Carta [Parte I-II]
*Intermedio*
El agua salada
arruinó mis manos, la piel se escama y se cae con los roces. Tengo la ropa
puesta, no siento el agua fría, sin embargo, sé que la falta de tacto es
consecuencia de un prolongado estado alcohólico. El agua me llega al pecho.
Recuerdo haber llorado mucho sólo hace algunos minutos. Las olas, pequeñas
ondas que hacen subir más y más el nivel del agua, no me siento en peligro;
nunca aprendí a nadar bien. Sigo llorando, pero en mi boca una sonrisa oculta
el absurdo recuerdo de un instante de locura. Aquella tarde el mar parecía
tragarlo todo, tocaba tierra con mis pies, estaba de pie, pero no alcanzaba a
ver la costa. Aquel instante no era causa de mi tristeza, quizás es un recuerdo
de nuestra ciudad, en donde comenzamos siendo unos chiquillos ilusos y
pendencieros. El recuerdo de un continente distinto, con el que casi no sueño,
estoy lejos. No merece recuerdos o instantes de sueños perdidos en la
nostalgia. El sonido del tren deteniéndose me alerta, no tengo ganas de
bajarme, afuera está nevando, otra vez.
*Fin
del intermedio*
Carta [Parte II-I]
*Tren*
Comenzamos
preparándonos, en mi mochila llevaba un poco de ropa, me encargaron defender
con la vida una máquina de escribir. Nunca pregunté qué llevaban, en el fondo
de mis tripas sabía que escondían mil mentiras, armas y odios. Me preparo un
café, antes de beberlo, uno de ellos acerca su mano al borde de la taza,
inclinando suavemente los dedos, murmura “para el viaje”; no puedo agradecerle,
ya se ha dado la vuelta para seguir cargando libros en su mochila. A medianoche
sale el tren, el único que finaliza su recorrido en el destino que eligieron
ambos en mi larga ausencia. Pensé que la determinación en su decisión se debía
a la seguridad de poseer algo, cualquier cosa; mientras guardaban pequeños
objetos, libros rotos y papeles arrugados, supe que no tenían más que el dinero
del pasaje de ida, empuñé mis manos rabiosa, casi golpeo una puerta, se detuvo
mi brazo a medio camino, otra vez se interponía un muchacho en la acción del
desahogo. El dinero permitía tres pasajes comunes, con derecho a literas y
comida. Bajaríamos en algunas estaciones y conversaríamos sobre ese año que los
tres perdimos intentando alejarnos de nuestra ciudad, además de los meses que estuvimos
separados por un país entero.
Apenas me dejaron
en la cama, el día que llegué aquí y mientras dormía, ellos me quitaron lo que
ocultaba entre mis ropas; no le di importancia en el momento, fue un error.
Confiada e inocente, así me dejaron, esperando su regreso o noticias, esperando
una mano cálida que pudiera sostener mis dedos fríos, deseando un abrazo y un
lugar en donde dormir segura.
Me levanté
sobresaltada, golpeada por recuerdos salados, son jodidos reencuentros con un
país que dejé hace tanto, que abandonamos intentando hallar nuestros propios
caminos, así escogí la nieve, seguí hundiendo mis pies en el frío, siguieron
cayendo mis lágrimas en lagos congelados ¿qué podía hacer? huí sola, me
encontraron, me dejaron, me quitaron todo lo que amaba. Moví mis pies mientras
me quitaba los recuerdos de la mente, al dormir con frecuencia se adormecen. Me
levanté y até mi pelo en una coleta, ajusté mi bufanda, pensé que aquel
despertar había sido agradable, a pesar de la hostilidad del sueño. Abrí la puerta,
estaba sola, salí al pasillo y le vi, con su espalda apoyada en la pared
interior del vagón, iracundo. ¿Qué es esa mierda que tenías en los bolsillos?
–me miraba, desafiaba mi debilitado cuerpo con el suyo, con su inmenso abrigo,
su boina negra y sus ojos fulminando. No me preguntes, lo sabes, siempre lo
sabes todo, lo dije titubeando, no recordaba haber tirado mis cosas, no
recordaba nada con claridad, sentí que me derrumbaría, debía salir del pasillo,
debía refrescarme, oh, mis piernas temblando, mi mano temblando, cada poro
excretando ansiedad. Decidí abrirme paso pegándole un codazo, uno que apenas lo
sacó de mi camino, me miró, creo que vi mis pupilas dilatadas reflejarse en sus
ojos negros. No estás bien y te trajimos, de todos
modos estás aquí, ya podrías ir dejando de lado tu vida anterior ¿qué has
hecho? ¿por qué te largaste si finalmente no harías nada?... no le dejé
terminar, mi cuerpo se arqueó hacia el frente, caminé rápido escapando de él,
huyendo como siempre. Al mirarme en el espejo, vi un rostro que hace mucho no
veía, desde hacía un año que no observaba mi figura reflejada. Las pupilas muy
dilatadas en un breve fondo verde, un blanco enrojecido sucio rodeando todo.
Ojeras, arrugas, los pómulos huesudos, las mejillas delgadas, cada grieta en mi
rostro era un profundo surco gris, tenía pequeñas heridas que no había notado,
mi piel es amarilla como un papel estropeado por el tiempo y no me importa,
noto la mueca de indiferencia en el espejo antes de pensar en expresarla. Me
siento a orinar, me levanto y voy al vagón, me esperan. Puedo fumar dentro, no
tengo cigarrillos. Les observo a ambos, uno me mira con una graciosa mueca de
rabia mezclada con preocupación, a los minutos sale golpeando la puerta. El
otro me mira con curiosidad, me ofrece un cigarrillo, mientras lo enciendo y
doy las primeras caladas, desliza una cajita negra entre mis ropas, dentro se
producen sonidos de objetos que conozco bien, le agradezco y boto el humo cerca
de su rostro, acariciando su mejilla con mi aliento. Desde que les conozco
tienen la piel cálida, las manos y el rostro, sus cuerpos huelen a sudor y
tabaco, alcohol; ninguno tiene marcas como las mías. No tienes que esconder
nada, supongo que estuviste sola mucho tiempo y que aún sientes dolor –le
escuché susurrar muy cerca de mi cara, mientras terminaba mi cigarrillo–. Estoy
sonriendo, me siento tranquila. Lo miré por mucho tiempo, intenté recordar cómo
se veía antes, mucho antes de marcharme del continente.
Cuando decidí
marcharme, preparé todo y concerté un cita con cada uno, por separado. Por la
mañana, en el parque, conversé relajada con el de ojos negros, mirando al cielo
nublado de nuestra ciudad. En aquellos tiempos, ambos fumábamos demasiado,
compartimos veintitrés cigarrillos negros o más, no recuerdo bien. Luego de
unas horas le expliqué que debía ir a casa, me dejó ir sin reclamos, entrelazó
sus dedos con mi cabello y, al sacarlos, tiró de ellos. No evité una mueca, a
él pareció agradarle porque sonreía. Por la tarde, me vi en medio de la ciudad
con el de ojos miel, fumé poco, conversamos, estaba cansada, miraba al cielo y
mis ojos lagrimeaban. Él deslizó unas cuantas páginas escritas a lápiz en el
bolsillo de mi chaqueta, las descubrí por la madrugada, un par de horas antes
de irme. Olvidé la mayor parte del trayecto, eso fue hace mucho, pasé de un
continente a otro en avión, luego en tren hasta mi destino. Apenas llegué envié
postales a la ciudad que había dejado atrás, una para cada uno. Conseguí un
trabajo y perfeccioné mi manejo del idioma, conseguí un pequeño piso en el
centro y desde allí pude ver por primera vez en mi vida la aurora boreal. Seguí
enviando postales sin esperar respuesta, sabía que no se esforzarían en
responder, aprendí a vivir en la certeza de que estaba sola. Alrededor del sexto
mes de estadía, un atropello me impidió seguir enviando postales, olvidé
también muchas cosas. Tuve que esperar en una cama por meses, hasta que
recuperé por completo el movimiento de cada uno de mis dedos. Una mañana,
mientras me preparaba para volver al trabajo, un golpeteo familiar llamó mi
atención, me acerqué a la puerta con miedo, al abrir vi a ambos abalanzarse
sobre mí. No volví al trabajo, ellos tenían planes, tenían dudas también y me
interrogaron hasta que me desvanecí sobre la mesa de la sala. Por aquel tiempo
ya lo tenía por costumbre, debía hacerlo por el dolor, por el atropello, nunca
lo dejé del todo. Una semana después tenían mis cosas guardadas y me
arrastraban hacia un destino que no quisieron compartir conmigo, a ciegas,
decidí seguir aguantando sus empujones hacia lo desconocido. Me llevaron a
rastras al tren, me subieron y sentaron, yo miraba por las ventanas intentando
ver la aurora. Fui al baño, regresé y dormí todo el camino. Bajamos y caminamos
hasta un parque que parecía hecho de hielo, el de ojos negros rompió todos los
brillantes objetos que me permitían seguir en pie, inmune a todo, medio
despierta y medio anestesiada. Caminaron a través del parque y no pude
seguirlos, me quedé con una mochila, ellos con todo el resto. Regresé a Helsinki
a dormir en las calles, ellos se habían llevado todo, no sabía qué hacer por
aquel entonces.
Carta [Parte II-II]
*Rumbo a otro lugar*
El esperado final
de todo un año angustiante lo alcanzamos sobre el tren, mientras a lo lejos
podíamos ver el cálido resplandor de flores que estallaban en el cielo, tan
alto, que podían ser estrellas dispersándose por el espacio, llegando a la
tierra y decidiendo quedarse. No podía sonreír, no podía mi rostro hacer más
gestos que los de absorber cigarrillos; ya me había acostumbrado nuevamente a
mi rostro, todo el día estaba viéndolo en el reflejo del vidrio del vagón. Se
acabó el año, ha sido otro de pestes y revoluciones, giros en un sinsentido
degradante. Deseé morir, mirando estrellas inmensas o mejor, la aurora, la
razón por la que había escogido aquel lugar como mi destino.
En nuestra ciudad, me miraba embelezado, nunca supe qué
miraba, no eran mis ojos, siempre me esquivaba las miradas directas y
malintencionadas que le dedicaba, como sabiendo y pidiéndome que no le hiciera
daño, que no intentara descubrir lo que miraba, lo que quería con sus ojos
hambrientos, jamás intentó tampoco tocarme, besarme, abrazarme; sentía que él
juntaba sus hombros al frente porque intentaba protegerse de mí, se acercaba
siempre sumiso, dócil, permitiendo que le tocara, pero jamás pude verle a los
ojos directamente. Quizás sentía vergüenza o admiración ¡demonios! ¿admiración?
era estúpida y sigo así. Intento recordar más cosas, más encuentros, más
conversaciones; es inútil.
Decido mirarlo,
desvío mi atención desde el exterior a un cuerpo acurrucado sobre sí mismo,
como un gato con chaqueta de pelos negros, entre ellos aparecen cabellos
largos, más negros, grasientos, puedo adivinar el gesto tranquilo de su rostro
dormido, intento acercar mi mano y tocarle, apartar todo ese pelo sucio de su
afilada cara de gato; mucho antes de lograrlo, el otro me toma de la muñeca,
tan fuerte que podría quebrarla si lo deseara, tirando de ella, haciendo que
caiga de mi asiento torciendo mi espalda para desviar el dolor. Parece no
enterarse que peso mucho menos desde que me dejaron, cualquier uso de fuerza
bruta podría despedazarme y le costaría mucho a mi cuerpo recuperarse, no
podría continuar nuestro viaje… muerdo el interior de mis labios, con rabia;
nada de lo que haga le interesa. Al intentar levantarme, puedo ver una sonrisa
macabra en sus labios, le agrada que siempre esté en el suelo, bajo él, siendo
alfombra de sus oportunidades. Me levanto de una vez, un leve mareo me empuja a
un costado, siento el vidrio del vagón muy frío, mi chaqueta se ha deslizado
del hombro izquierdo, sigo enferma, me dejo caer hasta el asiento, con
esfuerzos cubro nuevamente mi hombro con la chaqueta, la cierro con dificultad,
uno mis manos para mantenerlas calientes, al rato todo mi cuerpo se desmorona
sobre el asiento restante. Escucho un leve bufido, como el que emiten los gatos
en celo, veo al que estaba durmiendo muy pequeño, saltando sobre el otro,
arañándole la cara, ambos enojados comienzan a discutir, escucho gritos de un
lado y maullidos desde el otro, podría acordarme de más si quisiera, ya no
quiero seguir de este lado del vidrio.
*Intermedio*
Invierno del 87´
No
sé qué estarás haciendo ahora, no me interesa tampoco saber. Desde que me fui
ni en las noticias escucho sobre nuestro país, menos sobre nuestra ciudad. Aquí
todo son espacios tremendos ocupados por construcciones inmensas, las calles,
las luces, todo parece hecho por gigantes, por una raza de extraños que quiso
dejar algo para los que vinieran luego.
No
dejo de mirar la aurora, mi querida aurora, es sólo mía mientras la veo,
alejada de todo ese desastre en que se transformó nuestra ciudad. No espero
verte, no quiero volver a verte…
te
escribiré de todos modos.
***
Invierno del 87´
Extraño
cada pequeño gesto tuyo, el mensaje que colaste entre mis ropas me hizo llorar,
no tenías que escribir lo que sentías.
Me
niego a regresar, no quiero volver al mar. Tengo miedo de lo que allí sucede,
aquí todo es cálido –a pesar del frío–, la aurora es preciosa, más que en las
fotografías, más que las descripciones de turistas. Sigo pensando en no
regresar, no quiero que vengas, no lo intentes, no se parece en nada a lo que
habíamos escuchado. Seguro era mejor idea irse de cazavías, en América. Espero
que decidas quedarte y acabar de vivir en nuestra ciudad.
*Fin del intermedio*
Creo que un par de estaciones se han detenido frente a
nuestro tren, un centenar de personas han bajado y subido, siguiendo deseos
mucho más fuertes de los que me mantienen dentro, con este par de animales
negros; tengo el consuelo de que uno de ellos respeta mi más íntimo deseo,
aunque no espero que el otro le deje en paz.
En la décima estación anuncian un cambio de vagones no
planificado, se tardará por lo menos cuarenta y cinco minutos. Me he movido
sólo para ir al baño, apenas alcanzo a llegar, cierro la puerta y mis piernas
se doblan por el esfuerzo, tengo que quedarme un buen rato recuperando la
posición vertical. Al regresar no me espera nadie, supongo que han bajado un
momento a caminar por la estación. Creo ver en mi último pestañeo que discuten
afuera, cerca de la ventana que aguanta mi cabeza, no alcanzan las ideas a
explicarme el comportamiento de ambos, parecen muy enojados, discuten, a pesar
del frío están sudando de ira, se lanzan manotazos y el de ojos claros cae de
espaldas a la nieve; un denso humo blanco avisa que el tren parte, comienzo a
olvidar todo lo visto, ya estoy durmiendo.
«No sé cuánto
entiendes de todo, parece que eres una parte pequeña y distorsionada de la
persona fuerte que decidió irse de nuestra ciudad, no alcanzo a ver mucho de
ti, tus pequeñas manos se asoman para encender cigarrillos, tu rostro parece
iluminarse unos segundos con la profunda calada, de inmediato se apaga en una
tos que mueve mi corazón en compleja lástima. No pretendo contar todo lo que
hemos pasado para llegar aquí, pero el otro tiene cientos de razones, distintas
del viaje, para sentir su cuerpo arder en ira, por ti, por mí, por todo esto.
Te lo diré y quiero que te prepares: se irá luego, no quiere quedarse contigo,
ya no eres la persona que se fue, cree que tú mataste a esa persona que
queríamos en nuestra ciudad. No comprendo tampoco por que te comportas así
ahora. Nunca quise abrazarte, besarte o tocarte porque sé lo que eres y creí
que te alejarías si llegaba a “descubrirte”, lo supe desde el principio y
siempre amé lo que eras, incluso ahora, siendo una sombra delgada de lo que
eras en nuestra ciudad.»
Carta [Parte II-III]
*La aurora boreal*
No puedo pronunciar el nombre de la estación, siento
tanta angustia. Mientras me hablaba no pude decir nada, no podía mover la boca,
acercarme, abrazarlo, hacer algo. Pasa un día completo, no se detiene el tren
para nada, va con retrasos. La noche se cae en finos y pequeños discos transparentes,
no veo la aurora, me pregunto si ha seguido al tren para verme, no recibo
respuestas, creo que se ha olvidado de mí, no me despedí de ella.
¡Adelante! –le
digo– adelante, si quieres hacer algo conmigo, hazlo ahora, hiéreme, quiébrame,
mátame. No podía precisar de dónde venía el odio, no lo recordaba, me dejaba
flotando en la incertidumbre ese sorpresivo ataque, aprovechando la ausencia
del de ojos claros.
Regreso
de inmediato, necesito un minuto de soledad.
En el momento no
intenté recordar los hechos previos, sabía que no podría traerlos al presente,
intenté levantarme, intenté enganchar mi brazo a un pasamanos.
Regreso
de inmediato, necesito pensar un poco a solas, para ayudarte, para que salgamos
de esto.
Como un sorpresivo
estallido en el cielo, recuerdo algo, lo ordeno en mi cabeza, enfoco todos mis
esfuerzos en recordar cada pequeño detalle. Me había llevado a rastras hasta el
baño y me había quitado parte de las ropas, como no queriendo comprobar lo que
ya sabía, como queriendo verlo para respaldar su decisión.
«¿Cómo has podido? ¿cómo es que me has engañado todo este
tiempo? me obligaste a seguirte, me dijiste que no querías verme, que no
esperabas nada de mí, pero seguías enviándome postales, fotos, mensajes y luego
el silencio ¡un año de silencio! Par de imbéciles, escapando, huyendo a otro
lugar, a cualquier lugar, en nuestra ciudad estábamos bien, podíamos vivir ahí,
yo podía vivir ahí muy bien, todo era pequeño, tenía amigos, familia, un lugar
pequeño que podía cubrir con lo que hacía, aquí soy nada, moriré siendo nada en
medio del hielo, viendo esa absurda luz en el cielo que amas tanto.»
Salió del baño, vi su espalda cargando una mochila, con
una gruesa manta enrollada y una taza colgando de un lado. Caminó hasta la
división de los vagones, abrió la puerta a punta de patadas, el viento entró
con miles de hojuelas de nieve arremolinándose, pegándose a los vidrios,
escarchando mi abrigo abierto. Madrugada, nada se veía fuera. Le miré por
última vez esperando que regresara conmigo a la habitación. Tomó algo de
impulso en el breve espacio que separaba los vagones, sin mirarme gritó
“¿Puedes escuchar el trueno? ¿puedes escucharlo? ¡yo soy el trueno!” sólo un
par de pasos lo separaban de las siniestras manos de la oscuridad, mientras
saltaba desaparecía, se fundía con el exterior.
Apoyada en el
vidrio avancé caminando apenas hasta el punto de salto, estuve a un segundo de
lanzarme detrás; me tomaron del brazo, tirando de mí con tanta fuerza que fui a
caer sentada, entre sus piernas abiertas. Con el pie derecho pateó la puerta
hasta cerrarla, la nieve que había entrado estaba derritiéndose, sentía mojado
el cuerpo, toda empapada la ropa. Me apretó contra su pecho caliente. «No lo
sigas, te va a matar.»
Esto es todo, tengo que
desnudarte y cambiar tu ropa, prometo no mirar demasiado.
[Continuará]
Publicado en Revista Escarnio Nº50 - Especial Trenes
No hay comentarios:
Publicar un comentario