lunes, 4 de octubre de 2021

Cartas de sobremesa - Día IV

Sacaban los comodines de la baraja porque les interrumpía el juego si aparecían. A uno se le iba el pensamiento en esa carta que servía para ganar o perder -si era bien o mal usada-, la idea no era disminuir el tiempo de juego, sino alargarlo lo más posible para que esa partida fuera la única. Aún sacando los comodines, la partida se volvía breve; dos horas de espera y una partida dilatada hasta en los más básicos movimientos, jugadas y acciones, era necesario en cierta medida pues no solo la partida debía durar lo que más se pudiera, también la taza llena de café de cada uno. No había posibilidad de levantarse o cambiar de posición, ningún movimiento más violento que cruzar las piernas por debajo de la mesa o tamborilear levemente los pies, quizás levantar la taza y dejarla, apenas sorbeteando lo mínimo para que perdurara un poco menos de dos horas.

No había sentido tal aletargamiento... aunque pensándolo bien, en la sala de espera de su última terapia, sí que había sentido sueño y aburrimiento, las manos adormiladas, ganas de salir corriendo, gritar y agitar las manos hasta que pudiera salir del mundo mismo, eso pensaba, eso deseaba hacer y ahí permanecía, en una partida que se le hacía eterna, que debía esforzarse en hacer eterna porque cada uno estaba haciendo su mejor esfuerzo para conseguirlo; dejarlo ahí, perder los estribos o hacer ruido con cualquier otra cosa sería echar por tierra meses de esfuerzo y quedaban dos horas, dos horas y la partida de cartas que más se había alargado para cada uno, con el esfuerzo de cada uno. Los minutos, la taza y los bostezos que se contagiaban, levantar la taza para, apenas, besar el líquido amargo y tocar con la lengua las gotas que refrescarían la boca unos minutos más, lo justo para juntas las cartas de la mano y volver a disponerlas, evitar mirar el rostro constreñido en un bostezo de alguien al otro lado de la mesa porque también querrías bostezar y beber café, y a ese paso no duraría lo que debía, una partida eterna de dos horas y contando, contando con el minutero que rompía la misma espera.

Habían sacado los comodines porque también les recordaba el fracaso, la pena y las desdichas, las terapias sin terminar y las que apenas habían dado frutos sin forma ni sustancia; esperar dos horas con las manos sosteniendo cartas y, a disposición inmediata, una taza de café frío y amargo, podían ser lo único tolerable, lo más cercano a la sensibilidad que podían palpar.

Cinco minutos para que se cumplan las dos horas, alguien lo hace notar con el sutil gesto de levantar la barbilla en dirección al reloj de pared; los demás lo notamos, yo porque también pensaba en hacer el mismo gesto. Las cartas fueron a dar a la mesa, las tazas que aún contenían unos sorbos de café quedaron sobre la mesa y en la superficie aparecían círculos concéntricos consecuencia del movimiento apresurado, pero preciso, de cada uno de nosotros levantándose para tomar las antorchas apagadas y caminar hacia la calle.

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