Llevaba un par de
semanas así, la situación le parecía familiar, como cuando estás resfriado y no
recuerdas qué se siente estar sano, ya ni recordaba lo que significaba vivir
bien. Aquella sensación le acompañaba desde hacía semanas, ya no podía salir,
no podía permitirse un paseo o siquiera una rutina.
Observando
aquello, se le pasó por la mente la desagradable imagen de una bandeja negra
con un trozo de carne encima; había escuchado que en los supermercados lavaban
la carne con cloro, así podían venderla aunque ya estuviera un poco podrida.
Los colores violáceos, la textura, en un comienzo podía interpretarse como el
resultado de un golpe, pero, con el tiempo el olor se había transformado en una
preocupación mayor, ese olor era el único que ocupaba la casa. Al decidir
lavarlo con cloro, el problema se solucionó en parte, además siempre llevaba un
pañuelo empapado en colonia para acercarlo a su nariz cada vez que lo necesitara.
Era molesto, pero no sabía cómo deshacerse de aquello, nunca se imaginó que
podría transformarse en un problema mayor. Pensó en dejar de olerlo, dejar de
mirarlo, pero estaba en su casa, en su habitación, con él, muy cerca para
evitarlo.
Decidió un día cubrirlo,
envolverlo y amarrarlo, lo descuidó un par de días, agradecía que al mirar,
sólo viera un embutido de carne, mullido como un peluche, inofensivo. Lo apretó
un poco esperando absurdamente que se esfumara, por los costados, a través de
pequeñas aberturas, cayeron decenas de larvas blancas, se quedaron bailando un
rato en el suelo antes de intentar regresar de donde habían caído. Sus hombros
bajaban desesperanzados, aquello no desaparecería tal cual había sucedido. No
le quedaba más que observar. Los insectos estaban por todos lados, lograba
identificar tres especies distintas. Unos gusanos blancos –ya los había visto
en algunos ratones muertos y gatos atropellados−, éstas maravillosas
bestias devoraban todo el día, caían desmayadas y se envolvían en un saquito
que se inflaba, lo que salía parecía haberse comido a otros
tantos bichos, salían volando, como buscando nuevos lugares para colonizar,
pero siempre regresaban. Otros pequeños negros, que jamás podía ver con
claridad, se dedicaban a mover la cabeza
frenéticos, pero no desaparecía lo masticaban, comen y vomitan todo, no
lo sabe; podría el vómito estar provocando esos colores negros en la carne
muerta. Y esos insoportables relojes de la muerte, los oía, pero jamás se
atrevió a verlos, se le ocurría buscar entre la carne, meter un cuchillo y
abrir un poco para observar corroer los huesos, pero no podía, el miedo siempre
le impidió abrir su propio brazo muerto para conocer los relojes que marcaban
su muerte.
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