martes, 12 de octubre de 2021

Totora y sangre - Día XII

Antes de saber bien a qué dedicaría el resto de mis días –o buena parte de ellos-, estuve un tiempo en la universidad, poniendo todo mi esfuerzo en la prometedora carrera de enfermería; me gustaba la carrera, me agradaba pensar en lo que me convertiría cuando saliera y me hacía ilusión pensar en mí como una profesional útil y que siempre sería valiosa para mi entorno. Comencé contándote que no sabía bien a qué me dedicaría, pero también te conté que estaba estudiando; quizás comencé por el lugar y tiempo equivocado.

Después de unos meses como estudiante, acostumbrándome a la vida universitaria y a tener compañeros de carrera mucho más aptos y preparados que yo -de aquellos que ya eran profesionales técnicos o que habían trabajado en el área de salud-, quizás no estaba tan convencida de lo que había elegido, pero me prometí finalizar ese primer año y, en diciembre, decidir si continuar o abandonar definitivamente. Parece que tampoco estoy contándote lo que quiero que sepas de esta historia.

Ya al finalizar el primer año, decidí –sintiendo muchas dudas- que debía continuar, pero necesitaba compartir espacio de estudio con alguna compañera. Durante el verano pude convencer a una amiga de que compartiéramos pieza y así los gastos se reducirían a la mitad, además de ayudarnos para continuar avanzando en la carrera. Si bien no me sentía segura del todo, compartir espacio con una persona conocida me ayudó a sentirme mejor. No, en definitiva no te estoy contando lo que quiero contarte.

Quizás no fue la mejor decisión compartir habitación con una chica pueblerina –no quiero referirme a ella con un tono despectivo, pero ella efectivamente venía de un pueblo muy pequeño- y me tomó trabajo percatarme de aquello, pues atribuí algunos hechos y comportamientos extraños al cansancio o el stress, algunas veces sólo los ignoré o dejé de pensar en ellos hasta que me olvidaba. Quizás en este punto dabas recordarme qué es lo que me preguntaste, así podría contestarte mejor.

Recuerdo alguna que otra cosa y es porque esos detalles llamaron mi atención y, a la vez, despertaron mi curiosidad. Las medallitas que cayeron al suelo cuando sacudió un bolsito que acostumbraba dejar sobre la mesita que usábamos de escritorio, el ruido metálico leve y repetido muchas veces –incluso varios a la vez-, llegando a mis oídos para orientar mi vista hacia esos tesoros redonditos anudados con una cinta roja: ella me explicó que, por gusto, iba a la maternidad del hospital a regalar medallitas a cada nueva madre que se le cruzaba. Un momento, esto se acerca, pero no es.

Un día traje una ramita con espinas enredada en el pantalón; apenas crucé la puerta de la habitación, me senté y pude notarla, ahí sonreí porque sentía algo en el pantalón, pero no sabía qué me molestaba, de pie no podía ver la ramita. Al quitar la ramita, una espina rasguñó mi dedo índice; tiré la ramita y un par de gotas de sangre se fueron junto a la ramita, justo debajo de la cama en que dormía. Me disgustaba que era ramita estuviera en el suelo, así es que me tiré de guata al piso y miré debajo de la cama: había un muñequito hecho de totora, vestido con prendas muy similares a las que yo vestía, agarrando la rama con una manito y bebiendo las gotas de sangre que acababan de salir de mi dedo. Tomé al muñequito, pero no pude moverlo; ya había lianas de vegetación creciendo debajo de él. Creo que esto tiene que ver, pero no es lo que quiero que escuches.

Las lianas cubrieron el piso y se enrollaron alrededor de los zapatos que tenía puestos, subiendo rápido sobre el pantalón y la blusa, llegando a la cabeza, incluso dentro. Ah, intentaba contarte cómo es que terminé en esta habitación quebrada por el tiempo.

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