martes, 14 de julio de 2020

La Madonna

En el espejo alcanzaba a ver su rostro, un cuello breve, hombros rectos y anchos, pezones oscuros. Los brazos a los costados de su cuerpo, con las manos juntas –una sobre la otra– acunando desde la pelvis el vientre. La piel se había rasgado, los surcos sobre el abdomen le producían curiosidad, parecía que su hijo escribía su historia en esa piel, con esas marcas, en la única forma que podía. Con la punta de los dedos recorrió cada marca, pasando al punto más alto de su vientre, recorriendo de modo suave cada lunar, sosteniendo un momento sus pezones, sonriendo en respuesta al cosquilleo. Levantó el codo sobre su cabeza, manteniendo los dedos de ambas manos entrelazados a la altura de su rostro. Recordó que su cabello estaba sobre su espalda, lo tomó con cuidado y lo puso sobre su hombro derecho, consiguiendo cubrir parte de su brazo, también su vientre recibió una caricia del cabello, volvió a sonreír. Cada mañana al espejo, amaba mirarse, adoraba el cambio que su hijo provocaba en ella. En simultáneo, en su memoria y el espejo, la imagen de su cuerpo perfecto. Acompañado de un parpadeo lento, acomodó su pelo sobre la espalda y cubrió su torso con una blusa holgada, ajustando su pantalón a la cadera, justo debajo del vientre.

Con la imagen fresca de su rostro en la memoria, salió del baño para continuar con sus labores habituales y tras algunos pasos aletargados no pudo evitar detenerse a observar la habitación que aguardaba por el niño. Desde la puerta, aún sin poner un pie dentro, muy cerca de la ventana podía ver una mesa acompañada de un banquillo, ambos pintados de blanco y decorados con sutiles flores, hojas y zarcillos, inflorescencias espirales y tallos de encaje; ahí acostumbraba pasar algunas horas al día. Sobre la mesa un objeto pequeño, un espejo que permitía reflejar sólo su rostro, pero si aventuraba la vista y acomodaba el espejo sobre el nivel de los hombros, aparecía sin esfuerzo la imagen adorable de un móvil con figuras de animales: gatos rechonchos e inofensivos, cada uno sonriente y orgulloso de ocupar un lugar privilegiado sobre la cuna. Algunos cajones contenían ropa, la mayoría de colores pastel y escarpines tejidos al lado de unos guantecitos de tela. Una pila de coloridos pañales estampados con animalillos bailarines. Algodón y colonia de bebé. Mamaderas en sus cajas y un extractor de leche –regalo que no le pareció apropiado, pero que decidió conservar–. Un bolso bordado que compartía su diseño con una colcha: cigüeñas llevando saquitos celestes, nuevos bebés que esperaban ser entregados. Apenas su hijo naciera, la mesa se convertiría en un altar de recuerdos, un lugar que destacaría en la habitación por una cajita que contendría objetos pequeños de gran importancia. Los recuerdos bajo la luz del sol –para que se vea luminoso el pasado– y siempre visibles –para recordar todos los días del resto de la vida–. Las semanas pasaron y la habitación se llenaba de más y más objetos color celeste, más pañales y peluches, adorables imágenes de felinos, figuras blancas y amarillas que hacían del lugar un sitio más acogedor para el niño que nacería pronto.

Su hijo, el adorado niño, había permanecido inmóvil por un par de días. Las enfermeras y matronas suelen recordar a las madres que vigilen los movimientos del hijo por nacer, un indicador de salud son las patadas que pueden notarse incluso a través de la piel. Ella se resistió a la consulta hasta pasada una semana, ella no quería reconocer que su hijo no estaba sano, ella se negaba a escuchar que su hijo no estaba bien.

A dos meses de la fecha esperada, comenzaron los dolores. El malestar emergió de madrugada, despertó con miedo, le tomó horas volver a dormir. Por la mañana tuvo que esperar algunos minutos sentada en la cama, le costó esfuerzo ponerse de pie y caminar hasta el baño. Durante la tarde, cuando los dolores se convirtieron en insoportables, pidió ayuda a un amigo por medio de una breve llamada telefónica. En menos de una hora, ambos esperaban en medio de un pasillo de luz caprichosa, sentados y esperando un diagnóstico. Su amigo tomaba su mano, su amigo tocaba sus dedos, su amigo pestañeaba nervioso. No alcanzaron a decirle mucho: la sentaron, acostaron, durmieron y sacaron a su hijo por la fuerza. El crío inmóvil salió a través de una incisión que tardaría semanas en curar. Ninguno pudo ver la cara del niño. Cuando le entregaron el cuerpo fue en una caja cerrada y seguía en la caja cerrada cuando se lo llevaron. Nadie la miró a los ojos, nadie pudo explicarle a la cara lo que había sucedido.     

Las llamadas eran frecuentes al principio, en especial los primeros días. “¿Cómo estás?” “¿estás bien?” “¿estás?”, preguntas que se diluían en conversaciones que no tenían sentido para ella, hasta que aparecían los conceptos “salud y recuperación”, además del ineludible “duelo y pérdida”. Cuando las personas del otro lado del teléfono mencionaban el tema, ella sostenía el silencio y alejaba un poco el celular de su rostro mientras cubría su boca; terminaba la llamada y se tendía algunos minutos a contener el llanto.

Su preocupación diaria era evitar todo objeto celeste, verde o blanco en la casa. En dos meses no había podido sentarse en su banquillo, frente a su mesa, mirar su rostro en su espejo, ver pasar la tarde a través de la ventana. Sentía terror al mirar la ropita que jamás sería usada, no era capaz tampoco de guardar los objetos que adornaban la habitación. La tristeza se decantaba en rutina, quedarse en silencio y llorar, recibir llamados por obligación. Ver caer la noche que oscurecía la habitación de su hijo no nacido, sumiendo en sombras las prendas y permitiéndole estar algunos minutos de pie delante de la puerta, mientras las sombras ocultaban objeto tras objeto hasta que nada podía distinguirse dentro de la habitación.

Ella resistió en casa, sola, todo lo que pudo: evitó las visitas y las reuniones con las amigas. Los llamados se transformaron en mensajes de whatsapp y, luego, en simpáticos memes de gatitos bailarines. La frialdad y el olvido del entorno hizo más fácil rechazar las visitas y tomar más tiempo para superar la pérdida. 

Intentando comprender el dolor, la abuela del niño permitió que su hija estuviera un tiempo a solas. Sabía que con el pasar de las semanas ella se recuperaría. Apenas se cumplieron dos meses, llamó; se sentía impregnada de ansiedad y esperaba tener una excusa para hacer una visita, pero la oportunidad jamás se presentó. Le parecía necesario ver a su hija, pero no deseaba que la reunión se transformara en dolor; tampoco soportaría por mucho tiempo verla deshacerse en tristeza. Sensaciones extrañas se mezclaban en su vientre, no podía apelar a la experiencia, ella jamás vivió algo parecido. Tampoco podía decir que aquello se olvidaría; al parecer, seguía la misma lógica del nacimiento de un hijo: un hecho que jamás deja la memoria. La pérdida, una palabra que no se debe mencionar. El silencio. Poner en palabras lo que deseaba que su hija comprendiera: esto pasó, esto no tiene que volver a pasar.

Con la inminente visita de su madre y su casa llena de objetos que jamás se usarían, a pesar de no sentirse preparada ni contar con el valor para hacerlo, decidió empacar en una caja todo aquello que le recordara a su hijo. Lloró un par de horas, pero finalmente sintió un poco de alivio. Dejó la caja en un rincón, aseó y ordenó todo cuanto pudo. Decidió dormir para atenuar el cansancio que sentía en el cuerpo y pasadas algunas horas su madre ya tocaba a la puerta. La visita fue corta, un par de días bastaron para demostrar que todo estaba superado. La cuna –que planeaba desarmar–, el móvil de gatitos –del cual le apenaba deshacerse– y el extractor de leche –que le seguía pareciendo absurdo–, eran la única evidencia que quedaba en la casa. La abuela se fue contenta, feliz de que su hija se mostrara fuerte ante todo. La dejó de pie bajo el dintel de la puerta, con un beso en la frente y la sensación de que había hecho más que suficiente. Apenas se fue su madre, ella caminó hasta la habitación y se preparó para dormir. Se sentía agotada, durante la visita debió exagerar cada gesto, sintió que tenía la obligación de ocultar la languidez de cada movimiento. Mientras se dormía, recordó la caja con las cosas de su hijo que permanecían debajo de la cama. 

Decidió que de nada serviría conservar la caja, ya no eran necesarias las cosas que contenía. Se levantó, se duchó y vistió, prendas sencillas y cómodas. Tomó la caja y se despidió de todo con un beso sobre una de las solapas. Cargó la caja durante algunas cuadras –hasta un centro de salud cercano– y en tanto vio a una pareja joven salir con un bebé en brazos, los detuvo, conversó con ellos y la caja pasó a ser parte de otro niño. Su cuerpo se sintió más liviano en tanto dejó de mirar a la pareja. No pudo ver al bebé. Entendía la desconfianza que produce que una persona desconocida te regale, sin dar explicaciones, una caja llena de ropa, pañales, escarpines, peluches y objetos que jamás fueron usados. Volvió a casa con el cuerpo abatido y la mirada baja, siempre mirando al suelo; apenas llegó a su cama, se acostó.

No sabía si había pasado el día o sólo un par de horas. Las dudas se disiparon cuando confirmó que los golpes insistentes en la puerta no eran parte de su imaginación; la luz del sol ya se atenuaba y había alguien de pie en su antejardín. Se aseguró de que quien golpeaba esperara un momento, abriendo la cortina más cercana a la puerta de entrada, haciendo un gesto con la mano, alzándola y acercando los dedos índice y pulgar, recogiendo los demás dedos sobre la palma de su mano. Se tomó un momento para ir al baño y recogió su pelo con una liga, el pelo seguía cayéndole sobre la espalda, enmarañado y grasiento. Se calzó las zapatillas y decidió, también, ponerse una bata verde encima. Al llegar a la puerta le costó encontrar un motivo para abrirla; no esperaba a nadie y tampoco sentía ganas de hablar. Escuchó golpes mucho más fuertes en la puerta y, deseando detener el ruido, decidió abrir. 

Un joven sostenía una caja, la misma caja que ella había regalado a la joven pareja, el mismo joven padre que la cargó con ambos brazos. Desde el interior de la caja se escuchaba un gemido áspero y apenas audible. Sin mediar palabras y en un impulso que la sorprendió, abrió la caja y descubrió un pequeño bulto peludo que poco se movía. Demasiado pequeño para maullar con propiedad, con las patitas tan débiles que apenas rascaba la caja buscando una teta para mamar, tenía los ojos cerrados y la nariz lo guiaba mientras el cuerpo le entorpecía la búsqueda de calor. El joven le explicó que no podía vivir con la responsabilidad de un bebé recién nacido y un gatito en el mismo estado, y habían decidido ambos padres deshacerse del bebé que no habían parido. La reacción inmediata fue de afecto, sacó al gatito de la caja y lo besó. El joven se retiró lentamente de su antejardín. Ella se quedó algunos minutos acomodando al gatito entre los pliegues de su bata, el piyama y la piel de su pecho. 

Después de mucho tiempo pudo sentarse en su banquillo, delante de su mesa, y observar su rostro en el espejo. Sacaba leche de sus tetas con el aparato que le seguía pareciendo absurdo, mientras el gatito dormía en la cuna de su hijo, siendo custodiado desde el techo por otros felinos rechonchos, sonrientes, inofensivos y orgullosos.

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