jueves, 7 de enero de 2021

Día VII: El sol y el silencio.

Una vez al mes, con algunas amigas, nos juntamos en lo que hemos denominado con cariño “Noche de Chicas”. La Noche de Chicas es una reunión nocturna, en donde cada una de nosotras se permite tiempo en que somos mujeres sin pareja a la cual acompañar, sin hijos a los cuales atender, sin trabajo pendiente que entregar, sin familia a la cual rendir cuentas, sin compromisos ni obligaciones; decidimos que necesitábamos una noche para nosotras, para conversar y reír lejos de casa. 

A media hora de la ciudad, ya estás dentro de un valle precioso. Un río que corre cristalino al costado del camino, un sol precioso que jamás se oculta, la brisa cálida que te acompaña –justo para disfrutar y no sentir frío– y convenientemente cerca de la ciudad, lo que nos permite ir durante la tarde, pasar la noche allá y volver temprano a la mañana siguiente. Esta vez nos juntamos más temprano que de costumbre, a las 15:00, después de almuerzo; se acercaba vertiginosa la semana de vacaciones de invierno y queríamos un momento a solas antes de comenzar a pensar en los paseos familiares y cómo entretener a los niños durante catorce días. Nos juntamos temprano porque queríamos pasar al río antes de llegar a destino. 

Puse algunas cosas en la mochila, objetos cotidianos más algunos otros que consideraba cuando íbamos al valle; mi traje de baño y un pareo, una toalla colorida; ropa delgada para pasar la tarde y alguna más gruesa para la madrugada; una botella de vino y algunos dulces; una cámara para sacar fotografías análogas; un libro que no podía dejar en casa.  

Si no fuera por mis amigas, no saldría de casa. Trabajo y vivo en el mismo lugar, cuido a mis hijas y acompaño a mi madre, me ocupo de un jardín minúsculo que me ha brindado una ocupación relajante, me encargo de que todo esté limpio y sea un lugar agradable para vivir; no es un mal lugar, pero a veces me agota. 

El viaje se me hizo corto, el tiempo vuela si conversas con alguien de confianza. Llegamos al río alrededor de las 15:50. Sacamos las mochilas del automóvil y bajamos al río, encontramos un lugar limpio y muy agradable. El brillo parpadeante que sale del agua me molesta, decido recostarme y cubrir un poco mi rostro con un sombrero de ala ancha; las demás están chapoteando en el agua. No siento sueño y tampoco me dormiría ahí. Pienso en lo tranquilo que está todo, si no fuera por las risas (y, a veces, carcajadas) de mis amigas, hubiera pensado que no existía otro tipo de vida en el lugar. Parpadeo y pienso en que debería estar escuchando algún zumbido o el trino de algún pájaro, nada. Silencio y risas, chapoteos. 

Bostezo y veo a mis amigas acercarse, se secan, cambian su ropa y comienzan a buscar los termos para servirse algo caliente; llevamos té, café, mate y aguas de hierbas. Me levanto y pienso en comer algún dulce, le pego un mordisco a un alfajor. Converso con ellas, me río también. Ya pasadas un par de horas, oímos maullidos e intentamos buscar a los animalitos; pensamos que quizás serían una camada que acabó abandonada por ahí. Las mujeres sentimos debilidad innata por todo ser vivo pequeño e indefenso, las mujeres estamos preparadas para hacernos cargo de un animalito abandonado o, incluso de una guagua ajena, hace falta que las circunstancias junten a un mujer con un bebé humano o animal. Encontramos a unos gatitos en medio de un montón de pasto que parecía un nido, decidimos llevarlos con nosotras porque no vimos a ningún gato adulto en los alrededores. Eran tres gatitos, nosotras cuatro amigas; una conducía y las otras teníamos un gatito en brazos. 

Llegando a la cabaña, acomodamos a los gatitos dentro de una canasta y los tapamos con una chaqueta. Lo demás fueron conversaciones y risas, como siempre. Bebimos el vino lentamente y la botella nos acompañó un par de horas. Ya era de madrugada y decidimos ir a dormir, una de nosotras se haría cargo de los gatitos. Los movimos un poco para asegurarnos de que estaban calentitos; maullaron un rato y después se durmieron. Verifiqué que la puerta estaba cerrada y también cada ventana, me acosté y la lámpara de mi velador fue la última en apagarse. 

Oí gritar a alguien desde la habitación contigua, un grito de sorpresa o susto; no lo supe en el momento porque estaba medio dormida. ¿Qué pasó? –dije en voz alta– ¿estás bien? Desde la otra habitación escuché un traqueteo y unos pasitos rápidos que se acercaban. Oye, un gato con corbatín está golpeando la puerta –me dijo Ana–, es verdad, no te rías; oí un golpeteo, como de uñas sobre una mesa, me acerqué a la ventana y vi al maldito gato golpeando la puerta, cuando grité el gato me miró y le vi el corbatín. No pude contener una carcajada que casi me dejó sin aire, las demás ya se habían levantado, habían escuchado la historia y también estaban a punto ponerse a reír. Nah ¿un gato golpeando a la puerta? ¿acá tan lejos, golpeando la puerta y con un corbatín? –pregunté intentando contener la risa–. Ana tenía la cara roja de rabia, ella era la amiga con la piel más propensa a colorearse, podías verle escrito “no te burles” en la frente; yo era la amiga escéptica, me costaba cree en algo sin verlo. Ayleen y Camila intentaban ahogar las últimas risitas que se les escapaban cuando un golpeteo se oyó claro. Hacía un momento Ana estaba roja de rabia y ahora tenía los ojos muy abiertos. Ayleen y Camila eran más bien miedosas, y quizás el instinto fue el que les dictó que tomaran a los gatitos, resguardándolos de cualquier cosa que podría pasar de madrugada. Les voy a demostrar que no hay nada que temer –les dije mientras me dirigía a la puerta con las llaves en la mano–. 

Al abrir la puerta, vimos al gato con corbatín, de pie. Nos habló en un tono muy calmado y amable, nos pidió que, por favor, le devolviéramos a sus cachorros.


III Mundial de Escritura - 2020

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