del banquillo de la cocina, pensando y deseando -incluso- acercarme y alzar el brazo para alcanzarle un frasco, luego devolverlo a su sitio, sacar platos o vasos, luego ponerlos sobre la mesa; sabía bien que aquello de la ayuda desinteresada sería interpretado como algo totalmente opuesto, casi una afrenta o un insulto; me quedé al margen, cruzando los brazos sobre mi abdomen porque apoyar los brazos sobre la mesa con los codos, me habría hecho ver como un palillo mal doblado ocupando espacio importante sobre la mesa, incluso debí acercar las piernas lo más que pude a mi cuerpo, porque también estirarlas significaba ocupar un espacio indebido debajo de la mesa que albergaba el banquillo de la cocina. Por fortuna, fue más desesperante esperar a que cocinara sin prestar mi ayuda porque el tiempo de comida -en sí- estuvo libre de pensamientos de inferioridad o gestos que podrían malinterpretarse: a pesar de las diferencias físicas notables entre ambos, en el sencillo acto de comer fuimos similares y nos acercamos más, hasta besarnos. No puse atención al paso desde la cocina al comedor, tampoco desde la sala a la habitación; ahí pensé que quizás estaba siendo impertinente porque la emoción me había llevado a tomarla desde los sobacos y levantarla como se hace con una niña, dejándola sentada sobre la cama, a la expectativa de su reacción, sabiendo que podría sentirse herida con aquella acción y nada; me miró y me preguntó si sabía de qué forma se apareaban las libélulas, le respondí que no sabía ni me lo podía imaginar tampoco. Me describió un aro en que dos seres perfectamente similares deben contorsionarse para acoplar genitales y volar juntos; se rió porque se imaginaba la misma contorsión -que debía yo hacer-, pero la razón era la diferencia entre ambos: no íbamos a volar juntos a ningún otro lugar, pero le hacía gracia que tuviera que imitar un arco con todo el cuerpo para tener sexo y, a la vez, mantener mi rostro cerca del de ella. 

lunes, 4 de octubre de 2021

Cartas de sobremesa - Día IV

Sacaban los comodines de la baraja porque les interrumpía el juego si aparecían. A uno se le iba el pensamiento en esa carta que servía para ganar o perder -si era bien o mal usada-, la idea no era disminuir el tiempo de juego, sino alargarlo lo más posible para que esa partida fuera la única. Aún sacando los comodines, la partida se volvía breve; dos horas de espera y una partida dilatada hasta en los más básicos movimientos, jugadas y acciones, era necesario en cierta medida pues no solo la partida debía durar lo que más se pudiera, también la taza llena de café de cada uno. No había posibilidad de levantarse o cambiar de posición, ningún movimiento más violento que cruzar las piernas por debajo de la mesa o tamborilear levemente los pies, quizás levantar la taza y dejarla, apenas sorbeteando lo mínimo para que perdurara un poco menos de dos horas.

No había sentido tal aletargamiento... aunque pensándolo bien, en la sala de espera de su última terapia, sí que había sentido sueño y aburrimiento, las manos adormiladas, ganas de salir corriendo, gritar y agitar las manos hasta que pudiera salir del mundo mismo, eso pensaba, eso deseaba hacer y ahí permanecía, en una partida que se le hacía eterna, que debía esforzarse en hacer eterna porque cada uno estaba haciendo su mejor esfuerzo para conseguirlo; dejarlo ahí, perder los estribos o hacer ruido con cualquier otra cosa sería echar por tierra meses de esfuerzo y quedaban dos horas, dos horas y la partida de cartas que más se había alargado para cada uno, con el esfuerzo de cada uno. Los minutos, la taza y los bostezos que se contagiaban, levantar la taza para, apenas, besar el líquido amargo y tocar con la lengua las gotas que refrescarían la boca unos minutos más, lo justo para juntas las cartas de la mano y volver a disponerlas, evitar mirar el rostro constreñido en un bostezo de alguien al otro lado de la mesa porque también querrías bostezar y beber café, y a ese paso no duraría lo que debía, una partida eterna de dos horas y contando, contando con el minutero que rompía la misma espera.

Habían sacado los comodines porque también les recordaba el fracaso, la pena y las desdichas, las terapias sin terminar y las que apenas habían dado frutos sin forma ni sustancia; esperar dos horas con las manos sosteniendo cartas y, a disposición inmediata, una taza de café frío y amargo, podían ser lo único tolerable, lo más cercano a la sensibilidad que podían palpar.

Cinco minutos para que se cumplan las dos horas, alguien lo hace notar con el sutil gesto de levantar la barbilla en dirección al reloj de pared; los demás lo notamos, yo porque también pensaba en hacer el mismo gesto. Las cartas fueron a dar a la mesa, las tazas que aún contenían unos sorbos de café quedaron sobre la mesa y en la superficie aparecían círculos concéntricos consecuencia del movimiento apresurado, pero preciso, de cada uno de nosotros levantándose para tomar las antorchas apagadas y caminar hacia la calle.