martes, 5 de octubre de 2021

Arcos y fuego - Día V

No debía existir nada tan molesto como vivir en un lugar con una ventana grande y ser pequeña, tanto que le costaba alcanzar todo lo que estaba a mayor altura que su modesto metro diez de estatura; tenía un banquillo de quince centímetros en algún rincón de cada habitación de la casa y, a veces, le tocaba arrastrarlo con los pies algunos metros para poder alcanzar algo: siempre teniendo cuidado de no tropezar o pisar mal, no fuera a torcerse un tobillo o doblarse un brazo ¿quién cerraría las cortinas de la ventana más grande de su casa o le alcanzaría los condimentos que guardaba en un anaquel alto que no adquirió por gusto, sino porque le gustaba hasta que descubrió que era muy alto para usarlo cómodamente. No era de pedir ayuda, le resultaba molesto sentir que dependía de otros para alcanzar tal o cual cosa -por pequeña o importante que fuera-, tampoco deseaba que la vieran como alguien inútil o incapaz de solucionar asuntos de su propia casa o jardín o lugar de trabajo o vehículo; tenía por regla importante no poner "rostro de esfuerzo", aunque en serio le estuviera costando hacer algo. 

Sobre las circunstancias, pues por la tarde con el sol metiéndose en el mar -para no sonar poético ni típico- viendo a través de la ventana más grande de la casa, esa que se elige para sala principal o para habitación propia; dependiendo del gusto de quien la habita. Viéndola caminar de un lado a otro, siempre teniendo banquillos diminutos a la vista o alcance, me hizo gracia: más gracia que cuando la conocí y nos hablamos la primera y la centésima vez, cuando se decidió a permitirme acompañarla a casa, cuando esperé paciente a que preparara la cena subiendo y bajando del banquillo de la cocina, pensando y deseando -incluso- acercarme y alzar el brazo para alcanzarle un frasco, luego devolverlo a su sitio, sacar platos o vasos, luego ponerlos sobre la mesa; sabía bien que aquello de la ayuda desinteresada sería interpretado como algo totalmente opuesto, casi una afrenta o un insulto; me quedé al margen, cruzando los brazos sobre mi abdomen porque apoyar los brazos sobre la mesa con los codos, me habría hecho ver como un palillo mal doblado ocupando espacio importante sobre la mesa, incluso debí acercar las piernas lo más que pude a mi cuerpo, porque también estirarlas significaba ocupar un espacio indebido debajo de la mesa que albergaba el banquillo de la cocina. Por fortuna, fue más desesperante esperar a que cocinara sin prestar mi ayuda porque el tiempo de comida -en sí- estuvo libre de pensamientos de inferioridad o gestos que podrían malinterpretarse: a pesar de las diferencias físicas notables entre ambos, en el sencillo acto de comer fuimos similares y nos acercamos más, hasta besarnos. No puse atención al paso desde la cocina al comedor, tampoco desde la sala a la habitación; ahí pensé que quizás estaba siendo impertinente porque la emoción me había llevado a tomarla desde los sobacos y levantarla como se hace con una niña, dejándola sentada sobre la cama, a la expectativa de su reacción, sabiendo que podría sentirse herida con aquella acción y nada; me miró y me preguntó si sabía de qué forma se apareaban las libélulas, le respondí que no sabía ni me lo podía imaginar tampoco. Me describió un aro en que dos seres perfectamente similares deben contorsionarse para acoplar genitales y volar juntos; se rió porque se imaginaba la misma contorsión -que debía yo hacer-, pero la razón era la diferencia entre ambos: no íbamos a volar juntos a ningún otro lugar, pero le hacía gracia que tuviera que imitar un arco con todo el cuerpo para tener sexo y, a la vez, mantener mi rostro cerca del de ella. 

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