Hyeronimus (como constaba en su acta de nacimiento) tenía
la garganta resentida por ir a fumar mota mientras su gato –macho e
irónicamente llamado Helena– se moría de hambre. Helena, el gato que se había
encontrado vagando en un lugar seco de flores mustias, un lugar de detalles
insólitos, insectos comiéndose la pata herida de un cachorro de pocas semanas
de vida, el gato ni maullaba, era una bola de huesos puntiagudos, parásitos
carcomiendo sobre la piel y bajo ella. Helena, el gato con bolas, quería comer.
Mucho antes de siquiera pensar en vestir su uniforme de trabajo, él
dedicó su tiempo libre a avanzar en la lectura de una novela fascinante, el
mismo libro que descansaba en su repisa, uno de los pocos que le habían
acompañado hasta su nueva vida en solitario. Leer, pasar la página y conectarse
con su sueño (como todo joven listillo y curioso) de convertirse en escritor.
Con aquella novela entre sus manos quería desentrañar los misterios que un
hombre mayor –de gran frente– le había insinuado mientras cavilaba en peroratas
alcohólicas. La primera parte del libro no le aclaró mucho y se sintió
decepcionado, cerró el
libro un poco confundido.
Salir de su pequeña habitación, encontrar a una desconocida dedicada a
pintar la protección exterior de su ventana principal, el comienzo de lo que
sería un día agotador. Teniendo poco más de media hora para llegar a su trabajo
se montó en su bicicleta y partió ciudad abajo sintiendo el cabello alborotado
y el cosquilleo del sudor en la sien. No a mucho pedalear recordó que el plato
del gato seguía vacío. No importa, pensó. Helena estará bien, pensó.
Al caer la tarde, cuando el cansancio le hacía perder el equilibrio, los
olores saturaban su sensible olfato y un gusanillo de corriente eléctrica le
recorría la espina dorsal haciendo que se adormeciera, el trabajo ya estaba
hecho; mientras se quitaba la ropa buscaba nervioso con la vista al chico
Casanova y a Gustav, ellos sí sabrían en qué terminaría la noche, él no
necesitaba pensarlo. Gustav iba enfermo por un muchachito menor que él, y no le
culpo, tenía muy buen gusto en todo orden de cosas. Casanova –a quien jamás se
le escuchó pronunciar su propio nombre– tenía un gracioso gesto en el rostro,
risueño como su fuese un animal despreocupado, alegre y olvidadizo, de
alucinaciones simples y reflejos rápidos. Gustav gozaba de su edad, Casanova de
su simplicidad, Hyeronimus aún pensaba en la razón de despertar a diario.
Tomando una de las bicicletas, Casanova fue a comprar “algo”, le esperamos
sentados fumando, regresó luego con nada la primera vez, la segunda extendió
sobre mi mano dos pequeños sobres de papel blanco cuidadosamente empaquetados
que guardé en mi bolsillo derecho. Había que buscar un lugar en donde liar
cigarrillos. En la plaza había un par de colchones tirados, ignoro la condición
de tales lastres, pero a lo lejos parecían cómodos, no me atreví a mirar de
cerca. Casanova me dio dos papelillos decorados con cerezas maduras, un
olorcillo dulzón activó mi saliva allí donde moría por beber agua. Gustav
recibía de cuando en cuando llamadas de su muchachito deseado. Yo, nervioso,
liaba un cigarrillo delgado y poco fiable, con filtro de papel enrollado.
Aspirar, insinuación de hojas ácidas escociendo la garganta rosada, tos de
Gustav irritado y congestionado, Casanova
al borde del colapso respiratorio. Risas estúpidas, intuición
distorsionada. Percepción deshecha, reordenada, refugio innato de tus confusos
incidentes sexuales. Automóviles pequeños, diminutos juguetes que Casanova
tomaba entre sus dedos mientras recorrían raudos la avenida de doble sentido que nos separaba de
los transeúntes temerosos. Lejos, una calle curva, pequeñas personas saliendo
de un túnel serpenteante, minúsculos y luego de un tamaño normal, cruzando las
calles que no alcanzábamos a ver. Gustav relatando sus alucinaciones, que no
recuerdo, excepto la de unas sombras que al acercarse cambiaban de tamaño, en
sus palabras: la sombra pequeña se hacía grande y la grande se hacía pequeña
¿en dónde Gustav viste sombras si nadie pasaba caminando en aquel momento? Me
monté en mi bicicleta y practiqué un momento, supuse que tendría cierta
dificultad con el equilibrio, pero nada pasó, de hecho era agradable sentir que
tus pies eran ruedas enormes que sorteaban la arenisca mojada y las
piedrecillas que hubiesen dañado mis pies. Casanova y Gustav me miraban
embelesados por algo que no alcancé a distinguir. Cuando me senté Gustav se
preparaba para marcharse, su muchacho le esperaba, él montó su propia bicicleta
y, luego de dar un par de vueltas de práctica, enfiló hacia la calle vacía y
pedaleó lo más rápido que le permitían sus funciones motoras adormecidas. Casanova
me acompañó –o yo le acompañé– hasta un concurrido lugar de vehículos de
transporte y se despidió rápido, como era común en él. Yo, montado sobre mi
bicicleta le grité un ¡cuídate! y desperté mientras pedaleaba a las afueras de
un pub –también irónicamente llamado Helena–, las muchachas me miraban, quizás
pensaron que iba a ojos cerrados, como hacía unas horas Gustav y Casanova me
habían comentado. A Hyeronimus no parecía importarle que su casa estuviese
lejos, siempre iba con su bicicleta, rápido como le permitían sus pedaleos
aviesos, sin frenos y por las calles más transitadas, a contrasentido, en las
avenidas simplemente se acomodaba sobre su bicicleta y parecía volar sobre el
asfalto, sorteando a las parejas –que odiaba–, a los perros –que amaba–, a las
viejecitas –por quienes profesaba una devoción casi enfermiza. En particular,
aquella noche, Hyeronimus se descubrió atravesando una ciudad distinta, con
edificios nuevos, fachadas hermosas que interrumpían el cielo, calles con
árboles que jamás había visto, farolas antiguas, decoraciones nuevas e
inquietantes, él sintió felicidad: sus anhelos de viajes, su sueño se hacía
realidad en su mente aturdida, sobre su bicicleta, en la ciudad que ahora le
parecía ilimitada, oscura; la ciudad del extranjero. Los cauces de los ríos
estáticos, la luna atrapada bajo el agua con su particular brillo extendiéndose
en ramas infinitas, islas de musgos negros, al viento bandadas de pequeñas aves
migratorias, visiones de un ojo olvidando su color. Hyeronimus pedaleando, el
olvido sobre sus hombros, pedaleos, equilibrio maltrecho, olvido, olvido.
Al cumplir tres días desaparecido las personas comienzan a extrañar a
Hyeronimus, la mujer curiosa abre la puerta roja que esconde el mundo retorcido
de su inquilino, el gato hambriento corre a través del portal iluminado para
atrapar con su hocico la libertad, el sol le iluminaba los ojos púrpura por
primera vez en tres días, corrió hasta la calle y se perdió siguiendo una
golondrina que volaba a ras de suelo.
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