domingo, 1 de mayo de 2011

Sempiterno blanco

Las muchachas de blancos vestidos en manos de sus amorosos padres entrando al templo, caminando en dirección al altar. Las cúpulas sagradas sobre sus cabezas inocentes, sobre sus suaves cabezas de cordero. Vestidos blancos impecables, rodillas limpias, dedos preciosos tocando levemente los bordes de sus vestidos ¡blancos! ¡blancos!, el resplandor de la pureza en cada hilo de sus vestidos, en cada hebra negra de sus largos cabellos. Libres del mal del mundo ¡libres de los pecados del hombre!. 
 
   –Hemos traído a nuestras hijas a esta iglesia para protegerlas del mal, hemos venido a despejar las dudas que comienzan a nublar los corazones puros de nuestras hijas ¡de nuestras amadas hijas oh señor! –decía un hombre mientras alzaba los brazos y empuñaba las manos en alto.
   –Todos ustedes han traído a sus hijas –decía otro hombre mientras apuntaba a algunos de los asistentes– han venido a este lugar a recuperar la pureza que los cuerpos de sus niñas están olvidando, la bendición de los ángeles caerá sobre sus cabezas, sobre sus cuerpos en transformación ¡alzad las manos hombres impuros! reciten los versos y acaricien las suaves piernas de sus amadas hijas.

   Los hombre alzan los impecables vestidos de sus hijas, los hombres tocan las piernas de sus hijas, los tobillos, rodillas, la joven piel. Pequeñas y temblorosas manos intentan bajar las faldas de los vestidos, los padres siguen subiendo los vestidos de sus hijas, de sus amadas hijas ¡las lágrimas de las niñas más pequeñas! y sus miradas avergonzadas, miradas culpables.

   –No hemos hecho lo suficiente ¡oh señor! nuestras hijas están perdiendo su pureza, no miran al cielo, no están dejando de lado sus deseos terrenales.
   –Padres, las ropas de vuestras niñas son objetos que sobran en esta comunión, deben despojar a sus hijas de todo vestigio terreno ¡abran los corazones de las niñas y dejen que los ángeles se deleiten con sus cuerpos! ¡no hay mancha en ellas! ¡no hay temor! regocíjense con sus lágrimas –decía mientras se paseaba a través de los asistentes al templo.

   Las niñas bajan las miradas, los hombres rasgan los vestidos blancos, sssth sssth, listones en el suelo, las niñas llorando ¡las pequeñas niñas llorando por sus cuerpos!, una corriente fría erizando la piel de las niñas desnudas, el vestíbulo repleto de cuerpos desnudos que se juntan con otros, se frotan e intentan conservar el calor de sus cuerpos, intentan mitigar la vergüenza, la inocencia. Ellas no entienden las plegarias, los rezos, los gritos implorando la transformación ¿por qué deben verse desnudas? ¿por qué deben ver desnudas a otras niñas?.

   –¡Oh señor! ¡oh señor! ¡oh señor! –gritan todos los hombres alejándose de sus hijas.
   –Mis hermanos, la plegaria es escuchada y sus hijas se purificarán, vuestras hijas renacerán como hijas de ángeles y de hombres, hijas del templo y de sus sagrados rituales.

   Un estruendo se oye desde fuera del templo, las nubes se arremolinan sobre el templo, se oyen las trompetas que anuncian el despertar de los ángeles dormidos, los ángeles atrapados en piedra. Los vidrios tensos en sus marcos vibrando con un zumbido proveniente de todos lados a la vez, gritos agudos de niñas temiendo que el cielo se caiga sobre sus cuerpos. Los hombres esperan la transformación, ellos sienten en lo profundo de su espina dorsal que se induce un orgasmo, el placer de quien descubre una inspiración con aromas de cuerpos vírgenes. Las imágenes del templo abren los ojos, los ángeles cobran vida por escasos segundos ¡las nubes entran por las grietas! y la densa bruma envuelve a las niñas. El fuego, que se mantiene gracias a los cirios, se vuelve un espiral de fuego que se extiende hasta las niñas ¡gritos! ¡gritos! ¡gritos! un penetrante aroma negro embota los sentidos de los hombres, satura los pequeños cuerpos de las niñas.

   –¡Oh señor! la plegaria al fin ha sido escuchada, las niñas renacerán, todas ellas renacerán puras, eternas, sagradas.
   –Deléitense con la comunión, vuestros ojos humanos centellearán por la visión de los ángeles, de estas maravillosas creaturas celestiales.

   Más dedos en manos alzadas, el dolor de ver crecer en ellas algo que jamás habían visto. Las rodillas al suelo, las piernas dobladas, cada hueso transformado en hierro ardiente. El globo ocular derritiéndose dentro de su cuenca, cayendo en lágrimas. El peso del templo en sus cuerpos transformados, la figura absurda de las hijas de los hombres, de las hijas de todos los ángeles.

   –Madre, me he convertido en ángel ¡en bendito ángel amante de los cielos! –dijeron las niñas al unísono interrumpiendo los rezos– el cielo ha descendido sobre mi cuerpo, las cenizas de mi cuerpo quedarán en este lugar.

   Vi el renacer de las niñas en medio del éxtasis, los remolinos de fuego alzarse por sobre las cabezas de los santos olvidados, por sobre las cabezas oscurecidas de los hombres.

   –¡Oh señor! apiádate.
   –¡Oh señor! acaba de una vez con toda esta visión de caos.
   –Hija, mi querida hija ¡devórame y acaba con tu cometido de ser divino!.

   Las hijas absurdas, las hijas que se abalanzan sobre sus padres mortales. Las hijas de las plegarias se alimentan de cabellos, de carne, de sangre, de huesos. Los últimos gemidos mirando al cielo, contemplando los vidrios cayendo en esquirlas, el paso de la luna sobre su cabeza, sobre las nubes, sobre las niñas convertidas en seres divinos. Las niñas en el suelo, arrodilladas, los dedos contorsionados, las palmas de las manos reflejando el cielo, los brazos rectos, tensos. Descalzas, desnudas. Las cuencas de los ojos copas vacías, quemadas, muertas, puras, eternas, sagradas.

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