sábado, 9 de enero de 2021

Día IX: Esa verdad.

Sí, este caso se resolverá rápido. Me ganaré un buen dinero, obtendré excedentes, estaré todo un mes viviendo relajadamente y, además, me alcanzará para poner los pies sobre mi siguiente caso. Quisiera decir que soy un buen sujeto, un ser humano que se gana la vida de buen modo, uno que resuelve casos, pero no soy así: decir siempre la verdad, pero ocultar las pruebas; resolver casos, pero ocultar evidencias; cobrar por lo que hice, pero mentir sobre los costos. 

La última vez que estuve con alguien –en serio–, descubrí la causa de un dolor en los pies que ella sentía hacía años y que los médicos no habían sabido explicar. No se lo dije de inmediato, aunque mi primera hipótesis resultó siendo acertada. Después de conocer su historia familiar, conversar con sus padres y visitar un columpio que disfrutó durante su infancia; comprobé que se trataba de un duendepie. Ya me había pasado muchas veces en el pasado, la gente no me creía, por lo que ideé una forma de “decir-sin-decir-la-verdad”, inventarme algo convincente, pero creyendo en la versión que ocultaba con celo, estando seguro de las pruebas que había conseguido, archivando todo y leyendo mis propias vivencias como historias de fantasía. Me fue fácil conseguir pruebas del duendepie; ella, a veces, dormía en mi casa y tenía el sueño pesado. Cuando confirmé mi hipótesis, me dispuse a conseguir pruebas y una noche cualquiera, esperé a que se durmiera y puse papel entintando sobre el cubrecamas, tiré harina sobre el suelo de la habitación y me senté a esperar tan quieto y en silencio como pude. Si estas cosas se vieran, todo el mundo las creería; como no se ven, hay que poner trampas. Con la luz tenue del amanecer, pude ver con claridad las marcas dejadas sobre el suelo (las fotografié) y algunas impresiones palmares en el papel entintado. Guardé el papel y barrí la harina. Me acosté y fingí despertarme con ella. Le conté que mi abuela también padecía de dolores en los pies, pero que se habían acabado cuando comenzó a dormir con los pies cruzados, le expliqué que era producto de la mala circulación y bla bla bla; le costó acostumbrarse, pero terminó haciéndolo y ya no le dolieron. Ella terminó conmigo porque, en un momento de debilidad (e intenso enamoramiento), empujado por unas copas, se me salió lo del duendepie y las fotos y las impresiones y todo se fue al carajo. Me acusó de mentirle, me dijo que era un sicópata egocéntrico. Es difícil saber que sostienes la verdad con verdad, pero no puedes siquiera acercarte a lo cierto: no se ven, sencillamente no se ven, yo no los veo, no sé su forma, no entiendo a ese organismo, no entiendo qué hacen encima de las personas, no alcanzo a comprender si son parásitos o seres vivos, si son algo… ¡algo! Explicarlo, mostrar las pruebas, ponerles nombre, registrar, buscar, resolver problemas, tener relaciones fallidas y quedar de mentiroso, sicópata, enfermo. Con dos pepas de analgésicos me olvido de la verdad.

El caso era fácil, el caso se acaba hoy. Cito a la dama en un café, llega puntual. Después de darle un sorbo al café, me acerco a ella con actitud y tono confidente. Le digo que se cambie de ciudad, que deje ese hogar viejo, que esa casa le hace mal; una sugerencia que no tiene que ver con el caso, por supuesto. Le digo que he atrapado a quien la sigue durante el día, que yo lo había resuelto para ella y que cada peso pagado, valdría la pena. Salgo del café y camino tranquilo, tengo en el bolsillo a la rata que seguía a la dama. Esta vez no la dejaré escapar, es la misma que pillé cosiendo vestidos apolillados a principio de año; claro, jamás es la rata, jamás es algo que se vea. No es la rata, es lo que obliga a la rata a coser.


III Mundial de Escritura - 2020

1 comentario:

Misa Amane dijo...

Es muy entretenido este texto, quisiera leer mas casos asi. no puedo descifrar ese algo que obliga a la rata, de seguro debe ser algo importante.