martes, 12 de enero de 2021

Día XII: Seduce a la presa.

La fragancia aquella vez era la misma que ahora, Paco Rabanne. Luigi la olió por primera vez en la casa de la zona universitaria en la que su mamá lavaba ropa dos veces por semana. El nombre se lo había puesto su madre, porque era la única familia que tenía; trabajaba tanto que apenas la veía un par de horas al día; además de lavar, realizaba muchas labores que le quitaban el tiempo que debió usar en su hijo; Luigi, en la adolescencia, comenzó a buscar lo que su corazón anhelaba de otras personas. 

En la calle, con amigos, a veces veían fotos de chicas con poca ropa; uno de ellos contaba con un teléfono y dinero, pagaba para que esa chica le enviara una foto sin sostén, esta otra le mostrara las nalgas y a esa otra se le viera la entrepierna rasurada. Era imposible hacer evidente el resquemor por el cuerpo desnudo que mis amigos miran con lascivia, en cambio, guardo silencio y decido que usaré el mismo medio para obtener algo que necesito, aquello por lo cual mi madre no está en casa.

La ventana era pequeña, estaba cayéndose a pedazos, las termitas se habían comido el marco de madera desde dentro y, en algunos agujeros, pequeñas bolitas cafés se escurrían hasta el suelo,  el color verde deslavado del marco le daba un aire de nostalgia, apenas dos bisagras sostenían las piezas móviles, cuatro vidrios sucios y pequeños a cada lado. Tenía el brazo colgando en el marco de la ventana y medio torso fuera, sudaba por el calor de la madrugada caribeña. Su rostro estaba a metros de la calle, se mantenía con la mirada baja y pensaba que podía vender la imagen de su cuerpo desnudo, pero no contaba con medios para hacerlo; no tenía a quién pedir ayuda, menos conseguir un cómplice. 

Escuchó un click que provenía desde algún lugar cercano, levantó la mirada y los ojos verde ópalo buscaron el origen del sonido o algún atisbo de presencia humana, pero no pudo distinguir más que sombras proyectadas o superpuestas en la calle, los irregulares adoquines perlados y la luz vacilante de las farolas dispuestas en algunas ventanas de casas vecinas. Mientras intentaba enfocar su atención en la búsqueda, pudo percibir una fragancia que le pareció familiar; cerró los ojos, concentrándose en retener ese olor en la nariz, y pudo identificarlo como Paco Rabanne. Un brillo tenue salió desde unas escalerillas cercanas, otro click –esta vez más nítido–. La fragancia era tan intensa ahora, que parecía impregnar todo el espacio que lo separaba de esa cámara fotográfica. 

Saltó a través de la ventana y quedó de pie sobre la calle, comenzó a caminar. Deseaba ver  a quien sostenía el lente, un intruso que capturaba su imagen mientras él mismo no podía hacerlo. Escuchó otro click. El brillo desapareció tras otros sonidos –un cierre, un broche y una correa–; de seguro, ese extraño, estaba guardando la cámara. Se quedó tieso un momento, inmóvil. Llenó los pulmones de aire, corrió y gritó al mismo tiempo; no alcanzó siquiera a ver el rostro del extraño. Lo jalaron del brazo desde la oscuridad y lo golpearon hasta aturdirlo.

Un click más y el último que oyó, provenía desde muy cerca, quizás justo encima de su cuerpo. Sintió que le tiraban algo cerca de las manos. Se incorporó y acomodó su ropa, entre el sudor y la sangre, fue difícil cubrirse. Lo que le habían tirado, se había quedado pegado al suelo a causa de la humedad, aquello por lo que su mamá estaba poco en casa.

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